Ángel González. Fotografía de Daniel Mordzinski
El 12 de enero de 2008 fallecía el poeta asturiano Ángel González. Dentro de dos semanas se cumplirán, pues, diez años de la desaparición de una de las figuras más emblemáticas de la Generación del Medio Siglo. Premio Príncipe de Asturias de las Letras, Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y miembro de la Real Academia, en su libro póstumo, Nada grave, escribió este poema titulado «Caída»: «Y me vuelvo a caer de mí mismo / al vacío, / a la nada. / ¡Qué pirueta! / ¿Desciendo o vuelo? / No lo sé. / Recibo / el golpe de rigor, y me incorporo. / Me toco para ver si hubo gran daño, / mas no me encuentro. / Mi cuerpo, ¿dónde está? / Me duele sólo el alma. / Nada grave».
La noche antes de que Ángel González muriera, hablé con él por teléfono. En realidad nos hacía de intermediaria su mujer, Susana Rivera, por su móvil. Ángel había sido hospitalizado días antes, de forma que en cuanto yo dije: “Dile que mañana voy a verle”, Susana no tuvo necesidad de repetir lo que Ángel contestó, porque yo lo había oído alto y claro: “Que no se le ocurra”. Debí imaginármelo porque conocía bien el pudor de Ángel, así que no tuve más remedio que sonreír y decirle que “de acuerdo, que en cuanto saliera del hospital volveríamos a quedar”.
En 1980 yo formaba parte de un grupo poético en Asturias llamado Luna de Abajo que publicaba solo libros de los autores que admirábamos. Una tarde asistimos a una lectura pública de poemas de Ángel González y, al final del acto, le propusimos lo que parecía imposible que nadie le hubiera pedido antes: hacerle un libro homenaje. Le llevamos algunos de los números publicados y a él le gustó mucho la idea, nos dio su dirección postal en Albuquerque, Nuevo México, y quedamos en escribirnos para ir preparando a distancia un número que sería extraordinario.
Mantuvimos una correspondencia fluida en la que le íbamos contando las diferentes secciones y los posibles colaboradores, en un cruce de cartas ilusionantes que iban y venían de América sin cesar. El resultado fue algo hermoso que titulamos Guía para un encuentro con Ángel González. Los colaboradores formaban un equipo excepcional: Caballero Bonald, José Agustín Goytisolo, Juan Marsé, Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Paco Ignacio Taibo I…, entre muchísimos más que nos enviaron sus textos a vuelta de correo. Mientras lo preparábamos, hacía tiempo que el libro estaba en la conversación de los amigos de Ángel en Madrid. Paco Rabal se encontró con uno de ellos en el Óliver, pidió entusiasmado colaborar y nos envió un texto en el que contaba que estando en la cama con una mujer después de un rodaje en La Habana, vio un libro sobre la balda que estaba frente a sus ojos en la cabecera de la cama…, aunque será mejor dejar que Paco Rabal lo cuente: “La noche cálida, el ron genuino (del que no recuerdo el nombre pero sí sus efectos) acompañaban el ritmo de la música sabiamente prendida y un rayo de luz que daba sobre el lomo excitante de los libros… A punto de subir al cielo mis ojos se encontraron con un título, Grado elemental, de Ángel González. Salté hacia él y lo atrapé ¡Grado elemental! ´Por favor –suspiraba la muchacha–, te lo regalo, pero ven…´ Se interrumpió un placer para caer en otro”.
Ángel participó con entusiasmo en el libro seleccionando sus poemas en una antología temática y comentada que sigue siendo única, dividida en las cuatro partes sustanciales de su obra: “Historia”, “Sobre la música”, “Biografía” y “Tempus irreparabile fugit”. En cada una de ellas escribió una introducción para contextualizar los poemas elegidos. Así, por ejemplo, en “Biografía”: “Escribir sobre mí mismo es una forma de explicarme, de poner en orden mi mundo, de reconocerme (de reconocerme, en cierto modo, también como los médicos reconocen a los enfermos)…”. En “Historia” escribió: “Poesía social, civil, comprometida, crítica… Esas eran las tendencias que dominaban en el ambiente literario –y no solo en el de España– cuando comencé a publicar mis poemas…”. En “Sobre la música”: “Antes que un tema, la música es un motivo, un asunto que me sirve de vehículo para exponer otros temas: el tiempo, la nostalgia de algunos momentos vividos, el amor, la precariedad del destino humano…”; y en “Tempus irreparabile fugit”, expresó: “La percepción del paso del tiempo me produce mayor desazón que la figura de la muerte –de mi propia muerte, quiero decir–. (Mi muerte significa la ausencia, el alejamiento definitivo de la vida, y presiento que en ese oscuro reino de la no-existencia nada habrá que pueda herirme…)”.
Ángel González había escrito en “Contra-Orden (Poética por la que me pronuncio ciertos días)”: Esto es un poema. / Aquí está permitido / fijar carteles, / tirar escombros, hacer aguas…”, una declaración que era también reflejo de su vida: González, un poeta reconocido, profesor universitario, Académico y galardonado con premios de prestigio, celebraba la vida entre sus amigos con una naturalidad que hacía que a todos nos gustara compartir con él las noches de Madrid, su ciudad adoptada, o en Oviedo, su ciudad natal «de sucias tejas” como la cantó en un soneto. En “Máximas mínimas”, escribe: “Los liliputienses, revelando una grandeza de espíritu que para sí quisieran las razas más altas, no hacen leña del árbol caído. / Hacen palillos de dientes.” Son poemas-chiste, reflexivos, con trasfondo moral y doble intención; poemas cercanos a la prosa que desbaratan lo convencional, característica del comportamiento personal de Ángel González, que también fue un maestro de los juegos de palabras, del humor inteligente y de la ironía. A González no le preocupaban los fastos sociales; vivía con frugalidad, aunque bebía con generosidad, y desde que en 1972 se fuera a impartir clases de literatura a la Universidad de Albuquerque, volaba a Madrid al menos dos veces al año. Se acostaba tarde, o mejor, temprano, a esa hora imprecisa y sucia del amanecer que tampoco le gustaba a Carlos Barral. Se levantaba para comer, leía y al anochecer se tomaba un whisky, “con hielo, en vaso bajo” que bebía con una solvencia imposible de superar. Luego salíamos a cenar y estirábamos las noches de verano hasta que sabíamos que llegaba un nuevo día porque un parroquiano entraba a desayunar. Alguien dijo una vez que los camareros se alegraban al saber que Ángel González estaba de nuevo en Madrid.
Un año antes de irse a América publica Breves acotaciones para una biografía, libro con el que se abre una nueva etapa en el tratamiento de sus poemas. Él mismo diría entonces que la tendencia al juego y a derivar la ironía hacia un humor que no rehúye el chiste, la frivolización de algunos motivos y el gusto por lo paródico serían las características de su poesía. En lo personal, Ángel también practicaba esa vena irónica con gracia natural y una gran facilidad para dar otra vuelta a las palabras que tiene sin duda una raíz asturiana, una tierra hermosa, de naturaleza exuberante en la que creció nuestro poeta al que le gustaba cantar entre amigos canciones populares de su tierra. Una que todos los asturianos oyeron alguna vez cantar a sus madres, dice: “A la mar fui por naranjas / cosa que la mar no tiene. / ¡Ay!, mi dulce amor, / este mar que ves tan bello, es un traidor”. Cuando hace algunos años el tenor Joaquín Pixán le encargó al poeta que escribiera tres letras basadas en canciones populares de su tierra para ser cantadas, una de las elegidas por Ángel fue precisamente esta de las naranjas y la mar. Este fue el resultado: “Tiene naranjas la mar. / Las olas son verdes ramos, / la espuma es blanco azahar. / Y tus pechos, en la fronda / de las olas y la espuma, / son dos naranjas saladas / cuando te bañas desnuda. /Cuando te bañas desnuda, / tiene naranjas la mar”. Ángel llegó a decir que si sus poemas andaban con tanta frecuencia por los suburbios de la música era porque se consideraba un músico frustrado, y con la música como fondo escribió poemas como este: “Estoy bartok de todo, / Bela /Bartok de ese violín que me persigue, / de sus fintas precisas, / de las sinuosas violas, / de la insidia que el oboe propaga, / de la admonitoria gravedad del fagot, /de la furia del viento, / del hondo crepitar de la madera. / Resuena bela en todo bartok: tengo / miedo. / La música / ha ocupado la casa. / Por lo que oigo, / puede ser peligrosa. / Échenla fuera”.
En los inolvidables veranos de Asturias disfrutamos compartiendo las horas con amigos como Juan Benito Argüelles, uno de sus incondicionales de la juventud perdida; Emilio Alarcos Llorach, el mejor estudioso de su obra, que contaba chistes con mucha simpatía; con Paco Ignacio Taibo I, generoso y divertido como un niño travieso, y con muchos otros amigos que solían pasar por la casa de Juan Benito y Lola Lucio en Lastres: Orlando Pelayo, Daniel Sueiro, José Agustín Goytisolo, Pepe Caballero Bonald… El recuerdo de aquellos días me trae este poema de Ángel: “Al final de la vida, / no sin melancolía, / comprobamos / que, al margen ya de todo, / vale la pena. // Nada de lo restante permanece”.
Ángel González escribió en el prólogo de ese libro memorioso de Paco Ignacio Taibo I que con sabiduría cervantina tituló Para parar las aguas del olvido: “El necesario, inevitable olvido deja zonas borrosas que la memoria trata de aclarar. Ese esfuerzo es, ante todo, un acto de amor, porque el amor empieza con el recuerdo”.
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