Foto de portada: Raúl Prado
Leonardo Padura y Lucía López Coll son una única persona dividida en dos cuerpos. Juntos componen el que probablemente sea el matrimonio más sólido de la reciente literatura cubana, siempre con permiso de Guillermo Cabrera Infante y Miriam Gómez. Se conocieron cuando tenían 22 y 18 años, respectivamente, y si ahora rondan los 66 y 62, ya pueden echar ustedes cuenta del tiempo que llevan juntos. El suficiente como para entreverarse, amalgamarse e incluso fusionarse, como poco.
Eso de que Leonardo y Lucía son una única persona dividida en dos cuerpos no es algo que hayamos puesto aquí para darle un tono poético al artículo. Lo dice el propio autor y hay pruebas que lo demuestran. Por ejemplo: en casa de los Padura-López solo encontrarán ustedes un ordenador, que usan los dos en horarios distintos. Él por las mañanas y ella, pues, por las tardes. Y si alguien insinúa de viva voz que la mesa de un escritor tiene que ser un lugar tan íntimo como sagrado, él suelta una carcajada y repite eso de que en su casa viven dos cuerpos pero una única mente.
Leonardo Padura siempre desayuna un yogur griego. Es tan aficionado a este producto que aprovecha sus viajes al extranjero para comprar todas las variedades disponibles en el mercado. Ahora mismo, mientras tiene lugar esta entrevista, degusta uno de Mercadona, cadena de supermercados españoles que endulza esos derivados lácteos con una pizca de azúcar de caña que enloquece al cubano. A las ocho y media, después de haberse comido el yogur y bebido un café bien cargado, Padura entra en un estudio adyacente a la casa donde vive —y donde nació— y se pone a hacer «horas nalgas», localismo con el que cuantifica el tiempo que invierte en su novela a diario. Eso sí: cada veinte minutos se levanta y se asoma a la ventana, pasea por el huerto o simplemente mira las musarañas, porque tiene calculado que esa es la medida de tiempo perfecta para que su mente rinda al máximo. Cuando el reloj marca la una, apaga la computadora, despeja la mesa para su mujer y regresa al mundo.
Durante las «horas nalgas», Padura avanza por la novela a tientas. No tiene nada planificado, no sabe hacia dónde se dirige, no conoce a los personajes. Simplemente se sienta y escribe. Y esta forma tan intuitiva de trabajar suele hacer que, cuando alcanza el penúltimo capítulo de su ficción, se vea obligado a volver atrás para descubrir quién es el asesino. Sí, amigos, Leonardo Padura escribe sus policiacas sin tener la más mínima idea de quién mató a Fulano o Mengano, y es al final de todo cuando tiene que regresar al principio y volver a leer el texto como si él mismo fuera el detective, es decir, buscando las pistas que tal vez su inconsciente haya ido dejando para que se haga visible el culpable. Luego hará unos retoques aquí y allá, dará coherencia al texto y, misterios de la literatura, todo quedará redondo. Y si por cualquier circunstancia el autor no encontrara la salida del laberinto en el que se metió él mismo, pues se levantará de la silla, cogerá un ejemplar de Conversaciones en la catedral y leerá de nuevo la única novela que, en su opinión, es capaz de iluminar hasta los fondos marinos. En la obra de Vargas Llosa encuentra Padura respuesta a todos los enigmas que su propia ficción plantea y tantas veces ha manoseado ese libro que sorprende que todavía puedan leerse sus letras.
Hacia las nueve de la noche, después de haber pasado la tarde cuidando del huerto, haciendo ejercicio o descansando a la sombra del flamboyán que se alza en el jardín de su casa, Padura regresa al estudio. Lucía ya ha terminado de trabajar y ha apagado el ordenador, y juntos toman asiento en el sofá que adorna una esquina del despacho, encienden el televisor y ven una película o una serie. Tienen una casa llena de habitaciones, pero cuando construyeron este estudio adyacente a la propiedad decidieron convertir uno de sus rincones en una especie de saloncito. Podrían haber aprovechado ese espacio para instalar otro escritorio y, de este modo, tener cada uno de ellos un ordenador propio, pero ya se ha dicho varias veces que Leonardo Padura y Lucía López Coll son dos cuerpos pero un único ente, y tal vez sean también la demostración de que no hay nada como la estabilidad emocional para construir mundos ficticios.
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La última novela de Leonardo Padura es Los rostros de la salsa (Tusquets).
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