A veces resulta que la sucesión de obras de un autor son escritas para la culminación. Para la elaboración de una gran obra. Más recordada, más sencilla, más atemporal que las anteriores. Y el autor no es consciente de ello, se olvida por completo de los efectos, de las consecuencias que tendrán sus creaciones. Él o ella, sencillamente se entrega al proceso sin pensar en más allá. Sin preocuparse del éxito o fracaso que tendrá lo que en ese instante está elaborando en silencio. Sin perturbación, sin excesiva demostración, en completa soledad porque únicamente en soledad es posible crear. Y así solía escribir, a la luz de la vela, encerrado en su tienda de campaña o sentado en la mesa más alejada de todos los demás compañeros de cuartel, porque ellos, amigos camaradas, sabían respetar la soledad que Antoine de Saint-Exupéry, nacido en Lyon el 29 de junio de 1900, demandaba cuando se volcaba en su libreta y se limitaba a escribir o a transcribir conversaciones concretas que había tenido durante el día con otros compatriotas, e incluso las sensaciones al despegar, cuando abandonaba la tierra de los hombres para alzarse a un territorio o tierra superior, sólo habitada y habitable para unos pocos seres afortunados que pueden sobrevolarlo sin miedo a caer. Como le pasaba a él. Que a pesar de los más de doce accidentes que se cuentan de su aventurera biografía, siguió alzando el vuelo. Porque Antoine lo que tenía era sed de cielo, de noche cerrada y polvo de estrellas más que de tierra. Aunque a ésta la respetaba pues sabía que sólo si la recorría, sólo si la caminaba podía aprender, oler, tocar, comprender. Conocer. «La tierra nos enseña más sobre nosotros que todos los libros. Porque ella nos resiste. El hombre se descubre cuando se mide con un obstáculo. Pero, para superarlo, necesita una herramienta. Necesita un cepillo de carpintero o un arado. El campesino, en su labor, arranca poco a poco algunos secretos de la naturaleza y la verdad que extrae es universal. Lo mismo el avión, la herramienta de las líneas aéreas conduce al hombre a todos los viejos problemas». Saint-Exupéry amaba y admiraba a los hombres a pesar de sus dos caras, de su doble moral, porque era consciente de lo que podía aprender de ellos y quizá la ausencia prematura de su padre —que unos datan a la edad de cuatro años y otros a la de nueve— hizo que se fijara en sus mayores pasándolos a examen hasta el más mínimo detalle. Para después catalogarlos y definirlos con sencillez, pero también con precisión (recuerden al monarca absolutista, al vanidoso, al hombre de negocios, al farolero, al Anciano) en su última gran obra mundialmente conocida. Quien sabe si el recuerdo del padre no quedó reducido a una avioneta, o juguete en forma de avión que su progenitor le regaló cuando él nació, y su obsesión por el vuelo, o el misterio que encierra lo que no se ha llegado a conocer a fondo por una desaparición inexplicable o una pérdida temprana, despertaran en Antoine la necesidad de seguir una estela sólo existente en sus sueños y en su mente. Y, por ello, decidiera convertirse en aviador y sobrevolar el mundo en busca de lo que una vez tuvo pero jamás conoció.
Sin embargo, antes de surcar los cielos, el pequeño debía encontrar un punto de apoyo y de amparo; de arraigo que le confiase seguridad que no le fue difícil identificar en su madre, Marie, como en sus hermanos, pero sobre todo en la sombra de Paula, su institutriz, que él usaba como escudo ante cualquier peligro que pudiera sentir. Ante el miedo que todo niño advierte cuando es pequeño hacia la oscuridad, y aun así, llega a comprender que hay siluetas que forman sombras conocidas y al reconocerlas, el miedo se disipa. “Esa sombra sólo le pertenece a Paula, sólo ella puede proyectarla. Sólo su cuerpo puede crearla. Nadie puede imitarla. Cada sombra es única, como únicas son algunas rosas…”, debía de pensar el crío al contemplarla. Y Antoine se hizo valiente caminando tras ella, sosteniendo su mano como quien sostiene un tesoro que, por miedo a perderlo o romperlo, no lo suelta. Al contrario, se aferra a ello, protegiéndolo y cuidándolo como merece. Tal vez ahí empezara a germinar en la imaginación y en el corazón de Saint-Exupéry el significado de “domesticar” o “crear lazos” que treinta o cuarenta años más tarde se atrevería a definir. Las palabras, como demostraría en su adolescencia, eran un refugio para él. Una vía de escape, de romanticismo, de preguntas con y sin respuestas, de conversaciones íntimas con uno mismo, de creación, de evasión y misterio.
Con la llegada de la Gran Guerra en 1914, y en adelante, Antoine aprendió a describir lo que el hombre es capaz de hacerle al hombre, a cualquier precio, a base de trueques y engaños. A detallar las heridas físicas y mentales que dejan secuelas de por vida, trastornando el espíritu que una vez fue noble y, no obstante, recurre a la bajeza y a lo inmoral con tal de llamarse superviviente, con tal de haber sido la mano firme que representa la ley del más fuerte. Supo pues ponerle rostro a la bestia de Emerson: «la turba es el hombre descendiendo voluntariamente a la condición de bestia. Y la bestia mata».
Como su madre fue destinada a trabajar al hospital militar de Ambérieu-en-Bugey, Antoine, de vez en cuando, se dejaba caer por ahí, ayudando a Marie a coser esas heridas, a poner gasas sobre las frentes febriles de los soldados abatidos, de los hombres que lloran de dolor tras una amputación y que, de haberlo sabido, se habrían quitado la vida antes de partir hacia la guerra. Saint-Exupéry olía el hierro y escuchaba los gritos con la misma nitidez que los delirios. Las fantasías de todos y cada uno de los hombres que estaban ahí postrados suplicando vivir, pero también morir para acabar con la pesadilla. Con la realidad que no se correspondía con lo que querían. Y a pesar de ello, se tropezó con soldados que hablaban de los cielos, donde libraban una verdadera batalla más allá de las trincheras terrestres. El peligro, le contaban a Saint-Exupéry, era doble porque se estaba sólo ante él, y el hombre y la máquina debían ser uno. Volando a favor de la bóveda celeste, a favor de las condiciones meteorológicas y de la naturaleza, pues lo contrario suponía la muerte. Algunos, ni siquiera llevaban armamento sino cartas, paquetes, regalos que debían hacer llegar a sus destinatarios. Su trabajo no era común y exigía un riesgo mayor cuando se cruzaban con un caza enemigo, que disparaba a derribar y matar. Y tal fue el asombro con el que Antoine escuchaba esas historias que no dudó, recién cumplidos sus 21 años, en comenzar el servicio militar al principio como mecánico y, superadas las pruebas pertinentes, como piloto comercial y de transporte. A partir de entonces, comenzó una nueva etapa para el autor que aunó lo que muchos hombres y mujeres desean para sí: explorar, aventurarse y escribir. «Ya es el momento de partir; de ahora en adelante somos de otro mundo», dice en El Aviador.
La observación, por otro lado, era uno de sus fuertes. Le gustaba quedarse embelesado ante lo diferente, ante lo que aún no había sido descrito ni descifrado del todo. Y a su alrededor siempre encontraba un resquicio por explorar, por averiguar, tanto en los objetos como en las personas que iban cruzándose en su vida. Supo lo que significaba la camaradería entre soldados, entre hermanos y amigos, principalmente con Henri Guillaumet —a quien le dedica Tierra de hombres— y Jean Mermoz; entre quienes sufren lo mismo, en las mismas condiciones y dan la vida por ello. Aunque lo hubiese escuchado en boca de otros, una vez entró a formar parte del ejército francés, pudo comprobarlo con sus propios ojos y ser consciente de la implicación y la responsabilidad que suponía formar parte del cuerpo en representación y defensa de un país; en defensa de un ideal que situaba la libertad del hombre por encima de cualquier cosa. Y esto fue lo que acabó cautivando a Antoine de Saint-Exupéry: la Libertad. Sin ataduras, sin amarres a tierra firme aun casándose con el amor de su vida y musa, la salvadoreña Consuelo Suncín —que muchos identifican con la rosa de su petit prince—. Saint-Exupéry quizá fuera un hombre que anteponía los ideales a lo demás. Haciendo preguntas, queriendo saber. Interrogando e interrogándose a su vez. «Las flaquezas, los abandonos, las caídas de los hombres los conocemos de sobra y la literatura de nuestros días es harto en denunciarlos. Pero esa superación de sí mismo que obtiene la voluntad tensa es lo que sobre todo necesitamos que se nos muestre», escribe André Gide en el prólogo del libro Vuelo nocturno, donde Saint-Exupéry pone el punto de mira sobre el valor, el heroísmo, el honor y la superación de quienes, como él, se jugaron la vida en los años treinta trabajando para las compañías de navegación aérea. Cuanto más sobrevolaba el firmamento, más entendía de dónde venía, para qué o porqué había nacido. Para ser Piloto de guerra, sí, pero había algo más grande ahí afuera. Y quería conocer el objetivo, la meta final; cuál era el destino, el suyo, que no pertenecía a este mundo, sino a otro todavía por nombrar y descubrir. Y sucedió que en los años en los que se encargaba de la ruta postal que acabaría conectando París con Saigón, sufrió el accidente que cambiaría nuevamente su vida: la peregrinación por las arenas movedizas del desierto del Sáhara, en el corazón de Libia. ¿Cuántos días estuvo deambulando realmente? ¿Quién puede saberlo con exactitud cuando en el desierto se pierde por completo la noción del tiempo? En ese lugar, alejado de toda civilización conocida, sin nada más que espejismos y oasis imaginarios o pozos, fuentes de agua que sacian el espíritu, el alma y el corazón por encima del cuerpo, halló Saint-Exupéry la antesala de lo que fue El Principito, donde el diálogo interno cobró vida más allá de lo visible y tangible. De siempre se ha dicho que las tierras de África poseen una magia y un halo que el resto de países carece, salvo los de Oriente. Allí todo puede pasar porque se aprende un lenguaje tan ancestral como universal, propio del viento, las estrellas y las mareas. Donde se aprende a leer y a caminar de nuevo. Se desaprende incluso lo estudiado y recabado a lo largo de los años para ponerlo a prueba. Llevarlo a examen y descifrar no el qué, sino el cómo y el porqué. Los moradores de las arenas se hacen de carne y hueso y atraviesan las dunas sin comida, sin agua, sin camello incluso, sólo para transmitir un mensaje, una enseñanza que no debe olvidarse pues se ha preparado para la humanidad. Se ha hecho a su medida, para que comprenda y aprehenda que «lo esencial es invisible a los ojos». Que «no se ve bien sino con el corazón». Pero a veces el corazón está demasiado ciego y afligido. Le cuesta dar con la brújula que marque el camino o el sentido de todo. El sentido de lo que quiere, de lo que desea, de lo que sueña… A veces incluso se le otorga al corazón una razón que no debiera tener porque no es su labor tenerla. El corazón no está para eso, no está para pensar. La suya es otra tarea que va más allá. Que requiere sentimiento, emoción, vibración. Que requiere ausencia de palabras pronunciadas por el habla. En su lugar, debieran oírse sólo las expresadas a través de los sentidos pues estos nunca mienten ni fallan. Fíate del corazón que sepa hablar como es debido. Carente de mentira y palabrería vana. El corazón noble, honesto, habla por sí sólo sin necesidad de alarde u ostentación. Habla por acción. Habla por gesto, por expresión, que es al final lenguaje universal, identificado por todos. Éste es el corazón que se debería reconocer y salir a buscar en el desierto, en la mar, en la montaña. Éste es el tipo de corazón que Saint-Exupéry encontró en el beduino de Libia que le rescató. Un camarada sin rostro propio que poseía las facciones de todos. Un hermano noble que identificó como amigo suyo, amigo de todos. Mensajero de conciencia, de progreso y crecimiento que corresponde exclusivamente al patrimonio espiritual del hombre y de la mujer. Un hombre libre, otro más, errante y fiel a la travesía inestable y variable, que en el mutismo y la oscuridad encuentra el resplandor que le hace continuar. Una llama que prende y crea, y moldea al hombre y a la mujer que en verdad se es. ¿Es posible que el sabio beduino fuese el zorro del principito? ¿O que fuese él mismo el principito? Sólo Saint-Exupéry tenía la respuesta. Y sin embargo, de desvelarse el enigma, se acabaría el misterio y, por ende, el juego.
Todas las obras de Antoine de Saint-Exupéry parecen haber sido creadas para ser narradas, leídas a viva voz. Y todas fueron construidas para culminar en la más pequeña y grande a la vez. La que más se recordaría, la que más se traduciría aunque él no gozase del éxito que le correspondía. Posiblemente, porque ya había hecho lo que debía: tender un puente entre el cielo y la tierra con su trabajo como piloto y escritor, y también entre generaciones, al desenterrar una parte de la naturaleza y una verdad universal. Había cumplido creando una historia que sería transmitida de padres a hijos por las noches, en busca de nuevas estrellas, de un tintineo que escondiera un secreto. «Sólo seremos felices cuando cobremos conciencia de nuestro papel, aunque nos corresponda el más oscuro. Sólo entonces podremos vivir en paz y morir en paz, porque quien da un sentido a la vida da un sentido a la muerte». Y en su caso, tanto el vuelo como la escritura dieron sentido a su vida y a su muerte. Pero…¿por su bien o por el de todos los demás?
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