Foto de portada: Juan de los Mares
Elísabet Benavent está en esa edad en la que los escritores noctámbulos asumen que ha llegado el momento de hacerse diurnos. Es algo que viene ocurriendo desde la noche de los tiempos: la práctica totalidad de los jóvenes letraheridos inician sus carreras literarias encandilados por el influjo de la Luna, agradecidos por el sueño de sus vecinos y fascinados por el silencio de las ciudades, hasta que llega un momento en que el exceso de café, el caos de los horarios y la soledad de las madrugadas empieza a pasarles factura no sólo a nivel psicológico, sino también físico. Los más inteligentes hacen entonces un esfuerzo por adaptar sus jornadas a las convenciones sociales y exigencias físicas, y los otros, bueno, los otros envejecen con la misma velocidad con la que lo hizo Dorian Gray al apuñalar su propio retrato.
Así pues, Elisabet Benavent ha decidido dar un vuelco a su vida y organizar sus días de un modo más saludable. No quiere seguir tomándose eso de la escritura como si fuera una carrera de motos, prefiriendo hacerlo a partir de ahora como si se tratara de un paseo en velero. Y la única forma de conseguirlo pasa por distribuir mejor el tiempo: desde mañana mismo, se levantará cuando el Sol entre por su ventana, y lo primero que hará será salir a estirar las piernas, y después tomará asiento en la terraza de alguna cafetería para desayunar con calma, y al cabo regresará a casa para continuar con la escritura de su nueva novela, y cuando llegue la hora de comer abrirá la nevera y cocinará algo de lo más nutritivo, y por la tarde se dedicará a la lectura de los grandes clásicos, y por las noches quedará con los amigos o simplemente verá una película. Tal es el plan de futuro que tiene Benavent pensado, pero, si nos permite un consejo, le diremos que tampoco se tome sus propias decisiones tan en serio. Porque, si lo de los escritores que arrancan sus carreras trabajando de noche es algo que viene ocurriendo desde el inicio de los tiempos, lo de los autores que deciden llevar una vida sana y no tardan ni una semana en recuperar las malas costumbres es algo incluso previo. Y está bien que así sea. Que luego le cambia a uno la personalidad y las novelas pierden el toque.
Ahora bien, hay dos cosas que Benavent nunca dejará de hacer. La primera es arrastrar una pizarra por toda la casa. Se trata de una vileda rectangular que descansa sobre un caballete y que la autora emborrona con el esquema de la novela en la que anda metida. La pizarra la acompaña a todas partes: al salón, a la cocina, a la terraza, al dormitorio y quién sabe si hasta el retrete, y sus anotaciones son lo primero que la autora ve cuando se despierta y lo último cuando se acuesta. Y la segunda costumbre que la valenciana no piensa cambiar es la de anotar el número de páginas, de palabras, de caracteres con espacios y de ídem sin ídem que escribe durante cada jornada de trabajo. Es un control obsesivo de la productividad diaria y, aunque la libreta donde apunta esos datos parece antes el cuaderno de un matemático que el de un escritor, no puede negarse que el método funciona. Porque Elísabet Benavent lleva vendidos tres millones y medio de ejemplares, mientras que muchos de sus colegas, en fin, muchos de sus colegas comen sano, hacen deporte y se ajustan el monóculo mientras repiten que uno no debe concebir la literatura como si fuera una ciencia exacta.
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La última novela de Elísabet Benavent es Todas esas cosas que te diré mañana (Suma de Letras).
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