Foto de portada: Lisbeth Salas
Una novela también es la historia de una obsesión. A un escritor se le mete una imagen en la cabeza y, temiendo que caiga en el olvido, la anota en un cuaderno. Por norma general, la escena imaginada nunca será rescatada y quedará por siempre abandonada en esa especie de cementerio de relatos repudiados que son las libretas. Sin embargo, ocurre en ocasiones que la revelación no se desvanece en el aire y que, durante más tiempo del esperado, brilla en la mente del receptor con una resplandor especial. Pasan entonces los días y la idea deviene en frufrú, y el frufrú en chiquichaque, y el chiquichaque en chunda chunda, consiguiendo que el ruido generado a su alrededor resulte a la postre tan insoportable que el autor no encuentra otra forma de silenciarlo que desconectando el teléfono, sentándose ante el ordenador y vomitando el primer párrafo de la que será su próxima novela. Y es que las obsesiones, dice Fernanda Melchor, solo desaparecen cuando las encierras en un libro.
La mexicana que sorprendió a la crítica internacional con Temporada de huracanes lleva un diario personal en el que, entre muchas cosas más, anota las ideas que le asaltan a lo largo de la jornada. Algunas son interesantes, otras trascendentes y unas terceras incluso susceptibles de convertirse en narraciones. Aun así, Melchor nunca relee ese cuaderno porque hacerlo le resulta aburrido y acepta resignada que las ideas allí plasmadas nunca llegarán a nada. Y si alguien le pregunta qué sentido tiene dejar un registro de proyectos descartados, responde que lo importante de un diario no es la reconstrucción del pasado que sus entradas te permiten realizar, sino el hecho de escribirlo. Porque es mientras se escribe que vienen las ideas, no mientras se repasa lo escrito.
De manera que Fernanda Melchor garabatea frases y más frases en su cuaderno y, cuando menos se lo espera, ¡zas!, acontece el milagro creativo. De repente aflora un pensamiento que no solo no desaparece al instante, sino que ocupa una habitación de su cerebro. Así lo expresa la narradora: el germen de toda novela es siempre un cuarto vacío cuya puerta se abre en algún rincón de la mente y al que, durante los siguientes meses, el autor accede a diario, aunque sea solo para colgar hoy un cuadro, para poner mañana un jarrón o para ordenar al otro una cajonera. Hasta que llega el día en que abre la puerta, enciende la luz y descubre que ya es una habitación perfectamente amueblada. Es entonces cuando toca ponerse a escribir.
Lo que hace Fernanda Melchor a continuación es montar una escaleta de tres folios en la que resume el argumento, describe a los personajes y sitúa el clímax, el giro narrativo y el midpoint, conceptos estos últimos que aprendió durante la etapa en la que trabajó como guionista para Netflix. La novela que habrá de escribir queda pues condensada en esas cuartillas y, aun siendo esto un gran avance, todavía queda superar el reto más importante: el relleno. Porque uno puede redactar una escaleta que determine las líneas generales de una historia, por ejemplo una que trate sobre un guerrero que, concluida la guerra, emprende un viaje de regreso al hogar que se demora diez años, pero luego hay que inventar los detalles de semejante periplo. Aunque la sinopsis de la Odisea ya es de por sí espectacular, son las peripecias vividas por Odiseo lo que realmente despierta el interés del lector y lo que, evidentemente, complicó la redacción del poema épico sobre el que se alza el resto de la literatura occidental. Así pues, si en la habitación abierta en nuestro cerebro habíamos colgado un cuadro, puesto un jarrón y ordenado una cajonera, ahora nos enfrentamos a la dificultad de describir el lienzo enmarcado, determinar la dinastía a la que pertenece la vasija y emparejar los calcetines dispersos en la cómoda. Y eso, ¡ah!, eso es lo verdaderamente complicado.
Melchor nunca tira el primer borrador de su manuscrito porque sabe que, si en las posteriores versiones se queda atascada, siempre podrá volver a la idea original. Considera que el texto inicial siempre contiene la información importante y que el resto de bosquejos no son más que un constante y repetitivo limado de asperezas que, eso sí, acabarán dando como resultado la más suave de las esculturas. De hecho, ese primer borrador es en muchas ocasiones tan redondo que, al menos en su caso, podría incluso ser publicado. Pero, ya se sabe, lo que diferencia a los escritores con aspiraciones literarias de los novelistas con aspiraciones comerciales es que los primeros le meten cientos de ‘horas nalgas’ al proceso de corrección, mientas que los segundos entregan al editor la primera versión, como mucho la segunda, de su narración. Decidir a qué grupo de autores quiere uno pertenecer no es cosa baladí, entre otras cosas porque nuestro prestigio —y también nuestra economía— dependerá de ello. Así que… piénsenlo bien.
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La última novela de Fernanda Melchor es Páradais (Random House, 2021).
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