El día que decidió hacer definitivo el aplazamiento de la lectura de la poesía de Anne Sexton no fue uno más. Leer un párrafo sórdido, real, nítido sobre cómo abusó, en esta particular ocasión sexualmente, de su hija cuando era una niña en las memorias de ésta lo confundió. La poesía, la poesía de Anne Sexton, su obra, pasaba a un segundo término. Precisamente lo que ella no quería de ningún potencial lector: no ser leída, ser ignorada; y por extensión no ser admirada, alabada, halagada y finalmente amada (mucho “ada”, ¿no, creador? Sigue y calla. Callo y sigo). Durante años había guardado para sí la hermosa sensación del aplazamiento. ¿No les pasa a ustedes, pertinaces lectores? Le atraía tanto la idea de leer a Anne Sexton, por toda la información que ya tenía sobre ella a través de su biografía (Anne Sexton, de Diane Wood Middlebrook; editorial Circe), que escondió como un tesoro esa sensación única de saber que ya la leerá. Ya la leeré, se dijo. No quiso saber si su poesía estaba traducida. ¿Para qué? Ya la leerá. Un buen día vio en una librería madrileña, tal vez la nueva y flamante La Central, el libro de la poesía completa de Anne Sexton. Ni siquiera lo compró. «Ya lo compraré. Ya lo leeré». Transcurridos no pocos meses, no pudo reprimir la adquisición en uno de esos días de búsqueda de libros recientes pero distintos o escogidos, de esos que lee cuatro cada año, de esos que se editan muy pocos porque hay muy pocos o no tantos lectores como él. Vio en Intempestivos, su nueva librería de cabecera, esta vez en Segovia, una joya aún no reseñada por los periódicos: Buscando Mercy Street. El subtítulo del mismo es lo que le atrajo como un rayo: “El reecuentro con mi madre, Anne Sexton”. ¡Anne Sexton de nuevo!, se dijo. Apartó el libro para que nadie se lo llevara, aunque en ese momento estaba solo, y se fue directo a las estanterías, pequeñas pero intensas, de poesía. Allí estaba, en la parte de arriba, con las obras completas de otros grandes poetas: Poesía completa, de Anne Sexton. Compró los dos libros y se dijo que había llegado el momento de la lectura de esta poeta que al parecer había utilizado su vida de forma exhaustiva como materia de toda su obra. Poesía confesional, dicen los que saben que se llama esa forma de sacar partido artístico de la existencia. Primero, se dijo, no por nada especial, sencillamente porque le apetecía un poco más, leería las memorias de la hija. Tocó el libro, lo hojeó, leyó la franja publicitaria de Navona, la editorial que tan cuidadosamente ha editado el libro (¡gracias por este trabajo!) y que ha traducido parece que con mimo Ainize Salaberri (¡gracias también!). Cita una de las referencias, la de Michiko Kakutani, prestigiosa crítica de The New York Times (yo no sé si es del Times o no, pero si me lo hace decir mi creador…): «Sexton escribe con una urgencia absorbente y franca; no ha intentado disimular las dificultades de su relación, ni ha intentado resolver la ambivalencia de sus propias emociones. Más bien ha dejado por escrito todos los conflictos, mostrándonos el retrato perturbador de una mujer volátil, imposible y magnética».
Llega a casa y empieza a leer con detenimiento pero sin excesiva pausa. ¿Sin prisa pero sin pausa?, se dice. ¿Se debe decir?, se repite. Pues eso. Lee, lee y lee. Anne Sexton fue capaz de ofrecer todo el amor del mundo a sus hijas; absorberles todo el tiempo del mundo, dárselo también; así como todo el maltrato del mundo; todos los abusos del mundo, incluido el sexual, al menos a su hija mayor, Linda Gray Sexton, cuando sólo era una niña. La depresión, la medicación o falta de la misma, el alcohol. Gran poeta. Horrible madre y genial madre. ¿Se puede ser todo eso y ser capaz de crear belleza? Se puede. ¿Se puede destrozar a quienes están a tu alrededor y ser poeta o gran poeta? ¡Por favor! ¡Claro que se puede! Decide, sin embargo, que no va a leer la poesía de Anne Sexton. El aplazamiento de la belleza se ha visto perturbado por las feas capacidades del ser humano, las otras capacidades, las que en la balanza previa a la vida Alguien (con mayúscula, no puede ser de otra manera) debió decir: «Todo esto sobra». No, no leerá, al menos de momento y sin saber si se trata de un “de momento” infinito, la poesía necesaria, seguro que necesaria, de Anne Sexton.
Aquí el creador. Me veo en la obligación de intervenir.
—¿No estás confundiendo los términos, personaje?
—¿Qué términos, creador?
—Vida y obra
—No. Aquí está todo muy claro. Una terrible vida me impide enfrentarme a una estupenda, seguro que lo es, obra.
—Entonces leeríamos a muy pocos, o a muchos menos, escritores.
—La repugnancia de la persona es capaz de alejarme de la genialidad de la obra.
—Sí, el viejo debate.
—No, el nuevo debate. Tan nuevo como cada nuevo lector.
—Sí, de acuerdo. Me retracto: el nuevo debate. Pero ya has leído a muchos escritores de vidas detestables, de pensamientos detestables y de grandes obras.
—Sí, pero es la gran trampa del arte, que no me veo obligado a aceptar.
—No con Anne Sexton.
—No, por el momento. Déjame vomitar y lo pensaré. Tal vez lo pensaré.
El personaje, mi personaje, vuelve a centrarse en el libro, que es lo que importa en estos momentos.
Sí, como dijeron los críticos en su día, Buscando Mercy Street es un gran libro. Un gran libro de nuestro tiempo. Quién sabe si con el paso de los años la proliferación de libros geniales lo arrincona. Pero a él le da igual.
A mi personaje le ha encantado el libro y es lo que trata de manifestar, aunque le ha costado. Como ustedes han visto, él también sufre días de torpeza.
Cuando en un principio subrayaba partes del libro que le interesaban o sorprendían por la lucidez tanto de las ideas como de la prosa, con objeto de destacar la poesía de Anne Sexton, se encontró con fragmentos impactantes como el de una carta (mal) escrita de Anne Sexton a su psiquiatra Martin T. Orne: «Estoy en una cárcel. No va a ayudarme nadie está oscuro estúpida no puedo escribir en la oscuridad no puedo no puedo no puedo no puedo no puedo no puedo tomar pastillas, no puedo correr, nopuedoirme, no puedo moverme, no puedo asustarme, no puedo moverme gritar morir correr escribir cállate».
O una tierna definición de Linda Gray Sexton sobre cómo era su madre: «Las galletas de jengibre son sus favoritas; no las de avena ni las que están llenas de pepitas de chocolate: las de jengibre. Una exótica mezcla de azúcar y de picor: justo como es mi madre».
«Mi madre me inculcó una persistente creencia: lo que ocurrió realmente no es tan importante como la forma en la que sientes que ocurrió». Eso era la poesía para Anne Sexton, se dice tras terminar el libro de la hija, maltratada y amada hasta la enfermedad por su madre.
Decide indagar en los prefacios, introducciones, prólogos de los libros que tiene de o sobre Anne Sexton, seguramente los cuatro fundamentales en español (la biografía de Diane Wood Middlebrook, su Poesía completa y “Anne Sexton. Un autorretrato en cartas”, además de las extraordinarias memorias de Linda Gray Sexton, que han dado lugar a este artículo). Bordea así la poesía de Anne Sexton pero no la toca aún. Se le escapa leer un poema, unos versos más bien, de “Vive o muere”, el libro con el que Anne Sexton ganó el Pulitzer, pero no se adentra más. Alejarse un tanto del casi obsesivo libro de memorias de Linda le viene bien. ¡Qué curioso!, se dice sorprendido. Tutea a Linda Gray Sexton sólo con el hecho de llamarla Linda. ¿Ya es otra amiga? ¿Igual que su creador lo fue y lo es de Manuel Vilas tras la lectura de su magnífico Ordesa? ¡Claro que es amiga, pero de otra manera!. El sólo es un personaje y un personaje tiene más difícil ser amigo de un humano, aunque sea creador.
—Bueno, tú y yo sí somos amigos, personaje.
—¿Tú y yo? A veces, creador.
—Continúa.
—Continúo, gracias.
¡Claro que es amiga! Se empieza a hacer preguntas sin ton ni son. ¿Por qué un libro aporta más en muchas ocasiones que un amigo? ¿Es la razón de que muchos lectores se conviertan en seres solitarios? ¿De que prefieran la lectura a tomarse una cerveza con un alguien que dice ser próximo o se hace pasar por un ser querido?
—¡Al grano, personaje!
—Creador, por favor, déjame expresarme o cállame.
—De acuerdo. Es que debes hablar: bien para la gente que lee o para que quienes no leen empiecen a hacerlo. Hay que sintetizar, quiero decir.
—Sí, creador. Eso intento. Pero reconozco que Anne Sexton me ha tocado un poco la fibra, si me permites la expresión. Sólo deambulo para saber si, tras leer el libro de su hija Linda, debo leer su poesía. A fin de cuentas, es de libros de lo que hablo.
—De acuerdo, personaje. Continúa.
—Me he perdido, creador.
—Tu duda es si hay que hacer caso a la obra de seres repletos de maldad, locura o pestilencia ideológica. Más o menos.
—Sí. Eso. ¿Qué opinas tú, creador?
—Está claro: siempre hay que leer el libro, mirar el cuadro, escuchar la pieza musical…
—¿Pero y si el autor es un asesino? —inquiere mi personaje fuera de sí.
—¿Y? —le respondo.
—¡Bah! Creadores…
P.D.- Mi personaje ha tardado unos días en regresar a mi cuarto. Me ha mirado y me ha dicho: «Dame el libro de las poesías completas de Anne Sexton». He sonreído mientras me daba la espalda sosteniendo sin mucha fe el libro. No me ha dado las gracias ni ha mirado hacia atrás.
—¿Lo leerás?
—Lo leeré.
—¿Pero odias a Anne Sexton?
—La odio.
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