El pasado 7 de enero falleció el escritor Antonio Martínez Menchén (Linares, 1930), significativo representante de la narrativa de calidad —canónica, así como infantil y juvenil— y del ensayo literario a lo largo las últimas cuatro décadas del siglo XX, y que no dejó de escribir, aunque más ocasionalmente, en el siglo XXI. Autor de una decena de libros de relatos —varios de ellos sabiamente urdidos para conseguir atmósfera novelesca— y de más de una docena de libros infantiles y juveniles, practicó también con sabiduría el ensayo literario, del que ha dejado numerosos textos.
El cuento literario en lengua española conoció un esplendor inusitado en el último tercio del siglo XX, gracias a la difusión internacional de algunos escritores hispanoamericanos, como Jorge Luis Borges o Julio Cortázar. La valoración que alcanzaron estos y otros maestros oscureció la existencia de excelentes escritores de cuentos que realizaban su obra en España. Incluso se podía pensar que nosotros apenas contábamos con una tradición apreciable del género. Sin embargo, hay que recordar que la familiaridad con el cuento escrito es aquí muy antigua. La primera gran recopilación la lleva a cabo el rey Alfonso X “El Sabio” en 1251, hace cerca de ochocientos años, traduciendo al castellano Calila y Dimna, y citar las colecciones de cuentos que conoce la España medieval sería demasiado prolijo, pero sí debo recordar El libro de Patronio y el Conde Lucanor, del infante toledano don Juan Manuel, publicado en 1340, pues Antonio Martínez Menchén, con el título Viejos relatos que no son tan viejos, redactó un prólogo extenso y profundo para una edición de El libro de Patronio… que se publicó en 1978.
En mi intento de encuadrar la obra cuentística de Antonio Martínez Menchén en una vigorosa tradición del género, no puedo recordar a todos los escritores de cuentos que lo antecedieron en la segunda mitad del siglo XX, y que muestran la vitalidad del cuento dentro de España, a pesar de la censura y el ambiente de represión política del franquismo. Citaré por lo menos a Gonzalo Torrente Ballester, Camilo José Cela, Juan Eduardo Zúñiga, Alonso Zamora Vicente, Vicente Soto y Miguel Delibes, entre las primeras promociones de posguerra. También debo recordar a sus inmediatos sucesores, entre los que destaca el llamado “grupo de los años cincuenta” o “del medio siglo”, cuyos representantes especialmente significativos serían Ignacio Aldecoa, Medardo Fraile, Carmen Martín Gaite y Jesús Fernández Santos. Sin embargo, en la misma época hay otros cuentistas importantes de similar generación, que no suelen ser incluidos en el “grupo de los 50” por la crítica, con matices en su diferente perspectiva estética, como Carmen Laforet, Ramiro Pinilla, Antonio Pereira, Ana María Matute, Juan Benet…
Como señalé, Martínez Menchén nace en 1930, cercano pues a los más jóvenes representantes de aquella generación, y ofrece una obra muy personal, que comenzó con Cinco variaciones (1963). En la revista Triunfo, muy importante en aquellos tiempos, el profesor y ensayista Ricardo Domenech celebró la aparición de este libro anunciando al “narrador a la vista” que era su autor —en homenaje al “poeta a la vista” de Ortega ante los primeros poemas de Miguel Hernández— y celebró con un “aplauso sin reservas” aquel primer libro de Antonio Martínez Menchén y su renovado y certero tratamiento de… “la enajenación, la frustración y la soledad”. También el crítico Gonzalo Sobejano hizo resaltar, en su análisis del libro, su naturaleza de “modulaciones de la soledad como aislamiento entre la multitud”.
Creo que un libro muy interesante para tener una idea certera de la obra de Martínez Menchén es la antología Espejos de soledad, que publicó Menoscuarto en el año 2010 y que yo prologué. En ella se reúnen veinte cuentos —ocho de ellos de extensión muy breve— provenientes de sus libros Las tapias (1968), Inquisidores (1977), Una infancia perdida (1992) y 25 instantáneas y cinco escenas infantiles (2004). La estructura del libro, tanto en sus diferentes apartados como en las denominaciones de los mismos, ha buscado referencias que ofrezcan diversas muestras de la perspectiva creativa del autor, pero la variedad de facetas y de enfoques está presidida por una mirada unitaria, que le da al conjunto una coherencia sustantiva.
Los tres cuentos reunidos en el primer apartado, “Soledad”, se caracterizan, precisamente, por tener como protagonistas a personajes abismados en el aislamiento psicológico, al que acompaña también una fuerte carencia de compañía sentimental y moral. En el segundo apartado, “Enajenación”, en el proceso de introspección en las conductas se introducen otros elementos: un extraño lirismo; un deambular físico y mental, en escenarios de mucha fuerza expresiva, a través de cierta desolación alcohólica, o un flujo de conciencia construido desde el humor esperpéntico. El tercer apartado, “Niños de posguerra”, presenta situaciones en que la infancia enmarca su desamparo en una época concreta, donde un sistema educativo feroz pretende modelar las mentes en el autoritarismo, la brutal competencia y la insolidaridad. En el cuarto apartado, “Fantasías literarias”, los aspectos de extrañeza que están presentes en los cuentos del conjunto cobran una relevancia singular: un tenebroso proceso de identificación en “otro”; la mirada de un perseguidor de historias… Por último, en el quinto apartado, “Instantáneas”, se presentan ocho cuentos muy breves, que describen un abanico de sentimientos, de la vergüenza al absurdo, pasando por reencuentros nada complacientes con la memoria y con el pasado, en escenarios de confrontación muy diversos, que no excluyen el campo de batalla.
En 1994, con ocasión de publicarse un librito de Martínez Menchén, Expediente de crisis, dentro de una colección que se titulaba “Cuentos magistrales”, tuve también ocasión de escribir un breve prólogo. Recordé entonces esas “modulaciones de la soledad” a que aludí al hablar de Gonzalo Sobejano y su juicio de Cinco variaciones, y quiero profundizar en el concepto, pues ciertamente, a lo largo de los años y de los libros, desde perspectivas muy diferentes, acaso el gran tema de Martínez Menchén haya sido el de la soledad, una soledad en un mundo sin sentido, organizado desde la hostilidad y el desamparo, que directa o indirectamente siempre es señalado o denunciado por el autor.
Lo que debe sorprender al lector, en la antología a la que me refiero —que abarca casi cuarenta años de escritura de cuentos—, dentro de la destreza para ofrecer variados registros, es la coherencia. Todos los cuentos de esa antología, unidos por un referente expresivo que los relaciona y que nunca se pierde, hablan de la soledad humana. Y a la perspectiva existencialista individual —en la que Antonio Martínez Menchén fue uno de los decididos pioneros entre nuestros autores de cuentos— se une el referente colectivo, enriqueciendo los panoramas y dando mayor consistencia a las conductas y pensamientos de los personajes.
Otro de los aspectos que da a los cuentos su fuerza y su sentido, es la excelente composición de las atmósferas, conseguidas mediante el tono y el ritmo de las palabras, sin trucos ni artificios retóricos. Atmósferas siempre empapadas de emoción, suscitada también gracias al modo de ir narrando, y desarrollando, en muchas ocasiones a modo de misteriosa, susurrada confesión, la trama que se nos plantea. Las reflexiones, los sentimientos, el fluir de las conciencias, nunca pierden una fuerte vibración emotiva que nos acerca de modo muy intenso a los diferentes personajes. Emotividad que se desprende de un estilo como he dicho escueto, conciso, alejado de cualquier facilidad o concesión.
Al talento se une, en la obra de Antonio Martínez Menchén, una sólida cultura literaria, y leyendo Espejos de soledad podemos disfrutar de una preciosa selección de obras de un gran cuentista, fraguadas en la propia capacidad creativa y en la imaginación personal, pero también herederas de una tradición múltiple que, además de incorporar lo mejor de nuestra cultura literaria, ha sabido impregnarse sutilmente de otras.
La lamentable ocasión de su muerte es, sin embargo, un momento especial para, leyéndola, hacerlo resucitar en su obra.
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