Vivió la bohemia parisina como musa de Modigliani y aguantó, entre mil penurias, el fusilamiento de su marido y la deportación de su hijo, pero no se dejó humillar por el totalitarismo soviético, que la calificó de “medio puta, medio monja”, y su vida la cuenta ahora Eduardo Jordá dándole la voz a ella misma.
Anna Ajmátova es el título que, publicado por el sello malagueño Zut, ha puesto Eduardo Jordá (Palma de Mallorca, 1956, a lo que denomina “una biografía que se lee como una novela”:
“He escrito esta biografía como un monólogo en el que la propia Ajmátova cuenta su vida; todos los hechos son reales, o al menos están documentados, aunque fue una mujer muy pudorosa que no quiso dar demasiadas claves de su vida íntima, al mismo tiempo que se preocupó durante toda su vida de ir preparando una biografía póstuma, aun sabiendo que esa biografía sólo se podría publicar después de la desaparición de la URSS”.
Poeta, novelista, ensayista, traductor, brillante autor de libros de viajes, Jordá es capaz de impregnar de emoción toda su literatura, incluso sus columnas periodísticas:
“Hay muchos testimonios que nos permiten reconstruir su vida, y no he querido escribir una biografía convencional sino que he intentado —ojalá lo haya conseguido— hablar con la voz de la propia Ajmátova, una voz cargada de dolor, estoicismo y sensibilidad…. y humor, ya que tenía un gélido sentido del humor digno de Billy Wilder”.
LIBRE EN UN ESTADO TOTALITARIO
Para Jordá, que recientemente obtuvo el Premio Eurostars Hotels de Narrativa de Viajes por Pájaros que se quedan, Ajmátova afrontó “los suplicios de una artista libre obligada a vivir en un estado totalitario”, por lo que ha advertido:
“En estos tiempos, en que se tiene una visión sumamente ingenua del comunismo —y en el que hay dementes que salen a manifestarse con retratos de Stalin— convendría recordar lo que significó realmente el comunismo y cuáles fueron sus consecuencias para la libertad de expresión y el atropello sistemático de los derechos humanos”.
Todo lo cual, ha añadido, “está contado en los maravillosos poemas de Ajmátova, en sus poemas de amor y de dolor y de sacrificio, pero también en los poemas en que ha logrado expresar el amor como casi ningún otro poeta a lo largo de la historia; es sin duda una de las más grandes poetas del siglo XX”.
Jordá ha asegurado que “la vida de Ajmátova (1889-1966) da para tres series de la HBO” porque, ha enumerado, “vivió la vida bohemia en San Petersburgo antes de la revolución, sobre todo en las noches interminables del cabaré El Perro Vagabundo; en París vivió una enigmática relación con Modigliani, que la dibujó como “la mujer egipcia”, casi siempre desnuda (…). Vivió innumerables historias de amor que contó en sus poemas; vivió la Revolución rusa en directo; los años de hambre del comunismo de guerra en un sórdido apartamento comunal, el fusilamiento de su exmarido, el poeta Nikolái Gumiliov, acusado de ser un conspirador contrarrevolucionario…”
“MEDIO PUTA, MEDIO MONJA”
Naturalmente, las autoridades soviéticas prohibieron sus poemas por “individualistas, decadentes y burgueses”, mientras que la prensa soviética la acusó de ser “medio puta y medio monja”.
También “vivió la condena de su hijo Lev, que estuvo trece años internado en los campos del Gulag y vio sufrir a las mujeres que hacían cola frente a las cárceles cuando les comunicaban que sus hijos y sus maridos ya no podían recibir paquetes —lo que significaba que habían sido ejecutados—”, y además no se perdió la Guerra Mundial en Leningrado, sitiado por los nazis, y posteriormente la retaguardia, en Tashkent, “donde descubrió que los jovencísimos soldados que partían a la guerra, sabiendo que iban a morir, no querían oír poemas patrióticos, sino poemas de amor”.
Después de la guerra, ha recordado Jordá, “tras su famoso encuentro con Isaiah Berlin en Leningrado, vivió una nueva condena oficial del Partido Comunista por decadente y burguesa y el arresto de su tercer marido, que fue enviado al Gulag”. Entonces “creyó volverse loca y vivió casi en la miseria, pero no dejó de escribir sus poemas, sobre todo “Réquiem”, en el que cuenta lo que sintió mientras hacía cola enviando paquetes a su hijo preso, o “Cinque”, que dedicó a Isaiah Berlin, uno de los mayores poemas de amor que se han escrito nunca”.
Pero, ha advertido el autor, “Ajmátova fue una mujer de una entereza admirable, que jamás se rebajó ni se dejó humillar ni se convirtió en delatora para salvar el pellejo; cuando hacía cola en la cárcel, rodeada de mujeres destruidas por el dolor, una mujer detrás de ella le preguntó: ¿Puede usted contar esto?, y Ajmátova contestó: Puedo“.
“Podría decirse que ese fue su lema vital”, además de que “supo contar el amor como pocos poetas lo han contado, supo narrar el terror como pocos poetas han sabido narrarlo y supo explicar el paso del tiempo como pocos poetas han sabido hacerlo”, ha concluido Jordá.
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