Fotos: Daniel Mordzinski
No es fácil para mí hablar del macroconcierto que el lunes se celebró en honor de Luis Eduardo Aute. Saber que voy a entrar en el Wizink Center de Madrid y que él no saldrá al escenario me inquieta. Pero entro porque para celebrarlo, también están grandes amigos que interpretarán sus canciones, y entre bambalinas, más nervioso que ninguno, estará Miguel, otro Aute que tiene la figura, la voz, las maneras y las dotes para la guitarra y la pintura de su padre. Y también la timidez y la modestia de Eduardo en sus comienzos, cuando escribía canciones que interpretaban otros.
Eduardo y Miguel. Genio y figura.
“Hay algunos que dicen que todos los caminos conducen a Roma”, cuenta una de las letras autianas con uno de los estribillos más desoladamente sublimes (“Ay amor mío / qué terriblemente absurdo es estar vivo / sin el alma de tu cuerpo, sin tu latido”). El lunes 10 de diciembre de 2018, a las ocho y media de la tarde, esos mismos caminos nos llevaron al concierto. “Ánimo, animal”, rezaban tres pantallas sobre el escenario con la firma de Eduardo en forma de beso eterno. Allí me reuní con 15.000 enamorados de la vida y del amor, enamorados de la música y de la poesía que han marcado las letras de Eduardo. Nadie se sintió solo entre las miles de almas que cantaron como una sola voz “Rosas en el mar”, “Las cuatro y diez” “Al alba»…, con Massiel, Dani Martín, Rosa León y José Mercé por partida doble. Y entre los amigos, Víctor Manuel, de negro riguroso, como es habitual en este otro poeta, vibró con “Sin tu latido”, con el corazón tendido al sol. Y Ana Belén (“cuánto amor, cuánto amor», dijo), con la elegante figura de siempre, nos regaló esa canción inmensa, esa filosofía del vivir en permanente desafío que es “De paso”. Y Rozalén, que, emocionada hasta las lágrimas, no pudo terminar de contar el agradecimiento que sentía por cantar “La belleza”. Esta canción, una de las más hermosamente comprometidas de Eduardo, la publicó en 1989 en el álbum Segundos fuera —cuando a este país ya no lo conocía ni la madre que lo parió, en célebre frase de Alfonso Guerra— y eso le valió ser considerado persona non grata por la inteligencia socialista que mandaba en los mismos ayuntamientos en los que antes se podía decir lo que entonces no, porque antes se hablaba de “los otros” y luego se trataba de ellos mismos, ocupados en nuevos y lucrativos menesteres, y a partir de 1996 la derecha se encargó de multiplicar por mil: “Míralos como reptiles / al acecho de la presa, / negociando en cada mesa / maquillajes de ocasión”.
Hubo muchos más que dieron calor a la noche: Pedro Guerra, Luis Pastor, Miguel Poveda, Cristina Narea, Ismael Serrano, Jorge Drexler, Andrés Suárez, Marwan, Vicente Feliú, Suburbano (con Luis Mendo a la cabeza); los tambores de Calanda, que a mitad del concierto fueron entrando por el pasillo central hasta subir al escenario con el estruendo emocionante de la pasión con la que Buñuel lo había vivido y Eduardo lo había reflejado en su canción «Allí (Un perro calandaluz). [Allí, donde] el delirio es sordera / de un millón de tambores / redoblando como diablos / exterminadores… Y salieron también las tres “eses”: Serrat, Sabina y Silvio, tres “ases” de la canción de autor: Silvio Rodríguez, que es el hermano del alma de Eduardo, cerró el concierto cantando “Dentro”. Solo dijo que fue la primera canción que conoció de él. La cantó y salió; esa modestia en el gesto, en las maneras, fue el denominador común de la noche. De todos.
Ánimo, Animal. Ánimo, Aute. Amigo, un tipo de una pieza. Contigo siempre hemos rozado la belleza.
No habrá otro como tú.
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