Hace ya algunos años, cuando Espido Freire soñaba con publicar su primera novela, los suplementos culturales venían repletos de entrevistas a escritores que asociaban su oficio al sufrimiento. Hablaban del complicadísimo arte de narrar y lo vinculaban a un desconsuelo tan intenso que los lectores no podían más que suponer que eso de escribir debía de ser peor que bajar a la mina. Además, muchos de esos literatos se jactaban de las manías que habían generado con el paso del tiempo y explicaban orgullosos los rituales que seguían a la hora de invocar a la inspiración: que si García Márquez necesitaba tener una rosa amarilla sobre el escritorio, que si Isabel Allende terminaba la jornada laboral cuando se consumía la vela que encendía al ponerse a trabajar, que si Pablo Neruda sólo escribía con bolígrafos de tinta verde…
Además, tras leer cientos de entrevistas, elaboró una teoría que, de tan simple, seguro que contiene una verdad: sólo tienen manías quienes pueden permitírselo. Es decir, los ricos y los hombres. En su opinión, quien carece de dinero no compra rosas o velas cada mañana, y quien debe ocuparse del cuidado de los niños, del mantenimiento de la casa y de la compra semanal, no desaprovecha el tiempo libre con chorradas como ésas. Y, si me permiten la interrupción, les diré que, después de varios meses escribiendo esta sección, no puedo más que suscribir las palabras de la bilbaína.
Así pues, a la hora de escribir, Espido Freire no tiene manías ni rituales ni comportamientos neuróticos. Y si no tiene ninguna de esas cosas es porque, además de no disponer de tiempo para perderlo con pamplinas, sus tres gatas tampoco se lo permitirían. Ellas reclaman hasta el último segundo de su dueña y, cuando la ven tumbarse en la chaise-longue donde le gusta trabajar, se ponen manos a la obra: Ofelia le golpea la mano con la patita para que le acaricie, Rusia camina por encima del teclado como si quisiera participar en la redacción del texto y Lady Macbeth observa la pantalla tal que si fuera un crítico literario. Y ya me dirán ustedes qué otros rituales puede uno querer cuando tiene a tres michinas como éstas rondando a su alrededor.
Poca cosa más se puede decir de una escritora que se define a sí misma como una mujer tan práctica que rechaza cualquier tipo de distracción y que, por no necesitar, no necesita ni una habitación propia. Tiene un despacho, por supuesto, pero dice que le basta el portátil para ponerse a trabajar en cualquier sitio. De hecho, ni siquiera precisa libros a su alrededor. Ha liquidado su biblioteca personal en más de una ocasión, quedándose únicamente con los ejemplares que la acompañaron durante la infancia y con las obras completas de Shakespeare y Cervantes, que son sus autores de cabecera. Todos los demás volúmenes, incluyendo los de los grandes clásicos, han salido de su casa con la misma facilidad con la que entraron, y cuando alguien le recrimina que se haya deshecho más de tres veces de Crimen y castigo, ella se encoge de hombros y responde que cuando necesite releerlo bajará a la librería de su barrio y lo comprará de nuevo. Porque ésa, añade, es su auténtica biblioteca.
De manera que, si quieren ustedes aprender algo de Espido Freire, quédense con esta idea: menos tonterías y más escribir. Y es que, como dice ella misma, cuanto más rigor pone un autor en su trabajo, menos necesidad tiene de demostrar que es una persona especial.
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El último libro de Espido Freire es Tras los pasos de Jane Austen (Ariel).
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En mi opinión encuentro algo contradictorio que diga que las manías de los escritores es cosa de ricos y de hombres y que luego añada hacia el final del texto que se ha desecho tres veces del libro “Crimen y castigo” y que si le apetece volver a leérselo ya bajará a la librería a comprárselo, porqué su auténtica biblioteca es la librería de debajo de su casa. No sé, igual son cosas mías, pero eso muy de pobres no es.