Pensamiento y sentimiento han vertebrado la poesía de Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1953), salpicada por su amor por la naturaleza, el misticismo, Oriente, el Mediterráneo, lo sagrado o la mujer como símbolo creador. Ahora la suma de todo está encerrada en su libro En los prados sembrados de ojos.
Un poemario de madurez, que es todo un tratado sobre el ser humano, una reflexión humanista sobre el conocimiento trascendente del sentido de infinitud.
En los prados sembrados de ojos (Siruela) aparece en un momento de incertidumbre social, en medio de una crisis generada por la pandemia. Tiempos en los que la gente necesita agarrarse o anclarse a algo, en opinión de Colinas, Premio Nacional de Literatura o Reina Sofía de Poesía, entre otros muchos galardones.
«La poesía tiene mucha razón de ser y cuando no nos sirven el resto de los mensajes y la situación, como la de ahora, todavía es bastante alucinante, aparece la poesía: la visión trascendida de la realidad, pero a la vez realísima», explica a Efe.
«A mí me ayudó mucho en ese primer encierro el viaje que acababa de hacer a Roma para recoger el Premio Dante Alighieri, que por vez primera se le concedía a un escritor español. También en esas semanas corregí las pruebas de imprenta de este libro y llegué incluso a poder introducir en ellas un nuevo poema titulado «Un ruego en tiempos de pandemia», subraya.
En los prados sembrados de ojos se divide en seis partes, que «podían haber sido el germen de seis libros, pues se trata en ellos mundos muy distintos», argumenta el autor.
La mujer está muy presente, pero también la naturaleza, la muerte, el amor, lo sagrado…todo está encerrado en este último libro del autor de Sepulcro en Tarquinia.
«En efecto —dice— la mujer vuelve a ser un símbolo poderoso en este libro. La mujer de significación polifónica: la mujer es la amada, pero también la madre, la amiga, la mística, la misteriosa por su sentido perturbador, la que remite a lo telúrico y que casi siempre aparece unida a la naturaleza».
También la muerte como «límite o frontera, como espacio que precede a la sensación de infinitud también está muy presente», añade el poeta.
Además de esas seis partes en las que se divide el libro, en estas páginas se aprecian tres símbolos claros: Extremo Oriente, el Mediterráneo y las raíces leonesas del poeta y traductor, con las piedras, el frío y el fuego.
«Todo remite a los tres espacios, a las tres culturas que contienen mi obra —sostiene—, que me han influido mucho y que he procurado universalizar: el territorio de infancia y adolescencia en tierras de leonesas, el mundo mediterráneo, donde viví, veintiún años en Ibiza y tres en Italia, y la cultura de Extremo Oriente, con los poemas escritos en la India, en un monasterio de Corea del Sur y las dos semblanzas chinas del poeta Li Po, o Li Bai».
Santa Teresa, Góngora, San Juan de la Cruz, Azorín o Cervantes, con el que el autor cierra el libro, se pasean por estas páginas.
«El de Cervantes es uno de los tres extensos poemas finales —explica—. En él he tenido la osadía de hacer hablar a Cervantes en el momento de su muerte, unos días después de haber puesto un emotivo prólogo a su Persiles».
«Este poema me lo pidieron para una ocasión muy emotiva, la clausura del año cervantino en el Palacio Real. Concha Velasco me hizo la presentación y yo leí el poema. Igualmente emotivo para mí es el poema sobre Azorín, que es la crónica de lo que me sucedió en la madrugada de su funeral«, recalca.
«Yo no podía dormir —recuerda— y me dirigí a través de un Madrid vacío hasta su casa, que estaba abierta. Allí solo encontré a aquellas horas a un sobrino suyo, que me recibió y me llevó hasta la habitación donde estaba el féretro del escritor. Se fue enseguida y me dejó solo frente a él».
El libro pone fin con el «Poema de la eterna dualidad», esa contradicción entre la búsqueda del silencio y la palabra, «para poner orden en el mundo», una idea que ha girado sobre la obra del poeta.
«Es un poema extremadamente importante para mí. He de confesar modestamente que creo que ya no podré ir con la meditación más lejos que lo he hecho en ese poema. Sin embargo, en él también hay una gran carga emocional, de tal manera que esa fusión entre el sentir y el pensar —que yo considero que se da en el poema esencial o ideal—, creo haberlo conseguido aquí».
«Vuelvo a recordar ese instante, ese deseo de que se detenga el tiempo y de que gocemos del «‘instante de oro». No se puede ir más allá para el que vive», concluye el poeta.
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