Foto: Daniel Mordzinski
Juan Villoro se considera un mecanismo específicamente diseñado para convertir el café en literatura. Se pimpla tres americanos apenas se levanta y, transcurridos unos cuarenta minutos, la vitalidad estalla en su cerebro tal que una ola embravecida chocando contra un espigón. Entonces se sienta frente al ordenador y aporrea las teclas con tanta fuerza que borra las grafías de su superficie. Ya han desaparecido la e, la a, la o, la i y la s, que son las letras más usadas en lengua castellana, y al ritmo que escribe pronto lo harán el resto. Antiguamente, cuando usaba máquina de escribir, golpeaba las teclas de un modo todavía más rabioso. Lo hacía para que los tipos atravesaran el papel carbón y se imprimieran con claridad en las dos, tres o hasta cuatro copias que sacaba de sus textos, y cuando al terminar sacaba los folios del rodillo y los agitaba en el aire, una lluvia de confeti caía sobre la mesa. Eran los circulitos de las oes, que acaban perforadas por la contundencia con la que el brazo metálico apaleaba el papel.
Pero Villoro no sólo desgasta el teclado, sino también la estilográfica. Tiene tan clara la importancia de reescribir que, cuando termina el primer borrador de una novela, la imprime en su totalidad y borra la única copia digital que guardaba de ella. Entonces corrige toda la obra a mano y vuelve a transcribirla en un nuevo documento. Hace todo esto porque la experiencia le ha demostrado que la inspiración está antes en las yemas de los dedos que en los microchips del ordenador y que, cuando uno corrige a mano, aparecen ideas que jamás asomarían si sólo creáramos mirando la pantalla. Y es que, según dice, ser amanuense de uno mismo mejora el texto una barbaridad.
Pero la punta de los dedos no sólo sirve para atraer la inspiración, sino también para propiciar la concentración. Y es por eso que el escritor mexicano se ha construido un abalorio que le ayuda a pensar. Se trata de un llavero del que cuelgan llaves que no abren nada —de maletas perdidas, de antiguos apartamentos, de portones que ya no existen—, un escudo roto de ese equipo de fútbol, el Necaxa, que le parte constantemente el corazón, y un yen japonés por cuyo agujero pasa la arandela. Así pues, cuando Villoro se atasca con una idea, acaricia esos metales igual que hacen los católicos con las cuentas de un rosario y, siguiendo la filosofía del budismo zen, deja que la distracción de las manos libere su mente y que las ideas vuelvan de esta forma a fluir.
Le viene esa costumbre de lejos, a Juan Villoro. De cuando, siendo todavía un niño, llevaba siempre en el bolsillo unas fichas de parchís que llamaba “pensadores”. Cuando se acostaba al anochecer o cuando se aburría en el colegio, las frotaba con cariño, cerraba los ojos y se imaginaba a sí mismo jugando al fútbol con los amigos o recorriendo el mundo en soledad o viviendo aventuras en cualquier bosque encantado, y hasta que no llegó a la edad adulta no comprendió que aquella práctica no era más que una preparación para el trabajo literario que realiza en la actualidad.
Otra costumbre que el escritor mexicano asocia con la literatura es la de pasear. Cuando no sabe cómo continuar una novela y cuando el llavero no cumple su función liberadora, coge la puerta de casa, baja a la calle y se pone a andar. Y ocurre entonces que, mientras deambula por su barrio y observa a la gente, se desatasca el problema que le tenía bloqueado y afloran líneas argumentales que ni siquiera soñando habría podido encontrar. Está convencido este hombre de que los escritores no deben permanecer en reposo demasiado tiempo porque, en tal caso, les acaba ocurriendo lo mismo que a esos brebajes que vendían en las boticas de antaño: que el componente curativo se posaba en la base del frasco y que tenías que agitar antes de usar. Así que ya saben ustedes: si quieren construir una novela de verdad, olvídense un poco de la novela y salgan a pasear.
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