Todas las madres son únicas. Algunas, lo son. Angelika Schrobsdorff defiende con firmeza la candidatura de la suya y la retrata según su recuerdo en Tú no eres como otras madres. Y desde luego que no.
“Desde la más temprana edad se la instruye y moldea para un matrimonio bien acomodado en el que no deberá ni podrá ser otra cosa que hembra y madre”. Esa es la educación que recibió Else, la de un camino bien trazado que se pavimentó sobre terreno mal nivelado: “Sus rizos cortos y tupidos eran indomables. No eran lo único que no se podía domar en ella”. Else es la madre de Angelika y, efectivamente, se trata de una buena pieza.
No es que Else, nacida en 1893, quisiera dedicarse a otra cosa que no fuese ser hembra y madre. Lo que no aceptó de ninguna manera fue lo de conformarse con un buen matrimonio. Al principio pareció que sí, porque no sabía. Pero en cuanto supo, se le incendió la mente y quiso tener a cada hombre que le despertó el gusto. Y no siempre de uno en uno. A falta de poder abarcarlos a todos, tan sólo tuvo a muchos. Y una criatura con cada uno.
La madre de Angelika fue una de esas mujeres que se liberó sexual y sentimentalmente. En lo material no tuvo ganas. Siguió dependiendo económicamente de sus hombres como lo más natural del mundo. Incluso se dejó mantener por alguno que ni siquiera era de los suyos. Sin conflicto. Aceptar esa parte del aprendizaje fue un acto de cobardía que compensó con un arrojo de verdadera liberada en lo otro: se negó a ser propiedad de un solo individuo y corriendo el riesgo, que lo hubo, de no pertenecer nunca a ninguno. Decidió repartirse con gusto, y orgullo. Sin esconderse. También así se abrieron caminos. Es otro modo de escapar del yugo.
A mano tuvo ejemplos distintos como el de su amiga Grete, profesora en una escuela de chicas. Iba a la piscina, colgaba ella misma los cuadros y se hacía sus propias faldas. Aunque lo que de verdad la situaba en el siguiente escalón evolutivo es que vivía sola; sola en una pequeña buhardilla. “Else quedó profundamente impresionada. Por primera vez se encontraba con una mujer que se había independizado y que, en caso de urgencia, no necesitaba a un hombre. A Else aquello le pareció muy deseable, aunque no podía imaginarse ningún supuesto que la obligara a ella a apañárselas sola”. Así que no vamos a insistir más en el tema.
Los pilares de la libertad que ansiaba Else se basaban en otra cosa: el saber. La tendencia a probar cuerpos y poseer ánimos venía de más allá de los puros instintos básicos. Para Else, como para muchas otras durante siglos, era un buen modo de ampliar horizontes. Acceder a nuevos territorios. Adquirir conocimiento a través de otro. Ver mundo. Huir del tedio. En el XIX una mujer sola y de clase media tenía un recorrido corto. Ínfimo, si era hija de una familia judía conservadora. Como Else. En Berlín.
Los orígenes de esta mujer valiente que convirtió su casa en uno de los puntos de fusión de la bohemia berlinesa ya apuntaban maneras. Y con todos los vientos en contra. Vean…
En 1914 llegó la guerra y la familia judío alemana de Else se preocupó porque los hombres escaseaban y la niña ya maduraba. Pero era guapa, carismática, viva. Le encontraron un comerciante, buen partido, que dormitaba en los sillones de la casa de los padres mientras un joven amigo de la familia, poeta y pianista, iba soltando polvo de ángel en las narices de la chica delante de las de su prometido. Else se enamoró como en las novelas. A boca llena. No se pudo hacer nada. Prefirió vivir miserable y repudiada antes de consentir una existencia de buena judía a puerta cerrada. Y feliz. No vivía, levitaba. Junto al artista abrazó también su religión, el cristianismo. Le pareció una doctrina más abierta y libre que la que mantenían en su casa. En esta vida todo resulta según con qué lo comparas.
La joven Else había incubado una rebeldía tan inflamada que le ocupaba lo que las vísceras y difícilmente controlaba. Se mantuvo durante toda su vida entre el desprecio a una generación que le olía a cerrado y la conciencia de la bondad de su familia. “A Else la ingenuidad y buena fe de sus padres llegaron a parecerle siniestras”. A veces pasa.
Esos padres, los abuelos de Angelika, resultaron esenciales en la vida de la pequeña. Emitieron el calor constante que la criatura no encontró en una madre principalmente entregada a su propia vida. Un egoísmo que se acentuó al descubrir que su marido, su poeta, su ídolo, andaba por ahí con otras. Una tragedia de desgarrarse entera para una chica que confió al romance todo en la vida.
Un buen disgusto, vaya, mientras le dura.
Porque asimilado el susto, lo más animal de Else le encontró la parte positiva: se acabó la fidelidad marital, su última atadura. Adiós a la exclusividad. Y de qué manera. Triunfal. Tipa lista.
Hay que leer Tú no eres como todas las madres para entender cómo Else consiguió reunir bajo un mismo techo a su marido, a la amante de su marido, a su propio amante e incluso a un tercer amorío con el que también acabó casándose. Todos juntos. Y para cada uno, un hijo. “Después de mí el diluvio”, clamó un día esta mujer sin freno a mano.
Sin apenas darnos cuenta llegamos a 1938 y a la persecución sistemática de los judíos. En serio, sin apenas darnos cuenta. Ni siquiera los personajes de la novela, que se empeñaban en negar lo que ocurría, pretendiendo ignorar lo que eran. La de Angelika Schrobsdorff no es la única voz que habla de ese fenómeno de ceguera comunitaria. Lo apunta también Natalia Ginzburg en Léxico familiar, así que interpreto que debió ser habitual. El relato de ambas autoras transcurre tan impasible como se imagina una que transcurrió esa historia. Impacta la calma, la incredulidad, la placidez incluso con la que se miró de reojo la llegada de la barbarie. Como el que observa con curiosidad una ola que crece y pretende echar a correr con la cresta de agua ya tapándole el sol, a modo de paraguas. Algo así pareció que fue. El horror.
Casada con un alemán, con tres hijos ‘sólo’ medio judíos y convertida desde hacía años al cristianismo, se hacía vida ‘normal’ en la casa de Else y los suyos. Dos meses después se dispuso que se identificara en el pasaporte como “Sara” o “Israel” a todo judío con nombre alemán. Para los negocios del marido de Else, su matrimonio empezó a ser peligroso. Para ella y los niños empezó a ser peligroso todo.
Aquella mujer tan profundamente superficial que conocimos se acabó de quebrar cuando su hijo puso tierra de por medio. “Peter, uno no puede largarse así como así y decir: Después de mí el diluvio”. Else ya es otra. No le quedó más remedio. Y estamos sólo en la mitad de las páginas. Son cerca de 600. Podrían haber sido 100 menos, tal vez, pero a mí no me sobran más de una decena. Es una novela intensa.
El deterioro de los abuelos, que fueron sostén y apenas pueden mantenerse ellos, resulta duro para la narradora y para quien la lee. De todas las imágenes conmovedoras, pocas como la miseria que atenaza a los ancianos: “Condicionó mi relación con ellos en la medida en que dejaron de ser la personificación del arropamiento”. Sufrir, ver sufrir, ver cómo te ven sufrir… una cadena infernal que se engarzó eslabón a eslabón en tantas casas, en tantas familias, en tantos campos. Eso es también Tú no eres como otras madres. Una detenida ilustración de los efectos variados que pueden provocar los distintos modos de desintegración del ser humano. Así de puntilloso. Entre ellos, el de verte reflejado, a medio deshacer, en los ojos del ser amado. Los viejos se consumían y eran conscientes de que la hija y la nieta no querían acompañarlos. Demasiada pena. Una doble destrucción que aniquila poco a poco, porque empieza por el ánimo. Aunque estoy segura de que lo entendieron. Ya se ha escrito antes que eran muy buenos.
Angelika crece y al recuerdo de aquella mujer desenfadada y vividora que fue su madre se superpone el actual ser doliente que batalla por la supervivencia de sus hijos. Empiezan las dos a interpretarse difícilmente. Ocurre de repente. Sin saber cómo llega, les pasa lo que a casi todas: que ni la madre la entiende ni la hija la soporta. Por si fuera poco, Angelika va y se enamora.
Proust escribió que “en cuanto amamos, dejamos de querer a ningún otro”, así que cada una sigue acarreando con lo suyo como puede, aunque en la madre descansa la mayor parte. Un acto de entrega que la hija rechaza por patético. Con rabia y algo de odio. Un drama que no dura mucho y que no es culpa de la guerra. Pasa hasta en las mejores casas, que no es lo mismo que negar que sea duro.
Llegó la paz y con ella la enfermedad. Una parálisis facial. Un primer síntoma cruel para una mujer que hizo de su belleza un trampolín al mundo, pero a quien menos afectó fue a Else.
Tú no eres como otras madres acaba cuando se acaba la madre. Punto. La hija no tuvo más que contar. Normal. A ver cómo describes el diluvio.
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Autor: Angelika Schrobsdorff. Título: Tú no eres como otras madres. Editorial: Coedición: Periférica & Errata naturae. Edición: Papel
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