Pese a que David Fincher la ignoró en Mank (2020), su acercamiento a Herman Mankiewicz, el guionista de Ciudadano Kane (Orson Welles, 1940), Anita Loos era invitada frecuente en las cenas que William Randolph Hearst ofrecía en su mansión, el Castillo Hearst de San Simeón (California). Amiga íntima de Marion Davies —la amante del magnate de la prensa estadounidense— desde que Anita redactó el guion de una de las pocas películas de Marion que dio dinero —Getting Mary Married (Allan Dwan, 1919), coescrito con Herman Mankiewicz, por cierto—, aunque Fincher la olvide, Loos siempre se sentaba a la derecha de la actriz en los banquetes de Hearst. Esa fraternidad que hubo entre ambas mujeres no fue óbice para que la escritora también cultivase la amistad de algunas colegas tan alejadas de las frivolidades del Hollywood clásico y de los potentados como Gertrude Stein y Alice B. Toklas.
Aunque leído así, un siglo después, lo de Anita y sus maridos pueda resultar algo semejante a esos artículos que Madeleine Forestier concebía para que los firmase Georges Duroy, el Bel ami de la novela homónima del gran Guy de Maupassant, de Anita Loos solo se aprovechaba quien ella dejaba que se aprovechase porque le divertía la situación. De hecho, a su primer marido, Frank Pallma Jr, le mandó a un recado, y mientras el hombre estaba en ello, ella hizo las maletas y le abandonó apenas un año después de haberse casado.
A Loos, una de las grandes guionistas del Hollywood clásico, lo que le gustaba era tener a su lado a alguien a quien poder derrotar en los duelos de ingenio que entablaba en las fiestas y en las recepciones. Sin embargo, fue una mujer mucho más independiente de lo que solían serlo esas damas de la alta burguesía de entonces, a la que ella accedió por su obra. Para empezar, se cortaba el pelo cuando era un escándalo que las mujeres lo hicieran. Como tampoco coqueteaban, y ella lo hacía, sin contemplaciones, con independencia de su estado civil, con todo aquel que le gustaba. Y luego estaban sus vicios: fumaba y bebía como pudiera hacerlo cualquier paisano.
El feminismo, o protofeminismo, en la autora de una historia como Los caballeros las prefieren rubias (1925) y su secuela, Pero se casan con las morenas (1928), es un asunto peliagudo, pero existió. Antes de convertirse en una de las más celebradas comedias de Howard Hawks en 1953, Lorelei Lee, que en aquella cinta devino uno de los grandes personajes de Marilyn Monroe, fue la chica que protagonizaba los bocetos que Loos empezó a publicar en Harper’s Bazaar en el verano de 1925. Aquellas pequeñas sátiras, poco más que billetes, apenas un par de párrafos sobre los juegos galantes de Lorelei, solo aludían a su intimidad ocasionalmente y por sugerencias. Pero gustaron tanto a los lectores que las ventas de la revista se cuadruplicaron. En noviembre fueron reunidas en el libro, traducido a 14 idiomas, incluido el chino. Su primera adaptación al cine data de 1928 y fue dirigida por Malcom St. Clair.
Cabe suponer que F. Scott Fitzgerald no debía de simpatizar con Anita, dado que Irving Thalberg la llamó a ella para sustituirle cuando al autor de El gran Gatsby (1925) le resultó imposible terminar el libreto de La pelirroja (Jack Conway, 1932). Loos lo acabó con tanto acierto que el filme hoy es un clásico de las cintas precódigo. Su asunto es harto elocuente sobre lo “picante” —digámoslo como entonces— que podía resultar la prosa de Anita Loos: una mujer, Lillian Andrews —Jean Harlow desplegando todo su lirismo en el gran personaje de su carrera—, no duda en medrar utilizando sus encantos con los hombres.
Es probable que su rivalidad con Fitzgerald se remontase a los días en que ambos colaboraban con asiduidad en el Saturday Evening Post. De lo que no hay duda es de que ella dejó mucho mejor recuerdo que él en Hollywood. Anita Loos hizo época. ¡Vaya que sí! Hay comentaristas que defienden que aquellas frivolidades de los años 20, que Scott Fitzgerald llamó la “Era del jazz”, bien podrían referirse como la Era de Anita Loos.
De lo que no hay duda es de la longitud de su aliento como escritora. Ya quería serlo a los seis años, empezó a hacerlo profesionalmente a los 18, y hasta los 90 no dejó de escribir. Parecía una chica frágil. Era tan baja que su segundo marido, John Emerson —un realizador olvidado que la sacaba veinte años, al que mantuvo hasta que el tipo murió en un psiquiátrico— la llamaba “mi microbio”. Pero Anita era un auténtico torrente de vocación e ingenio, un titán de la palabra mercenaria apenas se ponía a teclear en su máquina de escribir.
Hija de un alcohólico que arruinó los periódicos que intentó poner en marcha, R. Beers Loos, Anita Loos vino al mundo en la California de 1889. No mucho después sintió la llamada de las letras en los días que acompañaba a su progenitor a pescar a los muelles de San Francisco. Los borrachos, los buscavidas y el resto de la patulea que pululaba por allí fueron su primera fuente de inspiración. Empezó a trabajar como actriz infantil con apenas ocho años. A partir de entonces, hubo temporadas en las que era ella, con aquellas interpretaciones, la única que llevaba dinero a casa de sus padres. La escritura se convirtió entonces en la única redención. Descubrió el cine en las proyecciones que tenían lugar en los escenarios donde trabajaba al terminar la sesión.
Y el cine la descubrió a ella merced a uno de sus primeros maestros, David W. Griffith, quien en 1912 adaptó un relato de la joven —tenía 23 años—: Un sombrero de Nueva York. En los cuatro años siguientes, Anita Loos escribió comedias y dramas, prácticamente a destajo, para la Biograph, la productora de Griffith, hasta que en 1916 le llegó su segundo gran éxito, Su retrato en los periódicos, un vehículo al servicio de las acrobacias de Douglas Fairbanks, su protagonista. John Emerson, realizador de la película, fue el futuro marido de la escritora. Ese mismo año 16, Griffith le confío la redacción de los intertítulos de Intolerancia, la primera obra maestra en la que colaboró.
Celebrada igualmente en sus trabajos para la prensa, con el tiempo —y también en colaboración con Mank— escribiría el libreto de San Francisco (W. S. Van Dyke, 1936). Los más de 140 títulos que integran su filmografía no le impidieron frecuentar los mejores establecimientos de Hollywood y de Nueva York, e ir ampliando su círculo de amistades con autores de la talla de Aldous Huxley o Edith Warton… Su risa contagiosa y sus frases ingeniosas le granjearon las simpatías de casi todos los notables que conoció.
Muerto Thalberg prematuramente, en 1936, el cine, poco a poco, empezó a dejarle de interesar. Mediados los años 40 se instaló en el hotel Ritz de Nueva York y comenzó a escribir para la escena. En 1974 publicó Adiós a Hollywood con un beso, sus recuerdos del Hollywood clásico. En el 81, cuando supo que su hora había llegado, se vistió con sus mejores galas y se fue a morir al hospital. Dejó dicho a sus amigos que la despidiesen con una buena juerga. Y en ello estaban cuando Helen Hays, otra escritora, apostilló: “Más vale que el cielo sea chic o Anita lo convertirá en el infierno”. ¿Qué más se puede pedir?
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: