Foto: Iván Giménez
Luis Landero no tuvo una habitación propia hasta que superó los cincuenta años, y la verdad es que tampoco la echó en falta. Escribió algunas de sus mejores novelas en la misma mesa camilla en la que comía a diario con su familia, en la que sus hijos hacían los deberes y en la que se reunía con su mujer para ver la televisión por la noche. Y aun así levantó un corpus literario que ridiculiza a cuantos construyen torres de marfil para luego dar al mundo obras que parecen de hojalata. Y es que, digámoslo ya, los auténticos escritores no necesitan ni despachos ni estilográficas ni monóculos de plata. Lápiz y papel; todo lo demás, quincalla.
Al autor de Juegos de la edad tardía y El mágico aprendiz le gustaba el mundo tal y como era antes. De hecho, lo añora tanto que continúa manteniendo algunas costumbres hoy obsoletas. Por ejemplo, baja a comprar los periódicos cada mañana y, antes de ponerse a trabajar, repasa los titulares en silencio. Después entra en la habitación de su hijo y, de nuevo antes de ponerse a escribir, lee algunas páginas de la cincuentena de libros que, ordenados en una estantería que tiene al alcance de la mano, conforman su canon particular. Torrente Ballester hacía lo mismo: releía algunos párrafos de sus autores preferidos para calentar un poco, podríamos decir que para ponerse a tono, y cuando sentía que la literatura se había metido en su cuerpo, ponía las manos sobre la máquina de escribir y se lanzaba a crear sus mundos.
Y no son esas las únicas costumbres que Luis Landero mantiene desde hace años. Porque hay algunas cuyos orígenes se remontan a su época de estudiante. Por ejemplo, cada mañana, después de haber hojeado la prensa y rememorado a sus escritores predilectos, le da la vuelta a un folio reciclado, coloca una regla sobre el papel y traza un margen de unos seis centímetros. Después pone la hoja sobre el atril que mandó construir a un carpintero, echa un vistazo al mundo que gira tras su ventana y se lanza a escribir sus cosas. Cada día igual, sin faltar nunca, como cuando era pequeño y empezaba la clase.
El narrador extremeño escribe en tinta negra, pero luego corrige con cuatro colores distintos: primero lo hace con un lápiz y luego con rotulador azul, rojo y verde. De manera que, cuando termina la jornada laboral, el folio tiene cinco estratos de escritura sobre la misma superficie. Los manuscritos de Landero parecen la fiesta mayor de un pueblo, con cohetes que explotan y con fuegos artificiales, y es una lástima que luego pase el material a limpio, porque a algunos nos gustaría leer sus novelas con todos esos colores superpuestos y con el margen izquierdo si pudiera ser un pelín torcido.
No me digan que no es, así en general, una estampa entrañable: un escritor reclinado sobre un atril, y una regla transparente con el filo tiznado, y cinco rotuladores desperdigados por la mesa, y una ventana con una acacia, y un balcón en el que antaño había una bombona de butano y hoy una bicicleta. Es la imagen que yo vislumbraba cuando, siendo niño, imaginaba a la vida de los escritores. Es la imagen que, en realidad, sigue dominando el corazón de quienes vemos este mundillo con un punto de romanticismo. Es la imagen, pues, de Luis Landero.
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La última novela de Luis Landero es El huerto de Emerson (Tusquets, 2021).
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