Fernando Rey contaba que hubo producciones estadounidenses en las que le contrataron para que les hablase de Buñuel. A tenor de las fechas de los trabajos del actor gallego para William Friedkin —El imperio de la droga (1971)— y John Frankenheimer —French Conecction II (1975)—, y considerando que se pronunció en estos términos por aquellas fechas, me inclino a pensar que fue alguno de los dos realizadores del díptico de Popeye Doyle —Popeye apodaban a Jimmy Doyle (Gene Hackman), el protagonista de las dos cintas citadas, sus compañeros en la brigada de estupefacientes— a quien se refería el intérprete de Viridiana (1961), Tristana (1970) o El discreto encanto de la burguesía (1972), entre otras cintas de don Luis y varios realizadores de renombre internacional.
Cuarenta y muchos años después, a Michel Hazanavicius le bastó con leer Un año ajetreado (2012), la novela que la actriz y escritora Anne Wiazemsky dedicó a su encuentro y posterior matrimonio con el gran Godard, para saber cuanto creyó necesario sobre el maestro que divide en antes y después de él la historia de la gran pantalla —inaugurando, además, el cine de autor contemporáneo— y extraer una película de tamaño hallazgo.
Mal genio (2017), el filme referido, no es sólo la crónica sesgada y subjetiva de un amor que acabó mal. También fue una satisfacción para todos aquellos que, con una inquina que sobrepasa con creces la animadversión que se puede tener a un cineasta por mucho que su obra te irrite, llegaron a insultar personalmente a Godard en las redes sociales tras la noticia de su reciente suicidio asistido.
Ahora bien, como dicen los dirigentes de la cultura española al uso de nuestros días, esos insultos, proferidos contra alguien que acababa de morir, retrataron a cuantos los escribieron en Facebook y en Twitter, quienes, insensibles ante las rupturas de Godard —con la percepción de la continuidad, con la construcción tradicional de los caracteres dramáticos, con la dirección habitual de actores, con las fronteras que separan los distintos géneros…— no entienden más cine que los puñetazos de Clint Eastwood, las fanfarrias de John Williams y el infantilismo de Spielberg y Lucas. Sí señor, además de ese autorretrato que les procuraron sus injurias, hubo algo en esa gente de esos enanos que critican a Gulliver. Ellos sabrán. Que sigan viendo hasta la consunción de los siglos esas manidas comedias que tanto les complacen.
La cinta de Hazanavicius fue loable y muy en la línea de la inquietud cinéfila que caracteriza a un cineasta como él, distinguido con un Oscar a la mejor dirección por The Artist (2011), su entrañable tributo a la pantalla silente. Godard, por cierto, rechazó tan preciada estatuilla en 2010, en un último desprecio a esa pantalla comercial contra la que se alzó desde Al final de la escapada (1960). Eso sí, Hazanavicius fue a dejar constancia en Mal genio de cómo Anne Wiazemsky fue una actriz estigmatizada por Godard desde su segunda película hasta el final de su filmografía. Es más, el signo del abanderado de la Nouvelle Vague la persiguió incluso después de haber dado por concluida en 1988 su actividad como actriz e iniciar una carrera igualmente brillante como escritora.
Este segundo oficio fue el que la trajo a nuestro país en 2013. Y fue, precisamente, para presentar la traducción española de Un año ajetreado. Ya no era aquella chica candorosa, cuya efigie bien hubiera podido ser al mayo del 68 parisino lo que la mismísima Marianne —esa figura alegórica tocada con el gorro frigio que encarna a la república francesa— es al país vecino. La Anne que conocieron sus lectores y admiradores españoles ya era una señora mayor. Había que mirarla dos veces para distinguir en ella a esa muchacha que exhibía con la decisión de los militantes —y junto a la maravillosa Juliet Berto ni más ni menos— el Libro rojo de Mao en el plano más famoso de La chinoise (Jean-Luc Godard, 1967).
La irrupción de Anne en el cine de autor europeo de finales de los años 60 fue tan sonada como 20 años después lo sería en la literatura. En 1998, su novela Une poignée de gens mereció la mayor distinción que concede a una ficción la academia francesa. Pero las imágenes sugeridas en sus textos difícilmente habrán podido superar a la de la propia Anne en su juventud. Su atractivo fue el mayor encanto del maoísmo, a la vez que sintetizó a la perfección la magia de tantas jóvenes estudiantes europeas que, pese a ser gentiles burguesitas, renunciaban a los privilegios de su clase para integrar las filas de la revolución proletaria con todas sus consecuencias.
Recuerdo a algunas de ellas —también había jóvenes guardias rojos en el Madrid de mediados los años 70, el de mi adolescencia—, acusándome de ser un reaccionario porque bebía cubalibres y escuchaba rock & roll. Lo debido, según la cosmovisión revolucionaria, eran los licores locales y la nueva canción chilena, especialmente Victor Jara y Quilapayún.
Anne Wiazemsky, en las películas de Godard, retrató a las chicas que soltaban aquellas peroratas de la conciencia política como ninguna otra actriz. Tigres de papel (1977), tituló Fernando Colomo su cinta ambientada en aquel Madrid al que me refiero, “tigres de papel” nos llamaban a los reaccionarios los maoístas en alusión a un verso de Mao, el Gran timonel de su revolución y de la de los asesinos del jaez de Abimael Guzmán o los jemeres rojos.
Los dogmatismos de aquellos jóvenes de mi época, antes de concienciarme, me hicieron beber más cubalibres, escuchar más rock & roll y comprender, adolescente aún, que la política, sea cual sea el lado de su espectro, es la actividad más despreciable que puede ejercer el ser humano: sólo existe para solucionar los problemas que ella misma crea previamente y en el interín, con una frecuencia espeluznante, lleva a los concienciados a matar y a morir. Y esto es un hecho constatable, no retórica, como los versos de Mao. Así las cosas, no hará falta que me detenga ante el profundo desprecio que me inspira toda la cultura del compromiso político, empezando por el cine y la canción protesta… A excepción de las cintas maoístas de Godard que, naturalmente, no me interesan por maoístas, sino por ser de Godard. Anne Wiazemsky fue su musa más genuina de aquellos títulos.
Nieta del premio Nobel de Literatura François Mauriac, la futura militante nació —ya digo— gentil burguesita en el Berlín de 1947, ciudad donde estaba destinado su padre, un aristócrata empleado como funcionario internacional. Descubierta por el gran Robert Bresson, éste le confió el papel de la muchacha que llora la suerte de su burro en El azar de Baltasar (1966). Así pues, sólo contaba 19 años cuando debutó en el cine protagonizando una obra maestra. A la sazón ya era una consumada cinéfila. Admiradora del gran Godard, como también lo eran Fritz Lang y The Rolling Stones, Jean Renoir y Brigitte Bardot, según habría de recordarnos su personaje, incorporado por la maravillosa Stacy Martin en Mal genio, decidió escribirle una carta donde le confesaba estar enamorada de él.
Ni el maoísmo ni nada. Si hubo algo que Godard amó más que el cine, eso fueron las mujeres hermosas. Como lo fueron todas las que protagonizan su copiosa filmografía. Una chica y una pistola le bastaban para hacer una película. Ya separado definitivamente de Anna Karina, su primera estigmatizada de forma indeleble, apenas vio a su nueva enamorada, se casó con ella. Al punto empezaron los problemas. Hija de una familia tan católica como la de François Mauriac —a quien la futura maoísta estuvo especialmente unida—, en su casa se negaron a su matrimonio con alguien que le sacaba casi diecisiete años.
Ya esposa y musa de Godard, así como militante maoísta en la vida real, Anne estaba al lado del maestro cuando los responsables de la embajada China en París, tras asistir a una proyección de La chinoise, le comunicaron que dicha película les había parecido la obra de un demente.
Tan insoportable en la intimidad como todos los genios, Anne aguantó todos los ataques de celos de Godard. Le acompañó a las manifestaciones y, cuando abandonó la pantalla comercial a raíz de los acontecimientos de mayo del 68 —en los que ella leía los manifiestos promovidos por Daniel Cohn-Bendit y Jean-Pierre Duteuil—, participó en varios de sus filmes militantes, distribuidos casi exclusivamente entre organizaciones clandestinas: Le vent d’est (1970), Lotte in Italia (1971) o Vladimir et Rosa (1971), fueron algunos de dichos títulos.
Paralelamente, ya estigmatizada, para bien y para mal como la nueva inspiración del gran Godard, Anne Wiazemsky maravilló a algunos de los más destacados realizadores del cine europeo de su tiempo. Para Pier Paolo Pasolini protagonizó Teorema (1968) y Pocilga (1969). Para Marco Ferreri fue la Dora de El semen del hombre (1969) y con el suizo Alain Tanner, también recientemente fallecido —grande entre los grandes del cine de autor—, colaboró en Le retour d’Afrique (1973).
Separada de Godard en 1979, con quien la convivencia se había hecho imposible desde mucho antes, la filmografía de la actriz se prolongó hasta 1988. Sólo volvió a ver al maestro en una edición del festival de Cannes. Se acercó a él para felicitarle por la cinta que acabada de presentar y él le dio una mala contestación.
Con todo, quien sabe si para exorcizar su recuerdo o para entregarse aún más a él, desde su tercera novela —Canines (1993), sobre una actriz y la dificultad que le plantea la ruptura definitiva con su ex, un director— volvió sobre el estigma de Godard.
Ya convertida en una de las autoras más destacadas de Francia, con su bibliografía prácticamente terminada, abundó en su obsesión con Godard en Un año ajetreado. El maoísmo ya solo era un recuerdo. Para ella, para él e incluso para los nuevos comunistas chinos. Un recuerdo para todo el mundo, excepto para quienes perdieron la vida a causa de su revolución cultural.
Anne Wiazemsky murió en París en octubre de 2017. Godard se suicidó hace unos días, unas horas antes de que los detractores de su cine volvieran a insultarle en las redes sociales tras la noticia de su fallecimiento.
Yo he conocido a jóvenes burgueses de los setenta (la generación de mis padres). Ya no jugaban a revolucionarios ni se creían invencibles. Habían sido vapuleados por las consecuencias de sus errores, estaban derrotados, necesitaban que les abrazaran y echaban de menos a sus padres, que ya no eran carrozas ni fachas. Si hasta algunos volvieron a rezar, como hacían de niños.