Lo invisible suele asociarse al misterio o la derrota, a lo feo o débil, a lo malo, rebelde o astuto, aunque al tratarse de animales también es posible pensar en salvajes. En animales que eluden nuestra presencia más que nada para sobrevivir, y, zafándose del tumulto de este siglo, todavía pertenecen al ámbito del silencio. Por eso, hablar de animales invisibles implica asomarse a una forma de pureza.
En ocasiones, este tipo de animales puede intuirse muy cerca, pero sus espacios atañen sobre todo a las vastedades despobladas, de la estepa a los glaciares pasando por la jungla o los desiertos. Lugares que a menudo asociamos a algún tipo de temor.
Este libro, esta idea, empezó a cocerse en uno de esos lugares estigmatizados por quienes pretenden decidir qué vemos y qué no. Fue a pocos kilómetros de la frontera entre Uganda y Sudán. Cuatro meses después de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York y el Pentágono, cuando Sudán se había incluido entre los países del denominado Eje del Mal, una de esas etiquetas occidentales capaces de volatilizar lugares reduciéndolos a un par de palabras, que en el caso sudanés serían Hambre y Mal. De modo que podríamos decir que esta historia empieza en un país invisible, aunque por entonces fuera el más grande de África.
Afortunadamente, a esas alturas ya tenía alguna experiencia sobre la capacidad de los medios de comunicación para sentenciar a poblaciones enteras, así que cumplí con la idea de recorrer el Nilo, y en enero de 2002 aterricé en Uganda. Es muy posible que el contexto resultara decisivo para que afinara el oído cuando alguien habló del picozapato, un animal muy desconocido y en peligro de extinción, difícil de ver pero presentísimo en el imaginario de los nativos. Un pájaro que, aunque nadie lo viera, todos sabían que estaba, y lo admiraban.
Años más tarde, recorriendo la costa este australiana me di cuenta de que no sabía que la Gran Barrera de Coral era el organismo vivo más grande en la Tierra, el único visible desde el espacio exterior. Y cuando viajé a Pakistán siguiendo los pasos de un hombre que buscó a ese mito llamado yeti, comprendí hasta qué punto vale todavía la pena contar el mundo a partir de lo que casi nadie ve y, sin embargo, tanto nos determina.
Fue cuando surgió la idea de un proyecto de apariencia tan extemporánea que a alguno le pareció hasta idiota, basado en viajar para probablemente no ver. Bueno. El poeta ya dijo que se hace camino al andar. En este libro, ningún animal aparece como objetivo, como destino. Su papel es siempre el de motor, y su runrún me ha llevado a descubrir realidades insólitas, a vivencias que considero lecciones.
Los animales invisibles se dividen en tres categorías que se explican más adelante, y todos proponen una aventura por los territorios donde se les intuye o se les ha visto, introduciendo tanto a los paisajes donde habitan como a las personas que los cuidan, los cazan, los imaginan. Algunos han desaparecido o están a punto de hacerlo, por muy hermosos o útiles que fueran en algún momento. Y el peligro de su extinción invita a preguntarse qué estamos dispuestos a perder, pero también qué asuntos, personas, animales, lugares deseamos visibilizar, si es que ése es el modo de defenderlos.
Si aceptamos que lo visible forma parte del ruido y lo invisible se relaciona con el silencio, podríamos convenir que nunca ha habido más ruido que ahora. Vemos cosas distintas sin parar, y, para millones de personas, esa es “la realidad”. Si quieres demostrar que algo existe, grábalo. Muéstralo. Ver es la nueva frontera entre lo que existe y lo que no.
En España, esta fiebre “visual” se ha reactivado en los últimos años, y “patria” ha vuelto a ser una palabra estruendosamente popular. Cuando escribo estas líneas, acaba de divulgarse que el ochenta y cuatro por ciento de las razas autóctonas españolas está en peligro de extinción. Así que, mientras las banderas ondean por todas partes, se deja que los animales del país, una de las marcas de identidad más naturales e indiscutibles que hay, se extingan.
A escala mundial, en los últimos cuarenta años la Tierra ha perdido el sesenta por ciento de las poblaciones animales. Pero las reacciones son pocas. Será que el ruido de las imágenes presuntamente patrióticas oculta las noticias de esta aniquilación. Si vendados por las banderas olvidamos nuestras naturalezas, no llegaremos muy lejos.
En las páginas a continuación también se muestra al moa, el tigre blanco o la danta en realidades poco abordadas aunque llenas de posibilidades constatando, creo, que lo invisible abunda, vive y está cargado de futuro. Sus asombrosas historias reales son alicientes para seguir bicheando, como dicen los naturalistas, con la idea de ofrecer nuevos ejemplos de hasta dónde puede llevarnos, cambiarnos, el creer que, a fuerza de escrutar el polvo, las nubes o el mar en ese lugar donde jamás hay nada, aparecerá algo: la forma de un animal…
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Autor: Gabi Martínez. Título: Animales invisibles. Editorial: Capitán Swing y Nórdica Libros. Venta: Amazon
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