SALVETE ATQVE VALETE, DILECTISSIMI LECTORES:
Disculpad que no me levante a daros la bienvenida a mi humilde ventorrillo el Antro del Druida, conocido no sólo en las cimas del Olimpo, sino también en los abismos del Hades. El veterinario me ha mandado reposo: me han dejado tan baldado que ni auparme a agasajaros puedo.
Mi nombre es Oinófilos, borracho de vocación y tabernero de profesión. En Creta, zafiro del Egeo, me parieron. Desde que mi madre, una vez que me destetó, mataba mi hambre dándome migas de pan mojadas en vino, me aficioné al morapio y profesé en la santa cofradía del sacrosanto Dionisos, al que los bárbaros llamáis Baco, patrón de calamocanos, beodos y ajumados. Cual devoto del dios que descubrió el vino, infinitamente más provechoso a la Humanidad que el néctar que beben los dioses, me hice el pío propósito de catar todos los caldos que elaboran los mortales, partiendo desde el Monte Nisa, donde se venera la cueva en la que mi dios inventó este elixir, hasta el Finis Terrae, en el que Helios sumerge su carro antes de irse al catre.
Tan fervorosa peregrinación me trajo al puerto de Carthago Nova. Al principio me sentí en los Campos Elíseos: hallé varias tabernas donde servían vinos de hasta cinco regiones vinícolas diferentes. Se notaba que Dionisos pasó por aquí en el albor de los tiempos y bendijo estas tierras extremas con su sangre.
Una aciaga noche, que comenzó con una homérica jumera en la que agotamos un modio de Heculanus y medio de Bullensis, los dioses me cegaron y me hicieron flirtear con una bandada de pescaderas que había en la mesa de al lado. A ellas se les había agregado una moza, que, ofuscado por los vapores etílicos, me pareció donosa, máxime porque no secundaba los cacareos de sus comadres y respondía azorada a mis requiebros. Sea por ello, o porque alguna deidad abstemia me la tenía jurada, a la mañana siguiente me vi ante un flamen y un duovir casándome.
En cuanto me tuvo bien amarrado, abrió la boca para martirizarme con sus rebuznos y no la ha cerrado hasta ahora. Así llegó a mi vida Lactuca, la lechuguera más dicharachera, barriobajera y figonera que las Furias alumbraran. Ni noche de bodas, ni ná de ná: esa misma mañana me puso a cavar el bancal de nabos y puerros que tenía a la entrada del istmo, a hacer de mulo y tirar del arado para labrar y a pregonar por las calles la mercancía que cosechábamos. Quise imponer mis reales, pero me quitó las ganas arreándome con el látigo con el que azuzaba a las bestias.
Hartos de ver que, a pesar de trabajar de sol a sol, apenas sacábamos cuatro ases, la vacaburra de mi suegra la convenció para que nos trasladáramos a este villorrio a orillas de la Vía Heraclea, a la que los romanos llamáis Augusta, a las faldas de la Sierra Hispania. Este rincón, olvidado por todos los dioses menos por la progenie de la cabra Amaltea, había adquirido cierta fama gracias a los poderes terapéuticos de las aguas que brotaban del manantial que tenéis ahí enfrente. Gentes de Carthago Nova, Deitana o Eliocroca y viajeros que recorrían la Heraclea acudían aquí atraídos por su reputación.
Mi suegra tuvo la idea de que compráramos un terreno frente a las termas y que montáramos un ventorrillo con el que saciar el hambre y la sed de los parroquianos. Lactuca podría seguir vendiendo sus berzas, mientras que yo, vigilado por su madre Terentia, atendería el negocio.
Me planté diciendo que me negaba a vender el vino: era un sacrilegio, como forzar a un padre a subastar a su hijo, sangre de su sangre, vino de su vino. Una guantá de Terentia, seguida de otra de mi parienta, acallaron mis protestas.
Terentia la verdad es que tiene buena mano con la cocina: sus pelotas de mulo, unos albondigones que hace mezclando carne picada de pavo y cerdo, con embutidos, huevos y piñones, adquirieron renombre y los clientes de las termas abarrotaron las mesas de nuestro figón. Además, como fiel dionisíaco, me guardo de tener la bodega provista de los mejores caldos de los contornos. Ya lo dijo Pitágoras de Samos: «Si quieres vivir mucho, guarda un poco de vino rancio y un amigo viejo». O el mismísimo Eurípides: “Donde no hay vino no hay amor.” Si hasta el sabio Platón dejó escrito que el vino era la leche de los ancianos.
A la vera de la Heraclea hay una Academia, a imagen de la que este Platón fundara en los jardines de Academo, en Atenas, a donde los hijos de las élites de la provincia acuden a formarse. Al frente de la misma está una serie de magistri fuera de serie, que me honran con ser parroquianos fijos y, además, amigos. Vinieron por primera vez a instancias del que acabó convirtiéndose en mi compadre, mi hermano de vida: Mataburras, encargado de la mansio que hay a la entrada viniendo desde Carthago Nova. Tras agarrar la primera cogorza en mi Antrum se convirtieron en asiduos y suelen acudir a almorzar a diario.
Llevaba en este sitio más de dos lustros y jamás había tenido ni la necesidad ni la tentación de entrar al interior del complejo termal, a pesar de estar a media docena de pasos. Uno de mis lemas vitales es aqua tantum ad ranas abluendas (el agua, sólo para bañar a las ranas). En cuanto veo más agua junta de la que cabe en un caldero, me entran escalofríos. Por lo que, ¿para qué avernos iba a entrar en un lugar en el que sólo había agua, por muy caliente o beneficiosa que fuera?
En ésas me mantuve hasta hace una nundina. Aquella mañana amaneció radiante, aunque todavía había nieve en el Pico del Morrón, allá en la sierra. A primera hora mi amigo Ferdinandus Barbatus, Mathematicus y Astronomus en la Academia, había llegado con un cargamento de vino desde su Hecula natal, que hacía relinchar de gusto hasta al mismo Baco. Sus compañeros en el magisterio Paccus Nemus (maestro lucernario capaz de dar luz a cualquier rincón por muy lúgubre que sea), Paccus Cerasus (encargado de lidiar con aquellas criaturas a las que los dioses habían bendecido con lo que algunos cretinos llamarían tara o retraso), Alphonsus Ceronensis (experto en Historia y Arte) y Prudens Deitanensis (gramático y literato) me ayudaron a descargar, mientras Pectus Plumbeum (antiguo legionario reconvertido en alquimista) y Guillermus (también especialista en Historia) atendían las mesas. Tras trasegar media docena de jarras y una sartenada de migas con tropezones, se nos unió Iohannes Gaditanus, un filósofo ambulante, que había recalado en estos lares para desasnar a los hijos de los lugareños.
Gaditanus nos dijo que iba a las termas para relajarse y tonificar los músculos. Yo andaba un tanto baldado por dolores en la espalda. Ceronensis me convenció de que debía entrar a las aguas medicinales: venían muy bien no sólo para las afecciones de la piel, sino también para los dolores de huesos. Cerasus lo corroboró sirviéndome un mortero de vino del que él mismo cosechaba en su predio de Barranda, en cuyo sabor se adivinaba la amistad y la humanidad que este magister cobijaba en sí. Una palmada brutal de Pectus Plumbeum en mi espalda me acabó de deslomar: era su forma “cariñosa” de saludar. No había otra que tomar las aguas para curarme del dolor que me había causado su cariño.
Mi parienta se había largado a celebrar no sé qué ritos mistéricos en honor de Mater Matuta, llevándose con ella a la que la alumbró. Nadie me ladraría si abandonaba el mostrador y me solazaba con los amigotes. Ferdinandus Barbatus atendería la barra. Era abstemio: no vaciaría las ánforas. Pectus Plumbeum y Guillermus servirían las mesas con la honradez esperada de dos truhanes como ellos.
Penetramos por el portón más cercano. Ceronensis me informaba de que había un sector masculino, por el que entrábamos, y otro femenino, a poniente, además de dos salas abovedadas impresionantes, que albergaban las piscinas comunales sanatorias y una hornacina para la estatua de la diosa a la que estaba consagrado el complejo.
La primera estancia era el apodyterium, en el que debíamos desvestirnos, dejar nuestras prendas en unas lejas y ponernos unas sandalias de madera para soportar el calor de los suelos. Bajo nosotros, en un laberinto de arcos y conducciones, circulaba el aire que emanaba del horno con el que se calentaban las calderas para el agua, mediante el cual se calefactaban suelos y paredes.
Salimos a la palaestra. Dos docenas de tiparracos, todos en porreticas, hacían ejercicios atléticos. Entre los gimnastas estaba Paulus Costa, un adicto a la vida sana. Me eché a sudar ante la idea de que me pusiera a hacer “abominables”. Todos esos tiparracos lanzando discos o jabalinas o combatiendo en pelota picada me ponían nervioso. Ante el temor de que, viendo mis lorzas orondas, me hicieran “preposiciones” deshonestas o me pusieran a hacer ejercicio, hice mutis por el foro y seguí a Cerasus hacia el tepidarium o sala templada, para pasar después al caldarium, la sala caliente, la más lujosa según Ceronensis, en cuyas tinas nos íbamos a relajar, antes de rematar el tratamiento en el frigidarium, con una piscina de agua fría.
Una bocanada de vapor nos cegó. Ya sea por esto o porque Cerasus quiso hacerme una jugarreta, nos equivocamos de sala. Entramos en los baños femeninos. Cuando se disipó el vapor, ante nosotros se materializaron una decena de mujeres desnudas. Entre ellas, ¡dioses del Averno!, mi mujer y mi suegra.
Pareció el fin del mundo: graznaban enfurecidas, me arrojaron taburetes, ungüentarios. Ceronensis se hizo el muerto y lo dejaron en paz. Cerasus se declaró pacifista y archigallus de Cibeles, por lo que no osaron tocarle ni uno de los innúmeros y enmarañados rizos que tenía. Prudens comenzó a declamar la Eneida y esto apartó de él la furia de la jauría. Paccus Nemus arguyó que él no venía conmigo, sino que era un empleado del complejo y que iba a recargar el aceite de las lucernas. Iohannes Gaditanus, quien en sus clases se había convertido en un adalid de los derechos de las mujeres, se unió a ellas y comenzó a llamarme violador y otras lindezas, mientras exigía mi castración. Mi suegra arrancó una viga del techo y empezó a golpearme con ella hasta dejarme como me veis. Mi Lactuca no dejó de cocearme hasta reducir a astillas las sandalias de madera que llevaba.
Dice el veterinario que milagrosamente no me rompieron nada, aparte de tres muelas, repuestas de inmediato con estas de burro garañón, que tan bien me quedan. Tocad, tocad: ni se nota que no son mías.
El albéitar, al que tengo comprado porque lo invito de cuando en vez a alguna jarra, le dijo a mi mujer que me tenía que dar friegas con aceite de romero y dejarme beber cuanto vino quisiera para mitigar los inhumanos dolores que su tunda me había causado. Citó a Plinio el Viejo: “El vino lava nuestras inquietudes, enjuaga el alma hasta el fondo y asegura la curación de la tristeza”.
Y aquí me tenéis, repantigado en este catre, molido a palos, pero más feliz que una perdiz con esta frasca de morapio, que mi mujer me llena, melosa, con frecuencia y esta vara de avellano para azuzar a mi suegra en las ancas si anda algo lenta atendiendo a los clientes. Con suavidad: es capaz de dejarme sin muelas de una coz si me sobrepaso.
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