Fotos: Janeth Gómez
Élmer Mendoza se levanta a las cinco de la mañana, prepara un té verde y habla con Dios. Le anuncia que hoy escribirá una escena un tanto violenta o acaso un pelín subida de tono, y le pide que haga la vista gorda y no se enfade con él. Después coge un poemario al azar, lo abre por cualquier página y lee los primeros versos que encuentra en su interior. Lo hace como calentamiento, para ponerse en modo escritor, tal que si fuera un segundo desayuno pero esta vez intelectual, y sólo cuando siente que la literatura se ha metido en su cuerpo coloca las manos sobre el teclado y se adentra en ese mundo de narcotraficantes, agentes de policía y demás elementos de malvivir que tanto irritan a Dios Nuestro Señor.
Mendoza trabaja en bloques de cincuenta minutos, nunca más pero tampoco menos, y entremedio deambula por la casa, hierve agua para otra infusión o visualiza en YouTube alguna jugada de los New York Yankees. Después toma de nuevo asiento y relee lo escrito con el deseo de encontrar aquello que siempre busca: sonoridad. Y es que el creador de personajes tan emblemáticos como “el Zurdo” Mendieta considera que lo importante a la hora de escribir una novela no es tanto la voz narrativa como, ¡atención!, el oído narrativo. Aprendió de Rubem Fonseca que no basta con que el lector lea lo que uno ha redactado, sino que tiene que oírlo. Y la única forma de conseguir semejante proeza pasa por sentarse ante el ordenador con el convencimiento de que hoy concebirá la mejor frase que jamás haya sido compuesta por mortal alguno. Sin esa ambición, uno no hace más que perder el tiempo y, más grave todavía, se lo hace perder a los demás.
El autor mexicano escribe las novelas en apenas medio año, casi tan rápido como su admirado Stephen King, pero luego se pasa meses y meses y más meses buscando la dichosa sonoridad. De ahí que no se imponga deadlines, que a su entender no son más que túneles oscuros en los que el escritor entra sereno y sale loco de atar. No, los auténticos artistas no tienen un calendario sobre la mesa; prefieren dejar que sean sus propias obras las que determinen el tiempo que necesitan para salir al mundo. Élmer Mendoza y Ricardo Piglia han hablado mucho sobre el momento exacto en el que hay que poner el punto final a un manuscrito, y ambos coinciden en que el único criterio válido es que estableció James Joyce el día en que dijo que a su Ulises no le cabía ni le sobraba una palabra más. Pero, ¿cómo saber si se ha alcanzado la proporción exacta? Pues dejándose llevar por el “sentimiento de satisfacción”. Dice Mendoza que hay un momento en que todo escritor se retrepa en la silla, deja las gafas sobre la mesa y murmura “lo he conseguido”. Y es entonces cuando le invade una dicha que no es otra cosa que el convencimiento de que ha trabajado al límite de sus posibilidades, de que ya no puede mejorar el texto, de que ha puesto tanta pasión en esa historia que incluso ha perdido salud. Entonces, sólo entonces, pone el punto final. Pero, si hay un atisbo de inquietud en la mente del autor, siquiera una leve duda sobre la eficacia de tal o cual párrafo, aunque sólo sea una ligera ansiedad ante la posibilidad de que la redacción pueda mejorar, si existe cualquiera de estas incertidumbres, no hay más remedio que regresar a la primera página y volverlo a corregir todo. Y así tantas veces como haga falta.
Élmer Mendoza anda obsesionado con la forma —no con la temática— porque sabe que ahí está en quid de la cuestión. Es consciente de que las únicas novelas que no caen en el olvido son las que han sido escritas con “voluntad de estilo”, es decir, con un empeño mayúsculo por convertir la prosa en algo fuera de lo normal; y de que ninguna ficción que no haya sido escrita de ese modo trascenderá jamás, por más interesante que sea su argumento. Pero hay otro motivo que le impulsa a dominar el lenguaje como pocos lo hacen a su alrededor, y es el amor de su madre. Su progenitora era una mujer muy amorosa pero también muy severa, y en más de una ocasión le dijo que él era un pendejo y que los pendejos nunca llegaban a escritores. Y aquellas palabras se clavaron en su orgullo con tanta fuerza que, siendo ya un niño, se propuso convertirse en el mejor literato de su generación. Y es que no hay nada más potente que el deseo de satisfacer a una madre.
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La última novela para adultos de Élmer Mendoza es Asesinato en el Parque Sinaloa (Literatura Random House, 2018).
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