Foto de portada: Daniel Mordzinski
Ida Vitale tiene noventa y ocho años y la cabeza más clara que muchos de cuarenta. De hecho, la tiene tan clara que, cuando le preguntan algo que ella considera falto de interés, como por ejemplo cuál es su método de trabajo, se ríe por lo bajini y responde que eso carece de importancia, que cada autor hace las cosas como puede, no como quiere, y que no entiende por qué la gente se empeña en convertir algo sencillo en toda una complicación. ¿Sencillo? Pues claro, añade: cuando te apetece escribir, escribes, y cuando no te apetece, pues no lo haces. Y uno se queda tan petrificado ante la sencillez de su respuesta que, la verdad, le entran ganas de apagar la grabadora, hacer las maletas y retirarse a un monasterio.
Vitale siempre ha puesto la poesía en segundo plano. La ha escrito cuando no tenía que traducir un libro, ni dar una clase, ni entregar un artículo. Incluso cuando no tenía que ir al mercado. Y es que, según sus propias palabras, si ha alcanzado los noventa y ocho años no ha sido por pasarse el día componiendo poemas, sino por haberse encargado personalmente de las tareas del hogar. Jamás ha contratado a nadie para que le ayude en casa, lo ha hecho todo ella misma, incluso a día de hoy, y así es como asegura que ha llegado a semejante edad. Por tanto, estamos ante una autora que siempre ha sentido que había algo más urgente que sentarse a escribir, y que aun así ha levantado una obra a la que, pese a los premios recibidos, ella resta valor. Porque esta mujer ha vivido muchos años y su perspectiva sobre lo que es realmente importante en la vida difiere de la que tenemos los demás.
Sonsacar a Ida Vitale información sobre su método de trabajo es más difícil que entender un poema de Ungaretti. Pero no porque ella no quiera desvelarlo, sino porque le parece un asunto menor. Con todo, quiere dejar claro que siempre le ha molestado que las musas se personen en su despacho sin haber pedido cita previa y que, en más de una ocasión, les ha dado con la puerta en las narices por tener otras cosas que hacer. Tanto es así que ni siquiera lleva una libreta encima para anotar las ideas que puedan sobrevenirle en la calle. Si la inspiración le asalta en un paso de cebra, en la cola de un supermercado o incluso en el interior de una librería, Vitale se encoge de hombros y sigue con la vida como si tal. Y si la ocurrencia se pierde en el olvido, pues adiós muy buenas y aquí no ha pasado nada. Porque, como dice la última superviviente de la Generación del 45, el mundo no dejará de girar por un verso menos.
Hubo un tiempo, no obstante, en que la poesía sí que era algo que se dejaba mimar. Se refiere a la época en que los periódicos, entre ellos El País de Uruguay, publicaban poemas en sus páginas. Vitale siempre los leía y, según recuerda, descubrió a muchos autores a los que todavía hoy admira. Pero eso es ya historia remota, algo que ocurrió hace mucho tiempo y que nunca volverá, una costumbre propia de un periodo en el que la gente daba el mismo valor a un poema que a la información sobre el PIB nacional. Ahora nadie echa de menos la creatividad en prensa; a muchos incluso les parecería un derroche de espacio que los medios no se pueden permitir. Por eso no hay poemas en los periódicos; ya sólo sobreviven en esos libros que la población evita comprar.
Tampoco quedan revistas de creación. Aquellas publicaciones en las que los escritores noveles publicaban sus primeros textos y en las que los autores consagrados ensayaban nuevos estilos literarios han desaparecido de la escena cultural. Ida Vitale no sabe cómo empiezan ahora a publicar los aspirantes. Imagina que habrá otras plataformas, pero desconoce cuáles. Aun así, ella sigue leyendo a los jóvenes y ha descubierto voces que le han devuelto la esperanza en el porvenir. Pero, después de decir esto, reconoce sin complejos que esas voces recién llegadas no acuden a ella para pedirle consejo. Vitale no parece dar importancia a este comentario, pero es evidente que sus palabras denotan un distanciamiento de las nuevas generaciones respecto a las viejas, un desinterés por lo que los poetas de antaño les puedan enseñar, un deseo de hacer borrón y cuenta nueva respecto al pasado para fingir que lo que hoy se escribe es lo realmente innovador. Allá ellos. No se dan cuenta de que todos envejeceremos y de que, cuando eso ocurra, sólo serán dignos de reír por lo bajini aquellos que nunca pisotearon a los que, en realidad, les abrieron el camino.
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El último poemario de Ida Vitale es Tiempo sin claves (Tusquets). El 2 de marzo saldrá publicada su Poesía reunida (Austral).
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