«Juan Madrid es genial. Leyendo este libro por poco pierdo un tren. Y es absolutamente verdad», asegura Eduardo Mendoza sobre Perros que duermen, la nueva novela de Juan Madrid. Una novela de intriga que nos conduce a la época sombría de la guerra y la posguerra civil. Ofrecemos la apertura del libro, publicado por Alianza Editorial.
Madrid, comienzos de octubre de 2011
Unos años antes de que muriera su madre, Juan Delforo recibió una llamada telefónica bastante extraña en su casa de Salobreña, Granada, de alguien que dijo llamarse Guillermo Borsa. Le informó de que un tal Dimas Prado le había dejado un legado en su testamento. Le solicitaba una cita en Madrid para entregarle su última voluntad.
En un primer momento Delforo no supo quiénes eran Dimas Prado ni Guillermo Borsa. Se lo tuvo que recordar Borsa. Solo entonces Dimas Prado se fue corporeizando poco a poco, desde las brumas de su lejana juventud. Se trataba de un policía que en 1976, estando él detenido, se presentó en su celda en la Dirección General de Seguridad, empeñado en hablar con él.
Evocó sus redondos ojos de sapo, el bigotito teñido de negro sobre la boca perruna, su cojera y la manera un tanto estudiada de apoyarse en el bastón, sin contar la boquilla en la que atornillaba cigarrillo tras cigarrillo con gestos que parecían estudiados. Pero, sobre todo, Delforo recordó la mirada fija y escrutadora y aquel bastón con empuñadura de plata que el policía dejó sobre el banco de piedra en la celda antes de sentarse a su lado.
Quedaron en reunirse el lunes de la semana siguiente, día que Delforo solía elegir para ver a su madre en Madrid. Movido por la curiosidad, la cita quedó fijada en una dirección de la colonia de El Viso.
A la hora prevista, Delforo llamó al timbre de la puerta de un chalet de dos plantas, excesivamente maltratado por el tiempo y la desidia, rodeado por altas tapias por las que asomaban copas de árboles sin podar. Le abrió un anciano flaco, con una chaqueta cruzada pasada de moda y el cabello blanco apelmazado, peinado hacia atrás. Parecía un fotograma sepia de alguna vieja película de gánsteres.
Se dieron la mano.
—Supongo que es usted el señor Borsa, ¿no?
—Sí, Guillermo Borsa. ¿Sabe?, lo habría reconocido a pesar del tiempo que ha pasado. ¿Quiere entrar, por favor?
Atravesaron lo que antes debió de ser un jardín cuidado y ahora era una maraña de matojos secos y enredados y entraron en la casa, sumida en un extraño y destartalado silencio.
Borsa lo condujo hasta un salón con libros encuadernados en piel que parecían no haber sido abiertos nunca, cuadros antiguos y algunos sofás y sillones. El salón parecía una tienda de antigüedades sin barrer. Le hizo señas para que tomara asiento en uno de los enormes sillones de orejas que rodeaban una mesita sobre la que había un cenicero de porcelana con caracteres orientales, dos libros en ediciones de bolsillo —no pudo leer los títulos—, un cuaderno grande de tapas negras muy gastado y un juego de café con dos tazas. Borsa se acomodó en un sillón al otro lado de la mesa, levantó la cafetera y le preguntó:
—¿Quiere café? Lo acaban de preparar, aún está caliente.
Mantenía la cafetera en alto y una expresión dubitativa en el rostro. La mano le temblaba ligeramente.
—Sí, por favor.
—¿Azúcar?
—Gracias, no tomo.
El anciano no dejaba de observarle. Delforo sorbió un trago. Era un buen café.
—Bien —empezó—. Tengo una gran curiosidad. ¿Qué quiere usted? Me dijo que un tal Dimas Prado me menciona en su testamento. ¿No es así?
—Sí, eso fue lo que le dije. Soy el albacea del señor Prado. Antes de morir me encomendó esta tarea, que cumplo tal como se lo prometí, aunque no lo apruebe. Tengo que advertirle de que intenté disuadirle muchas veces, pero fue inútil.
—No lo entiendo, solo vi al señor Prado en una ocasión, y fue en 1976. Me habían detenido y me encontraba en una de las celdas de la antigua DGS.
—¿No recuerda nada más?
Delforo se mantuvo en silencio. Contestó pasados unos instantes:
—Fue hace mucho tiempo.
—Usted y Dimas estuvieron casi dos horas hablando en la sala de comisarios, en el tercer piso. Y tomaron café, yo mismo se lo llevé. ¿No se acuerda?
—Sí, es cierto. Tomamos café y charlamos en un saloncito con aspecto de pub inglés. ¿Fue usted el que nos llevó el café?
—Sí, fui yo.
—Recuerdo que la noche anterior entraron en mi celda varios esbirros con pañuelos en el rostro y sin mediar palabra me golpearon con porras hasta molerme. Al otro día, ese…, el señor Prado vino a verme y me sacó de la celda. Me dijo que era comisario jubilado. Recuerdo que me hizo acompañarle a esa sala donde estuvimos hablando. Se interesó por determinados aspectos de mi vida, pero, sobre todo, me preguntó por mi madre y mi padre, Carmen Muñoz y Juan Delforo Farrel. No recuerdo mucho más de aquella conversación. Mi padre murió en 1970 en un desgraciado accidente de coche.
—Su padre y Dimas se conocieron en la posguerra y se vieron en varias ocasiones. También conoció a su madre. ¿Vive ella todavía?
—¿Mi madre? Sí, claro, tiene noventa y cinco años y está perfectamente… Bueno, tiene muy limitadas las facultades físicas, pero se vale por sí misma. ¿Qué tipo de relación pudieron tener mi madre y ese…? Me refiero a Dimas Prado.
—¿No lo entiende?
—No, no lo entiendo en el caso de mi padre es diferente. Fue oficial en el Ejército Popular de la República y llegó a mandar una división en la batalla del Ebro. Estuvo en la cárcel en Málaga en 1945, después, en 1946, unos meses en el Penal del Puerto de Santa María y más tarde, hasta la amnistía general de 1949, en un batallón de castigo en Mohedas de la Jara, un pueblo de Toledo. Pero mi madre…, bueno, nunca tuvo ninguna actividad política.
Borsa bebía café a pequeños sorbos. Delforo lo contempló: rostro delgado, cadavérico, con el cabello blanco semejante a un extraño sombrero, el cuello flaco y la dentadura blanca y pareja, tan ridícula en las bocas de los viejos. ¿Cuántos años tendría?
—¿No se preguntó nunca por qué tuvo tanta suerte en su vida…, digamos en su vida política, señor Delforo?
—¿Tanta suerte? No sé a qué se refiere.
—Me refiero a que usted se libraba siempre del cerco policial, señor Delforo. Sus compañeros de partido caían y usted no. Recuerde, esa fue la única vez que la policía lo cogió, a finales de 1976. Y lo cogieron porque Dimas quería verlo, charlar con usted. Tenía curiosidad por conocerlo. Y esa era la mejor manera de hablar con usted.
—Espere un momento, señor Borsa, esa no fue la primera vez que me detuvieron; antes caí preso en 1971, estuve un tiempo en la cárcel de Salamanca, preventivo. Más tarde me trasladaron a Madrid, me juzgaron y fui absuelto por el Tribunal de Orden Público.
—Esa es una prueba más de lo que le estoy diciendo. Entre 1971 y 1973 Dimas y yo estuvimos en Estados Unidos en misión especial. De todas maneras, el Tribunal de Orden Público lo absolvió por falta de pruebas. ¿Recuerda lo que ocurrió exactamente aquel día de finales de 1976? ¿Lo recuerda? Dimas ordenó que lo llevaran a la enfermería para que le revisaran y curaran sus magulladuras y más tarde lo condujo a la sala de comisarios. Estuvieron hablando casi dos horas. Aún recuerdo cómo iba usted vestido; mejor dicho, cómo iba vestido aquel joven que era usted en 1976. Tenía entonces veintinueve años, ejercía el periodismo y quería ser escritor.
—Sí, eso es, primero fui a la enfermería y después a la sala de comisarios…, ahora caigo. Estuvimos hablando un buen rato, me preguntó por…, por mi padre y mi madre, ya se lo he dicho. También mostró interés por mi trabajo…, si me interesaba más la literatura que el periodismo…; en fin, fue todo muy extraño y yo estaba sin dormir, además de que me habían sacudido aquella paliza la noche anterior. Pero han pasado treinta y cinco años y sigo sin comprender a qué viene todo esto. Escuche, señor Borsa, ha sido la curiosidad lo que me ha hecho venir. Soy escritor y ese legado me ha llamado la atención. ¿Qué ha querido decir con eso de mi buena fortuna durante mis años de actividad política?
—Es sencillo, lo hemos protegido siempre.
—¿Hemos?
—Sí, los dos, Dimas y yo. Yo a mi pesar, pero así ha sido. Usted era intocable.
—No…, no… Es imposible. ¿Desde cuándo?
—Desde que empezó su actividad política clandestina y subversiva en 1964. Aquella organización… ¿Cómo se llamaba?, el GAUP, los Grupos de Acción y Unión Proletaria.
Delforo no pudo evitar un gesto de extrañeza. Esa etapa de su vida estaba olvidada y sepultada en lo más profundo de su memoria. Se afilió al GAUP en 1964, cuando trabajaba de botones en aquella editorial madrileña en la que años después publicó seis novelas. Lo contactó José Pons, hermano de Eduardo Pons Prades, el jefe de producción de la editorial, exmilitar republicano de extracción libertaria, antiguo oficial de la resistencia francesa y un brillante intelectual.
Delforo formó una célula con sus dos amigos de entonces, Alberto Ganga y Emilio Vera, con los que compartía discusiones literarias e inquietudes revolucionarias. Los tres pretendían escribir novelas mientras se entrenaban y recibían educación política, integrados en la Federación Anarquista Ibérica, la FAI. La propaganda que recibían se almacenaba en la editorial sin que nadie lo supiera y ellos la distribuían en fábricas y lugares de trabajo.
Alberto Ganga se suicidó años más tarde, después de sufrir un accidente de coche que le deformó el rostro. Emilio Vera murió de cáncer al año siguiente, tras publicar en Planeta su primera y única novela: La marcha de la carroña. Su viejo amigo Alberto Ganga solía escupirles a los mendigos que les pedían limosna. Cuando se lo afeaban, les aseguraba que así promovía el odio de clase. Delforo se sorprendió ante la viveza de sus recuerdos. Llevaba años sin acordarse de aquella etapa de su vida.
—Tenía usted diecisiete años —decía Borsa.
—Espere un momento, es imposible. ¿Cómo sabe eso? La organización era clandestina y se disolvió en 1968. Yo la abandoné un poco antes, en 1967.
—Eso es, entonces ingresó en el Partido Comunista en la Facultad de Letras de Madrid, más tarde continuó la militancia en la de Salamanca… Y hace poco ha vuelto a ser miembro del partido, ¿no es así? Claro, el partido ya no es clandestino, por supuesto, ni ilegal. Pero no quiero hablar de su vida política, señor Delforo. No me interesa. Le repito que estoy aquí con usted porque le di mi palabra a Dimas, solo por eso. Si le parece bien, le diré lo que le ha legado. ¿Me está escuchando?
—¿Qué? Sí, le estoy escuchando, y le digo, simplemente, que no puede ser. No son tan listos, no pueden saberlo todo. Tienen brigadas de información, servicios secretos, confidentes…, pero no. Es imposible, es un farol.
—Como quiera. —¿Qué me ha dejado ese hombre? ¿Lo puedo saber? Borsa levantó el cuaderno negro.
—Esto…, una especie de…, bueno, de novela o de narración de algunos sucesos que ocurrieron en Burgos en 1938. Él quería que usted la utilizara y se basara en lo que él había empezado a contar. Pero tiene que garantizarme que la usará.
—¿Y eso es todo? ¿Un cuaderno con un bosquejo de novela?
—Dígalo de otra manera. Le da materiales únicos, información de un crimen impune del que no se sabe nada. ¿Lo toma o lo deja? Me dijo que la única condición que ponía era que usted me diera su palabra de que lo iba a utilizar.
—¿Y basta con mi palabra?
—Sí, con su palabra es suficiente. Démela y se lo entregaré.
—¿Él sabía que yo era escritor?
—Sí, lo sabía. Leyó sus libros. Mire…
—Levantó los libros que había en la mesa. Eran sus dos primeras novelas. Había publicado una en 1980 y la otra en 1982—. Las tenía todas, pero yo solo he encontrado estas dos.
—Me parece muy extraño, compréndalo.
—No se arrepentirá, se lo garantizo. Dimas sabía terribles secretos de Estado. ¿No se decide?
—¿Qué eran ustedes? ¿Amigos?
—Hermanastros, hermanos de padre…, y también fui su ayudante y amigo. Estuve con él desde la primavera de 1936. Una larga relación de setenta y cinco años. —Ante el silencio de Delforo, Borsa añadió—: Acepta el legado, ¿sí o no? Mientras se decide, podemos tomar un poco de coñac. ¿Le apetece?
—¿Ahora? ¿No es demasiado temprano?
—Nunca es demasiado temprano para nada. Dimas solía tomar coñac a todas horas y yo también me aficioné. Últimamente solo bebíamos el 1866 de Larios, es mejor que los coñacs franceses.
—¿Va a invitarme a beber coñac?
—Gastaremos la última botella. ¿Sabe una cosa? Dimas pidió una copa antes de irse al otro mundo. Beberemos a su salud.
—¿Quiso beber coñac antes de morir?
—Así es… Dimas se suicidó la semana pasada.
—¿Cómo que se suicidó?
—Pues sí, eso hizo. ¿Le interesa? Delforo se encogió de hombros.
—No… No me interesa, en realidad me da igual.
—Se disparó al corazón. Borsa le sonrió. Delforo lo observó tocar un timbre que parecía de plata. Su sonido se perdió en la lejanía de la casa.
—Dimas Prado llevaba en la solapa la insignia de camisa vieja de Falange —recordó Delforo—. ¿Usted también fue falangista?
—¿Falangista? Bueno, es posible, aunque nunca me afilié. Dimas lo era y yo…, bueno…, yo estaba con él. Creo que todo el mundo suponía que yo también era falangista. En realidad, el único partido al que me afilié fue al Partido Nacionalista Español del doctor Albiñana, uno de los que mandaba en Burgos durante la República. Consiguió un escaño de diputado en el 36, se quedó en Madrid y lo fusilaron cuando se produjo el Alzamiento. Teníamos unas milicias muy parecidas a las de Falange, incluso saludábamos a la romana.
Una mujer gruesa entró en la habitación arrastrando las zapatillas. Parecía marroquí, a juzgar por la henna con la que se había tintado el cabello y los tatuajes de las manos y del mentón. Observó en silencio a Delforo con sus ojillos abultados.
—Fátima, tráenos la botella de coñac, anda.
La mujer desapareció tras la puerta sin decir palabra.
—¿Me está diciendo que fue pistolero de la Legión de Albiñana?
Borsa se encogió de hombros.
—¿Qué importancia tiene eso ahora? Fue hace mucho tiempo. ¿Sabe una cosa? En una ocasión Dimas le salvó la vida. ¿Qué le parece?
—¿A qué se refiere?
—Le he dicho que Dimas le salvó la vida. Usted estuvo condenado a muerte.
Delforo creyó que no había oído bien.
—Espere un momento, ¿quién me condenó a muerte?
Borsa ahora le estaba sonriendo. La extrema palidez de su rostro parecía relucir.
—Nosotros… —respondió—, y si no llega a ser por Dimas, usted ahora no viviría, así de sencillo.
—¿Con ese nosotros se refiere a la policía o a la Falange?
Inexplicablemente Borsa seguía sonriéndole como si esa mueca lo disculpara. Delforo contempló sus dientes grandes y parejos, tan falsos como su sonrisa.
—Déjelo en «nosotros», no le voy a decir más.
—¿Por qué me ha dicho esa fanfarronada? ¿Le gusta jugar? Déjeme preguntarle: ¿todo esto lo había previsto Dimas Prado o es idea suya?
—Hubo un tiempo en que usted me asqueaba, Delforo. Usted, su padre… y su madre, esa repugnante familia de comunistas. Dimas no supo darse cuenta de lo que significaron ustedes en su vida. Ustedes fueron culpables de…, de… joderle… le marcaron para siempre, lo convirtieron en un desgraciado. ¿Lo entiende?
—Puedo entender las palabras «joderle», «ser un desgraciado», «marcarle para siempre», pero no entiendo qué tiene que ver eso con mi familia, ni conmigo.
Fátima regresó con una bandeja en la que había dos copas ventrudas y una botella de coñac. Borsa llenó las copas hasta la mitad, ensimismado. Olisqueó la suya y chascó la lengua murmurando algo entre dientes. La criada se retiró en silencio.
—Los años lo borran todo. ¿Qué importa eso ahora? Dígame, ¿quiere brindar por Dimas? —Levantó la copa—. ¿Por mi hermano Dimas?
—Está bien, por él. —Delforo levantó su copa y bebió un sorbo de coñac—. ¿Qué ha querido decir con eso de que Dimas impidió que me mataran?
—No tiene importancia, déjelo.
—Insisto, ¿eso es verdad?
—Sí, Dimas impidió que lo mataran. Los nuestros pudieron haberlo hecho sin que él se enterara, pero desistieron… Dimas era…, no sé…, imponía respeto y era muy cabezón; ni siquiera pude quitarle de la cabeza que se suicidara.
—¿Está hablando en serio? ¿Cuándo fue eso? Según me ha dicho solo nos vimos una vez hace treinta y tantos años en la DGS, y el que estaba jodido era yo, me acababan de dar una paliza.
—No olvide que conocíamos todos sus pasos. —Vació la copa y volvió a llenarla despacio. Se puso a mover el coñac—. Igual no se acuerda, pero usted y yo coincidimos antes de que Dimas fuera a verlo a la DGS. Ocurrió a finales de 1975, aún no había muerto el Caudillo.
—Tiene usted una memoria envidiable para su edad. Yo no lo recuerdo. ¿En qué otra ocasión dice que nos vimos? Bueno, si puede saberse. ¿Le molesta que fume?
—No, en absoluto. Yo no he fumado nunca, pero Dimas no dejó de fumar jamás. Fumaba Pall Mall, esos americanos emboquillados. Se fumaba dos paquetes diarios.
—Los atornillaba en una boquilla negra.
—Sí, eso es. Perteneció a su padre. ¿Quiere que le traiga un paquete de Pall Mall? Aún quedan.
—Gracias, fumo negro. —Prendió uno de sus cigarrillos y expulsó el humo—. No me ha contestado. ¿Dónde nos vimos?
—Es usted muy curioso, Delforo, actúa como un policía, aparenta frialdad y aplomo y se fija en todo.
—¿Es un halago?
—Puede ser.
—Es posible que los policías y los escritores tengamos algo en común… La capacidad de observación, el instinto de comprender a los seres humanos de un vistazo, el análisis de sus gestos, sus silencios…, todo eso es parecido. De todas formas, los escritores lo hacemos con fines diferentes de los de la policía. ¿Me lo va a contar o no?
—Usted vino a vernos a aquel almacén de la calle Francos Rodrí guez con la intención de afiliarse a nuestro grupo. Bueno…, de infiltrarse, digamos. Quería usted escribir un reportaje sobre los Grupos de Acción, ya sabe…, se hizo pasar por falangista. En realidad usted llevaba bastante tiempo investigando sobre nosotros, lo teníamos calado. Vino con un tal «Huracán Molina», uno de los nuestros.
Delforo se quedó estupefacto. Intentó que no se le notara el asombro. Borsa había mencionado que llevaba tiempo ocupándose de él. Y era cierto: la dirección del almacén se la dio Alberto Molina, alias «Huracán Molina», un conocido de la cárcel, exboxeador canario, atracador de bancos, al que un día distinguió entre un supuesto grupo de anarquistas que destrozaban escaparates y quemaban contenedores de basura durante una algarada en la calle Princesa. Ese Molina le dijo: «Estudiante, aquí nos llevamos cincuenta mil a la semana. ¿Cuánto ganas tú en tu jodido periódico?».
Luego, la propuesta del reportaje al director: «La policía está creando un ambiente asfixiante de violencia. Los planes son ataques selectivos a líderes obreros, abogados, estudiantes, secuestros de personalidades del régimen… Tienen asesores argentinos, quieren que la izquierda responda a las provocaciones para crear una imparable espiral de terror callejero…».
Recordó la pregunta del director y su respuesta: «¿Cuál es tu fuente?». «Un tío al que conocí en la cárcel, un atracador de bancos. Cobra cincuenta mil pesetas a la semana, forma parte de una unidad de choque muy organizada, los llaman Grupos de Acción. Tienen mandos policiales, del ejército, y esos asesores, los pistoleros argentinos. Unas veces van de anarquistas y otras, de falangistas». «Una película muy bonita, Delforo, pero una fuente así, la de un exrecluso, no es suficiente para un reportaje. Nos podría caer una querella que nos arruinaría. Busca más fuentes».
Borsa le estaba diciendo algo.
—… Molina, ese chico…, ese traidor, se lo contó todo, ¿verdad? ¿Cuánto le pagó? Tengo curiosidad.
—Nada, le doy mi palabra… Me lo contó para presumir, para demostrarme que ganaba más que yo, que era más importante. Me propuso que fuera a ver a su grupo con mis propios ojos para que me convenciera.
—No le sirvió de nada, ¿verdad? Una pérdida de tiempo. Se presentó allí y se puso a hablar con…, no me acuerdo, con un camarada. Le dijo que era de Valladolid y que quería luchar por la patria, por España, y que era falangista. Yo estaba en el rincón, consultando no sé qué, y lo reconocí. ¿Sabe lo que pensé? ¿No? Pues pensé: «¡Dios mío, qué atrevimiento!».
—Creo que entonces yo era bastante despreocupado, es cierto. Me invitaron a participar con ellos en la lucha por la libertad, contra el comunismo y el terrorismo de ETA.
—Usted no lo vio claro y no volvió. En realidad, el reportaje no salió, menos mal. Su director también se achantó. Le mandamos una carta de aviso.
—Nunca supe de esa carta.
—Bueno, el director vive todavía. ¿No lo ve en las tertulias de la tele? Sale mucho. Pregúntele.
—¿Qué le decían en esa carta?
—Que si publicaba esa falacia, ese reportaje de mierda, acabaríamos con su familia.
—Vaya…, el reportaje no salió porque no encontré más fuentes que corroboraran mis hipótesis. Sin embargo, todo eso lo saqué en mi primera novela. Ese fue el tema fundamental. ¿La ha leído?
—Me temo que no, señor Delforo. Era Dimas quien las leía. A mí nunca me ha interesado su literatura.
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Sinopsis de Perros que duermen, de Juan Madrid
Madrid, 2011. Juan Delforo, periodista y escritor, hijo de padres republicanos y con un pasado de militancia en la lucha antifascista, acude a un chalet de El Viso para recoger el legado de un hombre que no conoce y que acaba de morir. Se trata de Dimas Prado, un comisario, viejo falangista, que se relacionó en el pasado con los padres de Delforo y ha ejercido de protector en la sombra del joven disidente.
Burgos, 1938. Dimas Prado es encargado de la investigación del espeluznante asesinato de una jovencísima prostituta a manos de un jerarca del bando nacional. La investigación, que tendrá por objeto borrar cualquier rastro del crimen, permitirá relanzar la carrera policial de Dimas Prado, que cuenta con la ayuda del siempre fiel Guillermo Borsa.
Málaga, 1945. El padre del protagonista, Juan Delforo, militar republicano que luchó en la Defensa de Madrid, es detenido y condenado a muerte. Dimas Prado intercede por él a cambio de una información fundamental para su futura carrera política y le permite un encuentro con su mujer, Carmen Muñoz, a la que le unían lazos nunca revelados.
¿Por qué el viejo comisario quiso como última voluntad que Juan Delforo heredara su historia?
¿Puede un novelista contarlo todo?
¿Qué verdades se esconden tras las lealtades ocultas de estos personajes?
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Autor: Juan Madrid. Título: Perros que duermen. Editorial: Alianza editorial. Venta: Amazon y Fnac
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