Cuando Antonio Lucas (Madrid, 1975) se embarcó hacia el Gran Sol en un barco arrastrero, los que le queremos nos preocupamos. No está hecha la mar, pensaba yo, para poetas, periodistas y, menos, para Antonio. Pero de allá trajo una serie de crónicas periodísticas para El Mundo y, sobre todo, un libro hermoso: Buena mar (Alfaguara). Un Antonio Lucas ficcionado cuenta su travesía interior y exterior sin preocuparse de distinguirlas: todo se engarza, todo casa, gracias a la Humanidad —mayúscula— de quien —Antonio— sabe mirar.
—Así es: un libro de cruce de caminos. He arrancado muy tarde en la narrativa: tengo cuarenta y cinco años, con lo cual hay un poso de vida y de lecturas detrás, aunque no sé si a veces es una mochila buena o es una mochila demasiado pesada. Uno escribe con menos ingenuidad a los cuarenta y pico que a los veinte, pero entonces no habría sabido vivir del todo lo que da paso a Buena mar, no porque sea una novela de complejidad estructural, sino porque hay en ella una experiencia y una emoción y una calentura de vida que yo no tenía antes.
La vida va concretando intereses y, a la vez, suma desengaños, descarta aspiraciones y celebra novedades que no esperaba y se instalan en ella. A mí, al menos, me sucede algo de todo esto. Han quedado por el camino muchas cosas prescindibles. Por eso lo que hay en este libro es un tipo que muda de piel en los veintitantos días que pasa embarcado en uno de los barcos pesqueros que faenan en las aguas de Gran Sol, un territorio inclemente y desaforado del Atlántico Norte, compartiendo la existencia con gente de biografía insólita —y algunos destartalada— pero de una autenticidad espléndida. De esa aventura que yo también viví está impregnada esta novela, aunque no sea exactamente yo quien narra en Buena mar. No soy yo, pero es mucho de lo que soy. El narrador da vueltas alrededor de asuntos que a mí también me interesan, me obsesionan, me dañan o me entusiasman: el periodismo, la poesía, la amistad, el amor… Todo está concentrado en ese sujeto que cuenta y, de algún modo, se revuelve dentro de ese barco.
—Hay un personaje central: el mar. ¿Qué era el mar para usted y qué es el mar para usted ahora, después de esta experiencia?
—Hasta ahora sólo conocía el mar que llega a la orilla, más o menos como casi todos. También por alguna corta travesía en barco, siempre lúdica. Es en Gran Sol donde descubro el mar desde ese lugar sin lugar de estar en el centro de algo que no reconoces y no sabes descifrar. La del Atlántico Norte es una de las experiencias más agresivas que he vivido. Me refiero a la sola presencia del océano, su respiración. No los temporales que también sucedieron en aquellos días, sino el agua como única y última visión de cada hora, de cada día, de cada semana. Eso tiene mucho de corrosivo y pocas veces ofrece placidez. El mar despliega una especie de violencia psíquica. El mar de Gran Sol no acepta bien su reducción a poema y desprecia la poesía de adorno: la aplasta, la deshace, la mata. Sus urgencias y sus verdades son otras. Cualquier romanticismo, cualquier ramalazo sentimental queda desactivado al instante. Si no te enteras de eso después de un par de días de faena allí es que eres un proyecto de náufrago o un ejemplo de idiota. Ese mar de allá exige del hombre que lo surca una templanza, una responsabilidad y un respeto como pocas cosas en la vida. Tampoco acepta héroes. Cuando alguien dice «aquellos marineros son héroes» está equivocado. Ellos desconfían del héroe, como debe ser, porque no sirven de nada. Está comprobado en miles de años de navegación.
—Además del mar los personajes con los que convive son marineros. Esa idea del mar como algo agresivo, como algo absolutamente incontrolable ellos la tienen, digamos, en constante fondo. ¿Cómo es posible habituarse a ese mar que usted acaba de describir?
—La costumbre es lo que tantas veces permite soportar algunas situaciones infames. No la claudicación, sino la costumbre. Hay también, como sucede con tantas cosas, una especie de gusto adquirido. No salen a buscar aventuras, sino pescado. Es su manera de ganarse la vida y son conscientes de que su existencia también es algo de aquello que el mar les perdona. Van a arrancarle cosas al mar. Y muchas veces en condiciones penosas. No tienen otra alternativa. Quizá algún día la tuvieron, pero optaron por el mar y la mayoría ya no sabe ni quiere escapar. Con el tiempo también han perdido algunos códigos de tierra, han traspapelado maneras de vivir. Y su moral también es distinta a la nuestra. Conviene tener en cuenta que es gente acostumbrada a vivir sobre el agua, a pasar alrededor de 300 días embarcados al año. Resuelven la existencia donde el equilibrio es más difícil.
—En su libro se repite una y otra vez la idea del espejo. El protagonista se ve en diversos espejos durante toda la narración: en algunos está verde, a punto de vomitar, en otros se ve de otras formas… Incluso hay espejos de ficción, omnipotentes y omniscientes, en los que usted describe cómo se encuentra sentimentalmente su personaje central. Me gustaría recalcar, para los lectores y lectoras, la diferencia entre este espejo de Buena mar con el espejo con el que aparecía en las crónicas periodísticas que publicó en El Mundo sobre su viaje a Gran Sol. ¿De dónde sale esa afortunadísima idea de escribir en dos espejos: uno ficcionado aquí y otro, el previo, periodístico?
—Está bien captada la combinación de los espejos, sí. En aquellas crónicas de periódico intenté que el lector que no conoce Gran Sol supiese qué es, a qué huele, cómo suena, quién lo habita, qué sucede en esos barcos solitarios que faenan por allá. Ese espejo era en verdad el cristal de aumento de un periodista que era testigo de aquello, un hombre ligeramente invisible, observando a otros hombres de contorno más claro, hechos de aventuras espléndidas para contarlas.
En Buena mar, sin embargo, ese espejo es de aumento y tiene debajo de la lupa a un tipo que dentro de ese barco intenta explicarse cómo ha llegado hasta ahí (no exactamente a Gran Sol), sino a esa vida inane por la que se mueve sin esperanza ni convencimiento. Y desde la distancia que le da concede el viaje al caladero, experimenta algo que se parece mucho a la ficción, a la fantasía, al delirio, al abatimiento. Es su vida a lo lejos, desintegrándose, mudando la piel. En ese espejo el que se refleja es un sujeto, periodista de oficio, que después de la aventura de una marea en Gran Sol no soporta la idea de volver a lo que es. Son demasiadas las cosas de su vida que realmente no le gustan. Vive en una inercia controlada, que no es menos bestia que una explosión descontrolada. Lo único que tiene claro es a quién quiere y esa persona, cuando regrese, tampoco va a estar… En fin, la vida tal cual. Siente que ha llegado el momento de romper la vajilla. Todas y todos experimentamos algo así.
—El ojo de buey que ilustra la portada le permite mirar otras cosas: el bamboleo del mar, las rutinas del barco, la vida en tierra. ¿Cree que le ayudó esta novela a mirar a través del ojo de buey, cosa que implica mirar más detenidamente?
—Sí. ¿Sabes por qué? Porque en el barco no podía permitirme la trampa de mentirme. No había más que lo que tenía delante. La noche y el día. La noche y el día… Y en medio, aparentemente, poco más. Once marineros y yo. El viento, las nubes, la lluvia, las olas incesantes, las ganas de regresar, el temor de volver, la necesidad de no sé qué… El silencio. O, mejor, el estar callado tanto tiempo… Por eso el narrador, cuando pasan los días en el barco, rechaza disfrazarse de lo que no es y se muestra sin ocultar costuras. Es un tipo desconcertado, alguien que por fuera no tiene motivos para la avería pero fuera de su hábitat es una avería entera. No esconde el desconcierto, el asco, la tentación de lanzarse por la borda; es más, se recrea en el atractivo suicida que a veces activa el mar. Al mar le sucede, en este sentido, como a la altura: que invita a atreverse y, a la vez, mantiene intacta la capacidad de control para echar el paso atrás. El narrador, por cierto, se llama Mauro, que aún no lo habíamos dicho, un hombre muy en desacuerdo con lo que es.
—No hay ningún personaje o relación en el libro que no tenga una barrera: o no te entiendes a ti mismo o no entiendes al otro o el otro no te entiende. Es otro de los grandes valores de Buena mar. En las ficciones actuales, algunas contagiadas por la ideología de lo inmediato, todo se resuelve con un proceso de superación personal. En su libro no existe ese proceso de superación: por eso suena más como la vida.
—Quizá. Es verdad que en Buena mar no hay personaje sin avería (mayor o menor), sin su razón de amor o de daños, sin zarandear. Pero la impureza es la norma. Estamos hechos de accidentes, de gozos, de desengaños. O de ingredientes mucho peores, cada vez peores. Las emociones nobles también pueden ser tramposas. La épica, la bondad, la lealtad… depende de quién las maneje son una trampa. La amistad, que tanto necesito, se asienta también en la impureza. El barco donde sucede la aventura del narrador de Buena mar no es distinto a la realidad, aunque sí concede una cuota de libertad para manifestarse desde la avería que uno es.
—Hay escenas tremendas, como la camaradería dura, de sopetón, durante el oleaje o, en el otro lado, un episodio de violencia extrema contra una mujer. Usted le «cede» estas escenas al lector y el lector interpreta moralmente lo que considere. A lo que voy: este libro tiene un extremo respeto por el lector, en el sentido en el que no califica moralmente a nadie.
—Hay un intento de no dar sermón de nada. El que es un hijo de puta está en la misma posición que el tipo noble. En un barco de los que faenan en Gran Sol es un fragmento de vida en tierra, solo que allí está todo más concentrado, y es más inclemente, y más extremo. Un barco en alta mar es un espacio lo suficientemente ajeno a la vida como para que no nos importe. Pero pocos oficios legales tan necesarios y tan duros. No hay tiempo ni ganas de juzgar. Cada cual resuelve sus asuntos. Allí el objetivo está claro. Y todo lo demás, si no lo exige la supervivencia, es excedente. Ahora mismo hay hombres y alguna mujer (muy pocas) faenando en Gran Sol. Su propósito primero es volver a tierra. Sobrevivir. Y lo que haya que hacer para que así sea lo harán.
—En el libro hay tantas reflexiones encapsuladas en párrafos o frases brillantes que podríamos estar horas charlando. Vamos a una, como muestra para los lectores: «Cuando un hombre observa el mar amplía la nostalgia de sí mismo». Usted o su personaje a partir de usted ¿qué nostalgias, como el tango, sintieron en ese viaje?
—Está bien. ¿Sabes? Las nostalgias que yo sentí en aquellas semanas tenían que ver con cosas que no he hecho, que quise o quiero hacer. No tuve una enorme nostalgia de que lo iba a recuperar si salía vivo de aquello. Y en esto al narrador le sucede igual. Sus añoranzas, sus desafectos, sus frustraciones tienen que ver con lo inacabado, con lo incompleto, con lo por hacer. Esas son las nostalgias más desoladoras.
—Como creo que la literatura de autoayuda ayuda menos que la literatura a secas, ¿qué literatura le ayudó para afrontar ese viaje?
—Bastantes lecturas que recordé en aquellos días en que no pude sentarme a leer (no estaba yo para ponerme a disfrutar de historietas, con lo que tenía delante). Sólo me llevé un par de libros: una guía de la costa suroeste de Irlanda, donde se hablaba algo de Gran Sol; y Jack London. Al regresar, no sé bien por qué, volví a leer los ensayos de Montaigne porque ahí está casi todo lo que más me interesaba en aquellos días. Pienso también en cuánto me ayuda para tantas cosas (con Gran Sol y sin él) la poesía. Y el periodismo, que me enseña a mirar y a descartar. ¡Cuánta gente me ha ayudado a mí para saber llegar a las pocas cosas que me importan!
Interesante enttevista, pero el autor ignora un grandísimo referente sobre la misma experiencia, Gran Sol de Ignacio Aldecoa, que también se enrolo un mes con los pescadores vascos, cántabros y gallegos, y es un esplendido testimonio marinero de las duras condiciones de la pesca de altura en los años 50, un libro lleno de autenticidad.