Fotografía: Xavi Cervera.
Todo escritor sabe que existe una conspiración mundial para impedir que termine su novela. Cuando un autor toma la decisión de encerrarse en su torre de marfil para rematar el libro en el que lleva uno, dos o hasta tres años trabajando, la sociedad se pone de acuerdo para impedir que lo consiga e inicia todo tipo de maniobras para interrumpir su labor: los amigos empiezan a telefonear con más frecuencia, los directores de periódicos le encargan artículos repentinamente bien remunerados, los familiares le abroncan porque hace semanas que no los visita, los vecinos reforman la habitación contigua a su despacho, los organizadores de congresos literarios le invitan a participar en actos; y así un sinfín de situaciones que, por más azarosas que parezcan, responden a una plan maquiavélico que sólo busca —y con perdón— joderle la vida al escritor.
Así y todo, tras años buscando una solución al problema de las interrupciones, Zanón encontró un método de trabajo que, ahora sí, le permite aislarse del exterior: escribir en pijama. Se levanta a las seis de la mañana y no se pone ropa de calle hasta la hora de comer. Es más, si ha de salir para hacer un recado, se viste de un modo formal, abandona su domicilio y, cuando regresa media hora después, se vuelve a poner el pijama. Dice que esa prenda le provoca una sensación de abandono que excita su creatividad, que le proporciona la intimidad necesaria para el ejercicio de la profesión, que le aleja mentalmente de esa sociedad que trajina más allá de su ventana. Y parece lógico. Porque, a fin de cuentas, sólo nos ponemos el pijama cuando sabemos que nadie nos ha de molestar.
Ahora bien, Zanón es consciente de que esta búsqueda desesperada de soledad puede convertir al escritor en un auténtico monstruo. Él mismo reconoce que, cuando un periodista le telefonea a media mañana o cuando un ser querido reclama su atención, algo se rompe en su interior. Siempre responde a esos requerimientos con una sonrisa en los labios y no hay nadie en el sector que no alabe la amabilidad con la que trata a quien se le acerca. Pero, si nos fuera posible rasgar la piel de su pecho y escudriñar en su interior, descubriríamos a un hombre que tiene un grito atrancado en la garganta y que daría lo que fuera por encerrarse en casa, echar el pestillo y dedicarse en exclusiva a aquello que mejor se le da: escribir. Y esta lucha entre la persona educada que atiende a todo el mundo y la persona huraña que nos mandaría al garete es la que hace que, en ocasiones, se sienta un monstruo.
Carlos Zanón llama ‘monstruo’ a ese ser que habita el interior de todos los escritores y que les hace priorizar su obra por encima de cualquier otra consideración. La familia, los amigos, el dinero, la salud… Todo son asuntos secundarios cuando una novela se encuentra en ebullición y ninguna de esas cosas conseguirá jamás anteponerse a la obsesión que atrapa, estruja y hasta enferma al autor. Porque es precisamente esa ceguera la que hará que escriba un gran libro, aunque a veces eso implique un profundo deterioro de su personalidad. Ningún ejemplo mejor de esto que el de Truman Capote, que ansió que ejecutaran a Richard Hickock y Perry Smith para, de ese modo, poder terminar su novela más famosa: A sangre fría. Es algo atroz, sí, pero comprensible desde el punto de vista de un escritor. Tan comprensible que da hasta grima.
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La última novela de Carlos Zanón es Carvalho: problemas de identidad (Planeta, 2019).
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