Rocío Jurado, en el apogeo de su belleza, cantaba Ese hombre con pasión en la voz y un gesto estatuario: «Es un gran necio, / un estúpido engreído, / egoísta y caprichoso, / un payaso vanidoso, / inconsciente y presumido, / falso, enano, rencoroso, / que no tiene corazón». El autor de la canción, el andaluz Manuel Alejandro, uno de los más grandes compositores y letristas, parece un poeta de la Generación del 27 por su capacidad para literaturizar lo cotidiano y musicalizar los sentimientos. No me extraña que su candidatura para el Princesa de Asturias de las Artes haya generado tantas adhesiones de tantos artistas. Se merece recibir el galardón en Oviedo al son de las gaitas.
Los años dorados de Hollywood coincidieron con el código Hays, una serie de estrictas reglas morales que debían aplicarse en las películas para no escandalizar a los espectadores. Esas normas, por ejemplo, tasaban los segundos que debían durar los besos, la vestimenta de las actrices y cómo había de mostrarse la delincuencia, si bien muchas veces el ingenio de los cineastas lograba burlar tan pacata normativa. En la actualidad, el código Hays se ha reseteado en lo políticamente correcto, y la caza de brujas de Hollywood es un juego de niños al lado de la persecución social y mediática de quien no comulga con el ideario considerado oficial.
Los premios Feroz (me gusta el nombre, como el lobo de Caperucita Roja) son los galardones a series y películas que entregan los periodistas y críticos audiovisuales españoles. En la última edición, celebrada en el Teatro Coliseum de Madrid, animó el cotarro una tipa pringada que hacía chistes sobre ETA destilando arrobas de zafiedad, exhibiendo el cutrerío intelectual propio de quienes, en lugar de leer las memorias de Groucho Marx, leen las puertas pintarrajeadas de los aseos públicos. Pero, afortunadamente, en el mundillo artístico hispano hay otra cosa: la elegancia de los Goya y la clase de Antonio Banderas.
He veraneado en Málaga la mitad de mi vida. Cuando llegaba julio, viajaba desde mi tórrida ciudad olivarera a las playas malagueñas, y aquello era entrar en el paraíso. Me enamoré de una capital a la que los años le sientan cada vez mejor, como a los buenos vinos, al cine clásico y a las mujeres de tronío. Málaga representa la vertiente universal de Andalucía al conciliar belleza monumental, un parque tecnológico de vanguardia, una mentalidad dinámica capaz de comerse el mundo y una increíble oferta museística. Y además, tiene el Teatro del Soho, el empeño personal de nuestro actor más internacional.
El malagueño Antonio Banderas, que de joven se marchó a Madrid con una mano delante y otra detrás, triunfó en el cine de los ochenta tocando todos los palos, como los grandes cantaores. Bordaba los papeles cómicos y dramáticos en unas interpretaciones que aunaban lo rompedor con la tradición escénica. Alcanzó el éxito nacional y quiso hacer las Américas. Como les sucede a los genios conscientes de serlo, hizo su hatillo y se largó a Hollywood sin hacer caso a los pepitos grillos que les deslizaban al oído a los generales romanos una frase cautelosa: «Recuerda que eres un hombre». Los artistas de raza saben que el secreto está en la artesanía del oficio y en el trabajo duro, y él se hizo un hueco en la Meca del Séptimo Arte, trabajó con las estrellas hasta convertirse en una de ellas e incluso fue yerno de una de las rubias más glamurosas de la pantalla: Tippi Hedren. Dios mío, pocas veces he visto más talento y sensualidad que los de ella protagonizando Marnie, de Hitchcock.
El actor regresó a España, interpretó papeles con inconmensurable maestría basados en la contención emocional y gestual, en la asunción del mejor cine europeo y americano. Pero, lejos de contentarse coronado de laureles, quiso pagarle a Málaga con la moneda del agradecimiento y se embarcó en la restauración de un antiguo cine y teatro para convertirlo en su obra vital y profesional más ambiciosa: el teatro del Soho, donde se ha celebrado la última gala de los Goya. La más brillante de la historia porque en lugar de discursear sobre política se dedicó a homenajear al cine, y también porque aunó Broadway con Andalucía. Fue un espectáculo de más quilates que cualquier ceremonia de los Oscar de los últimos años. Y todo se debe a un tío made in Spain.
El malagueño, vestido con negra elegancia de galán, hilaba breves y emocionantes discursos en un escenario donde se sucedían vistosos efectos especiales que iban de unas pantallas a lo Blade Runner a las calles lluviosas de Desayuno con diamantes. Una orquesta ponía la banda sonora, se cantó «La violetera» con un toque de modernidad para recordar a Chaplin y a Sara Montiel, se tributó un genial homenaje a Berlanga en una actuación humorística en blanco y negro que devolvió el pasado al presente, y una magnética coreografía con abanicos rojos sirvió como pórtico al Goya de Honor para una Ángela Molina arrebatadora, cautivadora y de guapura atemporal. Esos Goya representaron lo mejor que hemos sido y somos.
Diana Navarro —qué arte, hija— cantó las «Coplas de las divisas» de Bienvenido Mister Marshall, cuyo memorable final es: «Americanos, os recibimos con alegría. Olé mi madre, olé mi suegra y olé mi tía». Así que olé, querido Antonio.
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