Estaba Ana Merino en la puerta de embarque de un aeropuerto cuyo nombre no importa ahora cuando, de pronto, los paneles informativos anunciaron la cancelación de su vuelo. La indignación recorrió la cola de pasajeros como un protón disparado en un acelerador de partículas y, cuando el murmullo inicial devino en un auténtico alboroto, la escritora sufrió un ataque de migraña: punzadas en la sien, motitas en la vista, náuseas en la garganta. La gente protestaba a voz en grito mientras su jaqueca aumentaba sin control, y ya se había echado las manos a la cabeza cuando, de repente, el malestar se disipó, el griterío enmudeció y el silencio triunfó. Y fue entonces cuando aparecieron las voces. Las voces de los personajes de ficción que acababan de nacer en su mente. Rápidamente, la autora dio la vuelta a la tarjeta de embarque que sostenía entre las manos y, abstraída ya de cuando acontecía a su alrededor, escribió las primeras líneas de esa obra de teatro que habría de titular La redención.
Ana Merino tiene una cicatriz en el cerebro. Es de nacimiento, pero no la descubrieron hasta 2004, cuando ya tenía 33 años. De pequeña sufría ausencias: se quedaba ensimismada en todas partes, parecía que dormía con los ojos abiertos, sus padres no sabían qué pensar. Después, en la adolescencia, llegaron los ataques epilépticos y el tratamiento con fenobarbital, un barbitúrico con propiedades anticonvulsivantes que, de tan potente como era, le obligó a pasar todo un año en cama, tiempo suficiente como para leer los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido y, claro está, como para decidir ser escritora. A los 18 años, cuando su estado de salud mejoró y pudo por fin salir al mundo, le recetaron otro medicamento, ahora valproato, que le permitió hacer una vida relativamente normal. Y a los 40, y ya convertida en una autora respetada, un médico le retiró la medicación alegando que, a esa edad, tenía las mismas posibilidades de sufrir un ataque de epilepsia que una persona sin cicatrices en el cerebro. Lo más curioso de todo fue que, tan pronto como abandonó el tratamiento, empezó a oír voces. Las voces de los personajes que, todavía hoy, originan sus ficciones.
Y es que Ana Merino siempre concibe sus novelas y obras de teatro del mismo modo. Un susurro se va intensificando en su cabeza a medida que aumenta el griterío del lugar público en el que se encuentra: un aeropuerto con los pasajeros enfurecidos, una reunión universitaria con los docentes acalorados, un restaurante con los clientes achispados… El gallinero en que de pronto se convierte la realidad abre algún tipo de puerta en su cabeza y los personajes de su siguiente ficción entran en su cerebro de un modo tan animado que, al final, sus voces se imponen a las de quienes gritan en el exterior. Y todo esto, insistimos, desde que dejó de medicarse.
Con todo lo explicado hasta aquí, alguien podría pensar que la fuerza creativa de Ana Merino radica bien en la cicatriz que recorre su cerebro, bien en los efectos secundarios de todos los fármacos que se ha visto obligada a ingerir durante casi toda su vida, pero lo cierto es que ella no atribuye su bibliografía a ninguna de esas cosas. Hace algún tiempo escribió un poema que podría reforzar aquella tesis («Escribo porque tengo/la cicatriz de los sueños/dentro de mi cabeza (…)/Escribo porque a veces/mi cicatriz no sueña,/y su insomnio/me asusta»), pero no nos encontramos ante una mujer que achaque la creatividad de los artistas a las circunstancias vitales o a los condicionamientos físicos, sino al esfuerzo y la voluntad. De hecho, Merino está convencida de que todo el mundo, absolutamente todo el mundo, tiene un talento adormecido en su interior, siendo solo los que lo entrenan quienes acaban publicando libros, pintando cuatros o componiendo partituras.
En otras palabras: que si hay personas que cada noche se arrellanan en el sofá, eligen una serie de Netflix y se acuestan a las tantas, hay otras que, como Ana Merino, se meten en la cama a las diez, se levantan a las seis y contemplan el amanecer desde la ventana de su estudio. Y la diferencia entre unas y otras no está en las cicatrices del cerebro, sino en las muescas del tesón.
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La última novela de Ana Merino es Amigo (Destino, 2022), y el último poemario, Salvamento de hormigas (Visor, 2022).
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