Traza Antonio Soler (Málaga, 1956) en El día del lobo (Espasa) la historia del éxodo de Málaga de febrero de 1937, la carretera de Almería, el Guernica andaluz, la mal llamada Desbandá, un término que no usa en ninguna parte del libro. Se trata de su novela más personal, porque rememora a su familia, un tema siempre presente en toda su obra y que aquí se manifiesta de una manera rotunda, con emoción. Un homenaje. Y la conexión íntima con su memoria. Se la dedica a Maica Terés Soler, su sobrina, la luminosa hija de su hermana Mari Carmen.
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—¿Pensaste en la conexión con estos dos libros cuando planeaste El día del lobo?
—Málaga, paraíso perdido es el sueño de la Málaga próspera, industrial antes de recibir la puntilla de las manos de Franco, pero a la hora de escribir esto no he pensado ni en ese libro ni en El nombre que ahora digo. El germen y el desarrollo del libro han sido completamente distintos. De hecho, el inicio de la novela viene de fuera, cuando estaba hablando con los editores de Espasa de la Guerra Civil y se quedaron un poco extrañados de que yo no hubiera escrito del asunto, y más cuando se enteraron de que tenía una información que venía por parte de mi familia.
—Te han preguntado ya muchas veces que cómo es posible que no hayas abordado antes este asunto.
—Es algo con lo que había convivido siempre: estás en medio del bosque y la proximidad no te deja verlo. Y con esa llamada, con esa pregunta, de por qué no se me había ocurrido nunca escribir de esto, fue como si saliera del bosque y lo viera enfrente. No se trataba de escribir una novela en sí, aunque al final a mí es lo que menos me importa, sino escribir la historia de mi familia. Y contando la historia de mi familia ya tenía los suficientes elementos narrativos, literarios, incluso novelescos, como para tener que añadirle nada más. Por tanto, el origen fue muy concreto: contar el éxodo de la carretera de Almería. Me parecía que empezar a contarlo en febrero del 37 quedaba un tanto sin cimientos, en el aire.
—Has escrito la novela de una forma muy rápida, incluyendo un gran número de fuentes documentales.
—El tiempo de escritura ha sido de cinco meses. Desde que empecé a escribir el libro, para explicar el contexto, me parecía un recurso, no sé si necesario, pero sí desde luego enriquecedor recurrir a historiadores, novelistas, testigos que hubieran escrito sobre lo que estaba contando. Y como no me importaba mucho que el libro tuviera una catalogación estricta de novela, o crónica familiar, narración de memoria o lo que fuera, he echado mano de todo. Sergio del Molino [en la presentación de El día del lobo junto a Fernando Arcas en el Museo Picasso Málaga] decía que por el pulso en el que estaba escrito el libro y los recursos que se empleaban era una novela. Lo es también porque la memoria al final es un territorio de la imaginación. Por eso se puede catalogar de novela. Pero ya te digo, a mí es lo que menos me preocupaba cuando estaba escribiendo.
—¿Cómo se puede definir lo que ocurrió en la carretera de Almería? Está claro que fue un éxodo y una matanza. ¿También fue un genocidio?
—Pues genocidio, ateniéndonos a los códigos y además que ahora se discuten tanto, no lo sé. Un éxodo, evidentemente, una población civil que abandona su casa. Salen hacia no se sabe dónde y son por lo mínimo decenas, muchas decenas de miles de personas, es un éxodo.
—¿Por qué no utilizas el término Desbandá, como es más conocido este suceso?
—El término Desbandá fue impuesto o desarrollado por los vencedores. No se usaba en mi familia y tampoco lo habían oído descendientes de personas que estuvieron en la carretera. Amigos historiadores también me desaconsejaban utilizarlo, porque me decían que no era un término que se había utilizado nunca. Hugh Thomas fue de los primeros que leí tratando este asunto. Cuando en 1961 publicó su historia de la Guerra Civil, se hablaba de éxodo, no de Desbandá, un término militar que se utiliza para un ejército que está en una huida desordenada, pero no es exactamente lo que pasó. La población civil iniciaba un éxodo. Además, Desbandá me parece que tiene una connotación no peyorativa, pero sí un poco cutre-folclórica y que le resta dramatismo a lo que ocurrió de verdad.
—Stanley Payne decía que la Guerra Civil fue una contienda de malos contra malos. En la novela huyes de comentar que el ejército republicano lo hiciera todo bien y que el nacional fuera todo malvado.
—Eso no significa querer ser equidistante ni mucho menos. Hay una cuestión de fondo muy grande. Que hubo desastres y crímenes horripilantes en los dos bandos es evidente: está contrastado y estudiado. Se puede leer en El holocausto español, de Paul Preston. Pero con todo, me parece que hay diferencias bastante considerables. Por un lado, el ejército sublevado, y así está documentado, tenía la directriz expresada por el general Mola de que había que sembrar el terror. Y así lo hacen, para ser muy creíbles y demostrar que iban muy en serio. El Gobierno de la República, que es el que se ve atacado en muchos puntos, da armas al pueblo, a milicianos, a gente desordenada, que no pertenecen a un ejército regular ni nada de esto, y se cometen desmanes y tropelías de todo tipo. La República intenta controlar eso y finalmente lo hace en 1937, ya con el Gobierno de Juan Negrín y con el ministro de Justicia, del PNV. Pero la diferencia me parece importante. Desde la cúpula de un lado se estimula el terror y desde la otra se intenta controlar. Eso no quiere decir que no hubiera terror en los dos sitios, que evidentemente lo hubo. Lo que decía de la República, que eran buenos, sería en un régimen absolutamente ideal, pues ahí también habría que preguntarse, en contra de lo que ahora se intenta reflejar, de qué republicanos estamos hablando. Porque la República era de todo menos un bloque homogéneo. El pacto de San Sebastián de 1930, que es el que programa lo que va a ser la República, tiene a gente como Alcalá Zamora, Maura, Azaña y al Partido Socialista. La República no era algo monolítico. Había gente de centro, izquierda y de una cierta derecha.
—¿Notas algún punto en común con la España actual?
—No. Yo creo que ahora estamos en un periodo de polarización, de enfrentamiento. La idea de que hay dos bloques me parece muy penosa y muy nociva, porque además me parece que, aparte de una pesadez, es estar oyendo todo el día el runrún. Me parece que no es sano políticamente intentar enfrentar a ciudadanos y pedirles que estén en un lado o en otro, sobre todo cuando hay muchos que no se sienten tan identificados a la hora de estar en un lado de la línea o en otro, sino que también hay una centralidad que pide otra cosa. Pero si comparamos la vida cotidiana de 1935 o 1936, de antes de la Guerra, con la de ahora las diferencias son muchísimo mayores que las similitudes; enormemente a favor de las diferencias. Había asesinatos, había violencia y la vida de la clase media era completamente diferente en una y otra época. Lo que ocurre también ahora es que se emplea a veces un lenguaje guerracivilista, que me parece bastante peligroso, pero la realidad no se corresponde normalmente con esos discursos.
Antonio Soler: «Nunca se acaba de aprender: cada novela es distinta»
—¿Se debería desterrar el término “bandos”?
—Es una herencia de esos años, pero nuestra herencia es la de la Transición. Por parte de algunos hay un deseo de manipulación, de enfrentamiento, es decir, quien no esté conmigo está contra mí, que se inicia cuando surge Podemos y se impone en la cúpula política. Eso poco a poco va calando en la población y en mucha parte de la ciudadanía hay una conciencia falsa de que estamos en un periodo como en 1935 o 1936 porque se lo están diciendo continuamente pero si leyeran cómo era la vida en aquellos años se darían cuenta de que es una falacia, de que es un discurso completamente falso y, ya digo, en parte guerracivilista. Hay gente que dice que estamos como en febrero de 1936 en esos meses. O que muy pronto Pedro Sánchez o Núñez Feijóo estarían mandando fusilar a la gente, algo completamente inverosímil. Es una manipulación o ignorancia muy grande.
—Tras el éxodo, comentas en una parte de la novela que tu familia se sentía gente de otra tierra, como intrusos. ¿Lo viste eso en el rostro de tu madre, de tu abuela?
—No, no, porque cuando yo tengo conciencia de la realidad más o menos histórica que han vivido, aparte de lo que me podían contar de la Guerra Civil y de todo esto, estamos ya casi en los años 70 y ya casi habían pasado 35 años de aquello, pero evidentemente que estaba esa herida, y sobre todo recorriendo la historia de la familia, al detalle de cómo habían tenido que vivir después de la guerra, pues sí que me daba cuenta de que ellos, como tantos miles de personas, eran indeseables en su país y continuamente, por motivos evidentemente políticos, pero religiosos de todo tipo, el régimen les estaba diciendo: «No sois de los nuestros, no estáis en nuestra España». Entonces, ¿dónde estamos? Estaban en tierra extraña.
—El exilio interior.
—Sí, claro. Tienes que convivir con unas normas que no te corresponden ni crees. En cierto modo eres juzgado y el régimen te está diciendo todo el día que eres un ciudadano de tercera. Y entonces, o eliges eso o haces como mi tío, que te vas fuera de España.
—Una de las partes más luminosas es cuando llega tu tío y para ti era como un regalo, una gran ventana.
—Era como aire fresco que llegaba de otro mundo. Era muy gracioso, porque recuerdo esa imagen que comento en el libro, de estar viendo el Telediario y oírlo: “¿Vosotros creéis todo esto, todo lo que están diciendo aquí?”. Para alguien de 12 o 13 años estar recibiendo ese contraste era bastante enriquecedor. Un contraste que, por otro lado, yo vivía desde siempre, porque la realidad de la calle, lo que yo oía, por ejemplo sobre Franco, el gran Caudillo, un poco como el padre de todos los españoles, lo oía en el colegio, en los comentarios de los mayores en la calle y tal, pero en mi casa oía exactamente lo contrario: el dictador, el criminal de guerra.
—Pero desde muy pequeño sí que vivías tomando información de uno y otro.
—Estaba viviendo una situación de un contraste bastante agudo. Porque no eran cosas tibias, es decir, no era encontrarte con profesores o en los libros de Formación del Espíritu Nacional o alguien que hablara moderadamente de la figura de Franco, sino que era una exaltación. Se decía que era la espada más limpia de Occidente. Era casi un santo. Aparece retratado como la figura de un rey con capa. En mi casa en vez de un santo, un héroe, era un criminal. Eso también produce un poco de perturbación.
—Preguntabas y repreguntabas del pasado a tu abuela, y ella también se dejaba. ¿Lo acumulabas en tu memoria o lo apuntabas en cuadernos?
—Al principio, cuando hablaba con ella, no tenía ni idea de que iba a ser escritor. Primero se trataba de conocer un poco la historia de la familia, de tener curiosidad. Creo que eso le ocurrirá ahora a cualquier niño que tenga 12 o 13 años y que de pronto se entere de que su abuelo ha estado en la guerra de los Balcanes. Se preguntará cómo era la vida allí, qué hacía ahí, qué le tocó vivir. Esa era la inquietud. Preguntar era un resorte para mí natural, y como mi abuela se dejaba y a veces mi madre también, me iban contando las peripecias vitales, que fueron muchas. Esas conversaciones se inician no de modo sistemático, ni mucho menos, cuando soy adolescente. Pero muchas de esas conversaciones duraron décadas, quiero decir, de modo naturalmente interrumpido. Mi abuela murió cuando yo tenía 32 años, por tanto, ya siendo adulto y habiendo leído sobre la Guerra Civil y siendo consciente de muchas cosas. A mí no me interesaba si un tío mío se había perdido o cuántos días habían estado en la carretera ni nada de esto. Lo que me interesaba, y de lo que era plenamente consciente, era de la enorme cicatriz que aquello había dejado en su vida y hasta de qué modo podía haber cambiado incluso la visión que algunos de ellos tenían del ser humano.
—Tu madre, Libertad, tenía 18 años y se acababa de casar.
—Sí, y con toda la ilusión del mundo y viniendo de una vida idílica en un pueblo de la sierra malagueña. De un día para otro está en una carretera donde ve crueldades tremendas, niños muertos, gente que se ha suicidado. Me imagino que se le trastocó el concepto del ser humano que podía tener. Y en esas conversaciones de adultos lo que sí me impactaba o veía era precisamente eso. Al principio del libro digo que ellos abandonaron la carretera, pero la carretera nunca los abandonó, porque era un corte, como un antes y un después en sus vidas.
—¿Había muchas diferencias entre tu abuela y tu madre?
—Una cuestión de carácter. Mi abuela era más expansiva y mi madre menos. No creo que hubiera más cosas. Pero la vida de mi abuela también fue muy dura, se le trastornó, todo se le puso patas arriba, pero por su propia naturaleza lo asumía de un modo diferente. Cada uno lo asumió como pudo.
—Tu padre, el cabo Soler de la novela, murió cuando tú tenías 11 años.
—Cuando murió mi padre yo no estaba muy al tanto de cómo habían sido sus últimos días en Madrid, esa especie de guerra dentro de la guerra. Mi padre estuvo en medio de todo eso y, como señalo en el documento que reproduzco en el libro, además estaba circulando con un permiso de la Dirección General de Seguridad en un Madrid que era casi un campo de batalla. Me había interesado conocer detalles de su vida, pero lo que me llegó de él fue ya a través de casi tres memorias interpuestas: lo que él tenía en la memoria, lo que le cuenta a mi madre y lo que mi madre me cuenta.
—El día del lobo es un álbum familiar que se presenta como un cierto equilibrio entre la emoción y la distancia.
—Intento que eso ocurra siempre en todo lo que escribo. Lo que pasa es que aquí la carga emocional era infinitamente mayor, pero sí que me preocupaba que la emoción tuviera una presencia mayor, es decir, que se pudiera deslizar por el terreno de la sensiblería o cosas de este tipo. Entonces, ahí está primero mi propia naturaleza y mi carácter como novelista de intentar contener ese apartado y dejarlo en la justa medida. El colmo habría sido derramarse por una especie de emoción sensiblera. Esas son cosas que, además cuando uno está escribiendo técnicamente, no es que sean ya malas, sino que son hasta bochornosas. Entonces, bueno, pues ya te digo, básicamente es un equilibrio entre la emoción y la distancia creadora. Podemos llamarlo así.
—En medio del relato trágico que cuentas, en la narración aparecen episodios de humor, que son muy frecuentes en todas tus novelas.
—El humor forma parte de la vida. Hasta en los momentos más dramáticos aparece el esperpento, el disparate o una mirada irónica, y además yo lo heredé en parte de la informante de la novela: mi abuela. Ella en medio de la narración de episodios durísimos aparecía con una sonrisa, viendo el asunto desde otro prisma, enfocándolo desde un punto de vista más distante, incluyendo un gran sentido del humor, que me parece una prueba de inteligencia y de superación de los acontecimientos. El no quedarse completamente hundida en lo inmediato, sino contar con la capacidad de tener otra óptica.
—Cuando estabas ultimando la novela leíste un artículo de Antonio Muñoz Molina que decía que su generación, que es la tuya (nacisteis el mismo año), tenía la obligación de contar lo que había pasado a vuestros abuelos.
—Fue un artículo que decía eso, que nuestra generación estaba obligada, no recuerdo si era obligada moralmente, u obligada sin más, a contar lo que nuestros abuelos nos habían contado. No sé si estamos obligados o no, pero en cualquier caso me parece que es un buen ejercicio hacer de correa de transmisión, entre otras cosas para que no corran demasiados bulos. Y lo que hablábamos antes: que determinadas manipulaciones no lleguen a buen puerto y en cierta forma sirvamos de notarios los que podemos hacerlo.
—El mal. Citas la frase de Rüdiger Safranski, que dice que “no hace falta recurrir al diablo para entender el mal”. Y luego en la página 273 comentas: “E infierno es creer en el infierno”. Insistes mucho en esa frase. ¿Hasta qué punto estas dos historias, el diablo y el infierno, destacan en la carretera de Almería?
—Yo creo que para algunas personas la carretera de Almería fue una sucursal del infierno. Hay que tener en cuenta que es gente que huye por miedo. Huyen porque temen que viene el lobo, que es otra representación del mal. Resulta que en esa huida se meten en la propia boca del lobo. Me puedo imaginar a una familia hambrienta, cansada, llevando niños, sedientos, caminando y sufriendo los bombardeos. A lo mejor uno de los hijos se pierde o uno de los hijos muere o a uno le arrancan una pierna con una bomba. Me parece que es algo muy cercano al infierno.
—De todas maneras, uno de los temas de la carretera de Almería es ese silencio que ha habido durante muchos años, o más bien que esa falta de exposición, de apertura a lo que pasó, era porque había mucha vergüenza.
—Sí, la vergüenza de los republicanos. Y en el caso de Málaga el bando rebelde intenta minimizarlo también. Lo que ocurre es que la República no tiene un Picasso, y desde luego no tiene argumentos para defender su propia actuación. Málaga es abandonada, los malagueños son engañados diciéndoles que Málaga va a resistir, que se están preparando todos los recursos para una defensa de la ciudad contra los soldados de Queipo de Llano y los italianos que están llegando, al mismo tiempo que se está preparando la evacuación de los altos mandos y de las autoridades. La República no tiene en este punto negro muchos argumentos para hacer propaganda de lo estaba ocurriendo.
—Recuerdas la frase de Azaña de “paz, piedad y perdón”, con la que te puedes sentir identificado.
—Hay un claro intento de conseguir eso en la Transición, con todos los defectos que tuvo, pero durante el Franquismo no se quiso eso, en absoluto. No, no, el régimen de Franco no perdonó nunca, jamás. Ni tuvo piedad. Y la paz era, más que paz, tranquilidad para una parte solo. El espíritu de la Transición empieza a plasmarse en los años 40, con muchas reuniones entre monárquicos y gente moderada del Partido Socialista, como Indalecio Prieto, como apunta Santos Juliá, que empieza a trabajar en el deseo de que vuelva la Democracia a España. La discusión principal no es si España va a ser una Monarquía o va a ser una República. Eso a la gente que está preparando la Transición le preocupa menos. Lo que les interesa es que se vaya Franco, es decir, que acabe la Dictadura y que haya una Democracia. Y si es una Monarquía parlamentaria, bien, y si es una república burguesa, como le llamaba alguna gente, pues bien también.
—Quedan 12 años para el centenario de la Guerra Civil. ¿Crees que habremos aprendido a respetarnos más, a entendernos?
—Ya estamos en una fecha para empezar a verla como un fenómeno histórico y no como un elemento de la política de hoy en día. Eso me parece absolutamente clave. Más allá de todas las polémicas sobre las leyes de memoria democrática, de memoria histórica, o de lo que se quieran llamar, que partidos extremos insistan en todo esto uno lo llega a entender, pero que partidos centrales intenten hacer uso político de una cuestión que tiene que ser histórica me parece que es bastante peligroso, ese insistir en una herida que parecía que estaba cerrada y en abrirla por un interés inmediato político, usando elementos que no están en el orden del día, que nada tienen que ver con la actualidad, ni desde luego con los gobernantes de hoy, ni con la oposición moderada. ¿Qué tiene que ver Sánchez con Paracuellos o Núñez Feijóo con el éxodo de la carretera de Almería?
—¿Qué nuevos autores o novelas te han interesado más este año?
—La novela Los alemanes, de Sergio del Molino. Alguien rotundamente nuevo y que me ha interesado mucho es Raúl Quinto por la cantidad de recursos narrativos que despliega en Martinete del rey sombra [Premio Nacional de Narrativa y Premio Nacional de la Crítica]. Es estupendo ver a alguien con tantas posibilidades en su mano.
—¿Hay algún clásico que releas más ahora?
—Henry James. Sí, lo leo ahora más que nunca. Son cosas lógicas. Uno no lo puede abarcar todo con 30 años. Y había leído algunas cosas de él sin apreciarlo en toda su dimensión. Últimamente sí que lo leo con bastante regularidad.
—¿Cómo evoluciona la convulsa Orden de Caballeros del Finnegans? ¿Hay plazo para que Gibraltar sea irlandés?
—Estará al caer. El último libro que publicamos se titulaba Lo desorden. Pues ese es el carácter de la orden. Es la orden del desorden. Y en ello estamos; estamos profundizando en el desorden. Y además, cada uno por su lado.
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