ESCENA 1: ¿CÓMO ESCRIBIR UN LIBRO DE POESÍA?
INT. NOCHE. UNA HABITACIÓN DE ALQUILER CUALQUIERA EN LA PERIFERIA DE UNA GRAN CIUDAD. PANTALLA DE UN ORDENADOR ENCENDIDA EN MITAD DE LA NOCHE. EL PERSONAJE 1 SE SIENTA DELANTE Y TECLEA.
¿Cómo se escribe un libro de poesía? Lo más probable es que el lector espere de esta especie de making of una serie de recomendaciones formales en cuanto a estructura, extensión, discurso interno, temática y tono. Pero lo cierto es que la respuesta es esta: no lo sé. No sé cómo se escribe un libro de poesía, de hecho, tampoco me importa. Lo que verdaderamente me interesa es ¿por qué se escribe un libro de poesía? y todos los momentos, las historias, las imágenes, los recuerdos reales o inventados que rodean su proceso de creación pero que desaparecen, volviéndose invisibles, en el momento de su publicación.
En la jerga cinematográfica, el término «fuera de campo» se utiliza para hacer referencia a todo aquello que queda fuera del encuadre del plano, pero que el espectador puede intuir a través del sonido y otros recursos. Esto mismo ocurre en la poesía aunque no haya un término específico para describirlo. Por ejemplo, dentro de este libro, aunque no se vea, hay una abuela preparando tortillas y haciendo pipirrana para treinta personas. Hay una madre arropando a sus hijos cuando tienen pesadillas y un padre cantando en el coche canciones de Perales. Hay guitarras y villancicos, canciones en funerales pero también en muchas bodas. Hay una acequia sucia, que hace las veces de piscina. Por todas las páginas de este libro hay olor a jazmín, a cloro y a Autan para combatir los mosquitos pegados a las piernas en agosto.
Hay comidas de domingo con amigos estando de resaca y muchos días atravesados por la misma soledad. Hay entierros, tanatorios, bibliotecas y bares. Hay reproches, despedidas en portales, chistes malos y reencuentros. Hay vacaciones en furgoneta, rescates desesperados, vueltas a casa borrachos, gasolineras, coronas de flores y transbordos urgentes contando las paradas de metro. Hay muchas horas de lectura, risas, cigarros, promesas, frustraciones y sol bajo el naranjo de un patio del siglo XVII. Hay cajas de mudanza, chubasqueros olvidados en casas de madrugada, garrafas de aceite y calcetines esparcidos por la cama. Hay interminables viajes en autobús, huidas y persecuciones frustradas. Hay lo sientos y llamadas que llegan tarde, pero también abrazos y lágrimas de felicidad en estaciones y aeropuertos. Hay discusiones sobre política, paisajes desérticos sin necesidad de viajar a Texas y manos temblorosas buscando pastillas para dormir en un cajón.
En la poesía muchas veces es más importante lo que se calla que lo que se dice, al igual que en las películas a menudo, como decía Hitchcock, tiene más potencia lo que imaginamos que lo que se ve, lo que intuimos que ocurre que lo que verdaderamente sucede. Y ahí es donde entra la idea principal de este libro: invitar al lector a sentarse, acompañarlo sujetándole la mano a lo largo de una larga e ininterrumpida proyección que narre la propia historia de cada uno de nosotros, de nuestra familia, de nuestra infancia, de la precariedad vital (y digo vital porque engloba el plano laboral, social y emocional) que protagoniza nuestra experiencia desde que nos alcanza la memoria. Que narre las despedidas que preceden a cada uno de los fundidos a negro de nuestro día a día. No es un libro social, ni un libro político, ni su intención es encontrar solución para los problemas que nos atormentan. No, su objetivo es funcionar como el fotograma de una época y una generación, al igual que las películas caseras de Super-8 que mis padres, mis tíos y mis abuelos proyectaban cuando éramos pequeños sobre sábanas blancas, iluminando las largas noches de verano en un pequeño pueblo de interior.
Siempre he concebido al escritor como una especie de exiliado permanente, alguien que debe escribir como si no tuviera país pero sí memoria. Precisamente ahí es donde el cine y la poesía se relacionan y dialogan de manera inevitable. Del mismo modo que una película es un lugar que habitar, un mundo en el que esconderse cuando la cosa se pone fea fuera, un libro de poemas es una casa en la que refugiarse. El cine y la poesía son memoria y al mismo tiempo representan dos de las herramientas más poderosas para luchar contra uno de los principales antagonistas al que debemos hacer frente a lo largo de nuestra vida: la nostalgia. «Si existiera algo así como un manual de instrucciones para hacer frente a la nostalgia, sería entonces algo parecido a un poema» recuerdo que me dijo una vez una de mis mejores amigas. Algo parecido a un poema y a una película, añadiría. En ambos casos, sobrevuela sus páginas o sus fotogramas la misma duda: ¿Cómo vivir? Y lo más probable es que en ninguno de los dos encontremos respuestas, pero sí consuelo.
Todos podemos imaginarnos a nosotros mismos, una tarde lluviosa de otoño, entrando a una sala de cine como quien regresa al útero materno, buscando una mano tendida, un abrazo o una sonrisa, un espacio seguro, porque todos necesitamos hablar con alguien, aunque sea al otro lado de la pantalla. Es una imagen tópica, lo sé, pero no por ello menos real. Al igual que el tierno y vulnerable Baxter de Jack Lemmon en El apartamento, al que le bastaba una raqueta de tenis y unos espaguetis para ser feliz, siempre que fuera junto a la persona que amaba, o la dulce y solitaria Cecilia de Mia Farrow en La rosa púrpura de El Cairo, todos en más de una ocasión hemos deseado resguardarnos en un pequeño escondite en el que poder ser otro a salvo del ruido. Con todas nuestras fuerzas hemos ansiado abandonar nuestras vidas en esas butacas rojas, incluso cruzar la delgada línea que separa ficción de realidad durante unas horas como en el segundo caso.
Al igual que la protagonista de la película de Woody Allen al final de su historia, de un modo u otro, todos hemos sufrido una terrible tristeza, que nos ha encogido el corazón y nos ha pinzado el estómago, cuando las luces de la sala se han encendido y nos hemos dado de bruces de nuevo con nuestra rutina. Sin embargo, la misma ilusión y esperanza que la arrastraba a ella cada noche a esa oscura sala de cine, es la que nos mantiene en pie cada día, la que, aunque no sepamos qué nos espera, hace que nos levantemos y sigamos hacia delante. La que me ha arrastrado hasta esta silla hoy para seguir escribiendo y hablar de todo lo que envuelve a un libro de poemas aunque esté fuera de foco.
Precisamente esa ilusión es la que hace que contar historias sea un acto tan apasionante y doloroso al mismo tiempo. Ese cosquilleo que invade nuestro cuerpo cuando se apagan las luces y comienza la proyección es el mismo que sentimos cuando abrimos un libro de poesía que nos atrapa o cuando en mitad de una multitud nuestra mirada se cruza con la de otra persona que, sin saberlo aún, se convertirá en un personaje fundamental de nuestra vida. José Luis Borau decía que «para hacer una película había que estar enamorado». Creo, honestamente, que para hacer un libro de poesía también.
Poco más puedo añadir, salvo escoger un poema, a modo de tráiler, que refleje de alguna manera todo lo dicho:
días de radio
mi abuela me viste
con mi traje de los domingos
se ajusta la camisa
que le regaló mi abuelo
y enciende la cámara
vamos niños dice sonreíd
si ocurre alguna desgracia
o perdemos la memoria
esta foto conservará
la ropa con la que un día
fuimos felices
Los textos de este libro están deseando salir de las páginas que lo componen, esperan impacientes. Por todo ello, me limito a apagar las luces e invitarles al inicio de la próxima sesión, tomando prestada la cita de Lorca que abre el libro:
«Pasad adentro, con nosotros. Tenéis sitio en el drama. Todo el mundo.»
INT. NOCHE. UNA HABITACIÓN DE ALQUILER CUALQUIERA EN LA PERIFERIA DE UNA GRAN CIUDAD. PANTALLA DE UN ORDENADOR APAGADA. EL PERSONAJE 1 SE LEVANTA Y SALE.
Fundido a negro.
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Autor: Juan Domingo Aguilar. Título: anticine. Editorial: Edual.
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