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Apollinaire y Picasso son acusados de robar la Mona Lisa

Apollinaire y Picasso son acusados de robar la Mona Lisa

Si fuera cierto que a raíz del robo de La Gioconda, acaecido un 21 de agosto, un día como hoy pero hace 113 años el Louvre —el museo que guardaba, y aún guarda, este retrato de Lisa Gherardini, la mujer de la sonrisa más misteriosa que se recuerda— batió su récord de visitantes, la estupidez, una vez más, hubiera sucedido al crimen en el curso de la Historia. ¿Qué supina estulticia pudo llevar a tanta gente a visitar el hueco dejado por la pintura en la pared que la mostraba? Sin embargo, puede que todo fuera mucho más sencillo, que tanto interés por constatar la ausencia de la obra maestra de Leonardo se redujese a esa inveterada costumbre de nuestra especie de valorar las cosas cuando las hemos perdido.

Un año antes, en 1910, en su ensayo Un recuerdo infantil de Leonardo, Freud había escrito que la sonrisa de La Gioconda —“la alegre”, en italiano— era una evocación, por parte del maestro, de la sonrisa de su madre, Caterina, a la que estuvo muy unido en su infancia. Hasta 2005 no se tuvo la certeza de que, en efecto, la Monna —“señora” en italiano antiguo— Lisa era esa dama florentina que pierde su sonrisa, al admirar la obra de cerca y, para algunos observadores, en las distancias cortas su gesto incluso se torna apesadumbrado. Pero la obra maestra de Leonardo ya era un cúmulo de paradojas y ambigüedades: esa sensación de movimiento, pese a permanecer inmóvil, que transmite; la indiferencia que muestra ante la admiración que despierta; su sensualidad, empero la discreción de su escote y de su belleza… hasta que Vincenzo Peruggia —carpintero, cristalero y pintor diletante— arrambló con La Gioconda, con sus paradojas y con sus ambigüedades.

Se lo llevó todo limpiamente, sin violencias, sin intimidar a nadie. El 21 de agosto de 1911 fue lunes, el día que el Louvre cerraba al público. Antiguo empleado del museo, le bastó con ponerse el guardapolvos blanco, reglamentario entre los operarios de mantenimiento, y descolgar el cuadro, mucho más pequeño de lo que suele imaginarse —73 por 53 centímetros— a consecuencia de todos los elogios que se le dispensan. Y así, con la misma parsimonia que si hubiera sido una de sus dudosas pinturas, Peruggia, con la Mona Lisa bajo el brazo, recorrió el ala Denon, al sur de la casa, hasta llegar a la escalera Visconti. Óleos como La balsa de la medusa (Théodore Géricault, 1819) y La libertad guiando al pueblo (Eugene Delacroix, 1830) le observaban. La victoria de Samotracia, que en 1909, en el Manifiesto futurista, publicado en Le Figaro por Filippo Tommaso Marinetti, había ejemplarizado las críticas de esta vanguardia contra la escultura —y, por ende, contra todo el clasicismo artístico— observó impasible a Peruggia separar la tabla de La Gioconda de su marco. Acto seguido, el ya ladrón escondió La Gioconda bajo su guardapolvo, bajó las escaleras y salió a la calle.

No fue hasta el día siguiente, el martes 22 de agosto de 1911, cuando Lois Béroud, otro artista más o menos diletante, que esa mañana acudió a copiar la obra de Leonardo, la echó en falta. Al punto sonaron las alarmas. En un primer momento se pensó en los anarquistas, quienes, de entrada, hace 113 años eran considerados los culpables de todo. Pero los investigadores más ponderados no tardaron en reparar en la animadversión que todas las vanguardias —no solo el futurismo— profesaban al arte clásico. Abanderado de todas ellas, el poeta Guillaume Apollinaire había llegado a proclamar, haciéndose eco de las propuestas de Marinetti, la necesidad de quemar los museos para que se abriese paso en ellos el arte nuevo. La policía no tardó en ir a buscarlo. Estuvieron una semana interrogándole, de modo que el poeta tuvo tiempo para dar unos cuantos nombres de sus amigos de Montmartre y Montparnasse. El que más llamó la atención de los investigadores fue el de Pablo Picasso. De antiguo se relacionaba a los dos compañeros con la desaparición de varias piezas escultóricas del Louvre. Más aún, se les creía integrantes de una banda internacional de ladrones de arte.

Entre tanto, el verdadero culpable escondió La Gioconda en el doble fondo de un baúl y volvió a Italia, su país de origen. Y así pasó un par de años en los que el Louvre conoció un inusitado aumento de su número de visitantes. Casi podría decirse que quienes acudieron al museo para llorar la ausencia de la tabla, fechada entre 1503 y 1513, descubrieron por elipsis la máxima expresión de la obra intelectual de Leonardo. “Intelectual”, sí señor. Al menos así lo estima el crítico Gérard de Nizeau, quien, en Leonardo, el genio visionario (Larousse, Barcelona, 2017) sostiene: “Más que cualquier otra, de las dibujadas o de las escritas, el reflejo más complejo de la obra intelectual de Leonardo da Vinci es un cuadro, La Gioconda (…), un reflejo que nos muestra todas sus áreas de interés, tanto artísticas como científicas, a través de la unidad del saber”.

Finalmente, cuando Peruggia intentó vender la pintura al director de la florentina Galleria degli Uffizi, fue detenido. Alegó que sustrajo el cuadro por patriotismo, que había obrado en la idea de que fue robado por Napoleón. Lo cierto es que fue adquirida por el rey Francisco I de Francia en el siglo XVI y desde entonces es propiedad del estado francés. Con todo, el supuesto patriotismo del ladrón le sirvió de atenuante. Fue condenado a un año y quince días. Pero solo estuvo preso siete meses. La Gioconda faltó en el Louvre dos años y medio. Así se escribe la historia.

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