Antonio Prieto era una persona muy afable, o lo fue conmigo. A mí me atrajo desde el principio más como escritor que como profesor. Yo creo que fue el primer escritor que conocí de cerca, y eso me impactó mucho, fue muy importante para mí. Sin embargo con el tiempo, y a veces retrospectivamente, lo he valorado mucho, muchísimo, como profesor. En gran medida gracias a sus libros de crítica. Leyendo lo que escribió sobre literatura he recordado sus clases, lo que decía, he profundizado en ellas y en él mismo, comprendiendo todo ello mucho mejor. He disfrutado mucho más de Antonio Prieto, de su obra y de su pensamiento literario.
Hay que leer libros suyos, como Ensayo semiológico de sistemas literarios o Coherencia y relevancia textual, para penetrar en ese pensamiento y sobre todo en ese amor tan grande que sentía por la literatura, un amor que contagiaba fuertemente, y si no lo contagiaba —porque muchos de sus alumnos ya lo sentíamos— lo avivaba o lo consolidaba. Desde luego lo transmitía, y en mi opinión era un acicate permanente para seguir leyendo, escribiendo, enseñando.
Lo conocí en cuarto de carrera; me dio clase en cuarto por primera vez. Recuerdo entrar en un aula pequeña —que hizo que muy pronto nos la cambiaran por una grande, “aunque me abran un expediente”, bromeaba, “¿vosotros sabéis lo que es un expediente?”—, abrir la puerta y encontrármelo hablando, sonriendo, presentándose a sí mismo y a su asignatura. Ya era mayor, pero estaba en forma. Esos últimos años escribió muchos libros: Libro de Boscán y Garcilaso, Reliquias de la llama, La sombra de Horacio…
Yo no pude imaginar entonces que iba a ser tan importante para mí.
Otro día, de ese curso también, hacia el principio, le pregunté mientras preparaba su clase en una mesa del pasillo, la mesa de los ordenanzas, “cómo funcionaba el premio Planeta”. Y cuando empezó la clase les comentó a mis compañeros: “Un compañero vuestro me ha preguntado por el premio Planeta, por cómo se seleccionan las obras… y voy a explicarlo”.
Yo le había preguntado por cómo funcionaba el premio Planeta, una pregunta que ahora me parece muy directa, demasiado, y muy audaz. Entonces tenía 21 años.
Recuerdo otro día, también del principio de ese curso —debía de ser otoño— que la profesora Nieves Algaba, que lo sustituyó en clase de Poesía Renacentista, nos habló de él como novelista, como escritor, y nos comentó algunos detalles de El embajador, una de sus novelas más celebradas, sobre el poeta Diego Hurtado de Mendoza, que me llamaron la atención. Entonces compré ese libro, lo leí y en la clase siguiente le pedí que me lo firmara: “Para Eduardo, mi buen amigo de clases renacentistas, con un fuerte abrazo”, me escribió.
Los comentarios de Nieves Algaba en aquella clase sobre El embajador fueron muy importantes. Para mí fue la presentación del Antonio Prieto escritor, de un escritor, en mi opinión, sumamente interesante, un escritor que ya me acompañaría siempre.
Había ganado el premio Planeta en su juventud, con apenas 25 años, y tenía por ello una vitola especial entre los estudiantes, y yo diría que en la Facultad en general. Todavía algunos compañeros míos comentaban ese premio, al igual que buscaban sus libros por las librerías de viejo y los traían a clase. Así, comprándoselos a mis compañeros, adquirí Carta sin tiempo y Secretum. Secretum tardé muchos años en disfrutarla plenamente y en comprenderla, pero ya recuerdo que entonces Nieves Algaba decía que era la novela de Prieto que más le gustaba. Es posible que sea la mejor, aunque también me gustan mucho otras, como Encuentro con Ilitia, Isla Blanca, Una y todas las guerras o Cartas a un viejo amigo difunto, entre otras que están saliendo en este texto.
Pero Secretum, muy celebrada los críticos cuando apareció, me parece una maravillosa novela, muy honda, muy bien escrita, muy original.
En Cartas a un amigo difunto puedo decir que salgo citado, como un pequeño personaje de una sola aparición. Antonio Prieto me dijo que quería tener un detalle conmigo, lo que le agradezco muchísimo. En el cine esto se llama “cameo”, si no me equivoco:
“En otras circunstancias venían a visitarme grupos de exalumnos, ya profesores, con los que comenzaba a animarme desde el momento mismo de escuchar sus nombres: José Ignacio Díez, que había realizado una excelente edición de Hurtado de Mendoza; Isabel Colón, atenta al desencuentro de Cipriano de Valera con los papas; Paloma Fanconi, lectora entusiasta del epistolario de don Juan Valera; Merche López, que me traía recuerdos de Siena y del poeta Francisco Figueroa; Eduardo Martínez Rico, con su fidelidad académica…” (p. 227).
Me acuerdo de que cuando leí la novela le dije que era, entre las suyas, de las que más me habían gustado, y él me contestó, con la sabiduría de los muchos libros leídos y escritos, que en eso habría influido el que me había citado en el propio libro.
En la dedicatoria había escrito de su mano: “Para Eduardo Martínez Rico, estas Cartas a un viejo amigo difunto, por las que espero que algo recuerde nuestros años de Facultad, con un fuerte abrazo. Antonio Prieto”.
Tras El embajador el siguiente libro que leí fue Isla Blanca, novela publicada en septiembre de 1997, que me encantó y que todavía es uno de sus libros que más me gustan. Siempre recuerdo que fue la novela que apareció cuando empezó a darme clase y la recuerdo muy bien en el cristal de la librería de la Facultad, en Visor Libros, regentado por Tomás, expuesta en el escaparate. También recuerdo algún tiempo atrás, en ese mismo escaparate, El ciego de Quíos, que compré un poco más adelante y leí en tiempos de exámenes, en junio. En una de las primeras páginas de ese libro escribí la siguiente anotación:
Esta novela la compré ayer justo antes de hacer un examen de Gramática Española. El examen me salió de forma desastrosa, pero el libro de Antonio Prieto, mi profesor, logró salvar el día de ayer y muchos de los que le seguirán. Como siempre en él, hay una reflexión sobre la literatura, y el personaje principal es el tiempo, al que derrota la obra escrita. En ese perpetuarse de la palabra en unos signos me inscribo ahora yo también, prolongando el diálogo entre vivos y muertos vivos que es la literatura.
Martes, 2 de junio, 1998.
En una entrevista que le hice, una de las últimas que le hicieron a Antonio, me dijo que El ciego de Quíos era su libro favorito.
Isla Blanca, por su parte, me parece una novela preciosa, maravillosamente escrita. Me acuerdo de que un día, comentándola con Álvaro Alonso, también profesor mío, muy admirado, le dije lo buena que me parecía esta novela, y él me dijo que en su opinión era tan buena por toda la experiencia y práctica que tenía detrás Antonio como escritor. No he olvidado ese breve diálogo en el pasillo del Departamento de Literatura Española, en la octava planta del Edificio B de Filología.
Antonio Prieto era, en mi sentir, un hombre bueno, muy bueno, entregado a la literatura, de muchas maneras, quizá de todas las que él conoció, o las que se le presentaron, todas las que le “llamaron”, gran vocacional, gran escritor, gran profesor.
A lo largo de los años le hice muchas visitas en Planeta; lo entrevisté bastantes veces —yo diría que más bien muchas—; leí buena parte de sus libros, disfrutándolos mucho, aprendiendo mucho; me doctoré con una tesis sobre Francisco Umbral teniéndolo a él como presidente de tribunal. Además, siempre cuento que él fue clave para que yo eligiera ese tema de tesis, porque me ayudó a elegirlo y para mí lo más difícil de la tesis fue encontrar el tema y el director. Finalmente él también me ayudó a encontrar director, mi querido J. Ignacio Díez, otro maestro. Mucha vida, muchos recuerdos, mucha literatura.
Pasaron los años, pasaron los libros… Pero los libros permanecen, la literatura permanece, como tanto insistió en ello Antonio Prieto. La pandemia frenó muchas cosas, detuvo mucha vida. En 2020, cuando parecía que en España empezó a disminuir su gravedad, yo pude ir a casa de Antonio Prieto para entrevistarlo para la revista Zenda. Con el tiempo también pude escribir sobre su biblioteca, “La biblioteca legendaria. El profesor y escritor que era legendario para mí, Antonio Prieto, tenía una biblioteca legendaria, una biblioteca que compartía con su mujer, la también catedrática de Literatura Española Pilar Palomo. Como escribí en una de esas entrevistas, eran un “matrimonio de sabios”.
Yo no podía imaginar que iba a compartir con Antonio Prieto algunos de sus últimos momentos, sus últimos meses. Me acuerdo que un día me dijo que hiciera fotos a sus libros antiguos, esas joyas bibliófilas que eran míticas en la Facultad en la que yo estudié, la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid. Hice aquella tarde más de cien fotos a aquellos libros deliciosos. Estuve trabajando en ello, con el propio Prieto, alrededor de tres horas.
Él me iba diciendo qué libros fotografiar.
Acabé exhausto.
—Te cansas —me dijo, como decepcionado.
—Antonio, llevamos tres horas trabajando.
Me acuerdo de que cuando llegué a casa le dije a mi madre que “a Antonio Prieto le gustaban los libros más que a mí”, algo completamente desconocido y fuera de lo común.
—Para que te acuerdes de mí —me decía él mientras hacíamos las fotos.
Y efectivamente, me acuerdo de él, me acuerdo mucho. Miro esas fotos en el ordenador, una detrás de otra, y disfruto mucho de aquellos libros, y recuerdo a mi querido profesor, a mi admirado escritor. Después de aquel tiempo que pasé con él también lo siento, también lo recuerdo, como un amigo, como un viejo amigo.
Como le dije hace poco a su viuda, Pilar Palomo, creo que el gran tema de la obra de Antonio Prieto es la permanencia de la literatura, su capacidad para conceder la inmortalidad, yo diría que a los propios textos y a los autores que lo escriben. El capítulo de “La fusión mítica”, que mucho tiene que ver con esto, del Ensayo semiológico de sistemas literarios, se puede leer muchas veces, con gran disfrute y aprovechamiento. Creo que él sabía que ese artículo o ensayo era muy importante en su obra; recuerdo bien cuando un día en su despacho de Planeta me animó a que lo leyera. Ha sido muy celebrado, justamente celebrado.
-—¿Tienes el Ensayo semiológico de sistemas literarios?
—Sí.
—Lee “La fusión mítica”.
Considero que el propio Antonio Prieto, por la propia obra que desarrolló, obra de gran calidad y trascendencia, con títulos antológicos en mi humilde opinión —algunos los he citado en este texto—, ya forma parte de nuestros mejores escritores. Su obra permanece, y él, en tanto autor, permanecerá. Permanecerá, además, en el recuerdo y en el corazón de muchos alumnos. Permanecerá, también, en todos esos libros que publicó, o animó a publicar, desde la Editorial Planeta.
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*Basándome en este texto realicé mi intervención oral en el Seminario en homenaje al profesor Antonio Prieto, que tuvo lugar en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid el día 20 de abril de 2023.
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