Foto: Florencia Cosin
No hay escritor que no haya librado alguna vez una batalla con el periodismo. Las dos profesiones se solapan constantemente y no es inusual que quien practica la una sienta la otra como un estorbo. El literato considera que el reporterismo le roba tiempo y el plumilla piensa que la literatura hace lo mismo pero con el dinero. Y así pasan los años para muchos letraheridos, tratando de repartir los minutos entre ambos oficios y buscando un equilibrio que, en la mayoría de los casos, sólo llega cuando uno se instala en ese lugar en el que los relojes tan sólo son un adorno: el cementerio.
La Historia de la Literatura está llena de novelistas que destacaron en sus años de juventud y que luego desaparecieron como el viento. Parecían llamados a convertirse en los grandes escritores del mañana, pero se quedaron en grandes decepciones del presente, y entre las muchas razones que se pueden señalar para explicar esa caída en desgracia sin duda se encuentra la del salto a la vida adulta. Porque a muchos autores, por no decir a casi todos, se les agota la energía tan pronto como ingresan en la madurez. Y eso ocurre, o al menos así lo cree Enríquez, porque no saben convertir el caos creativo en un orden que atraiga igualmente a las musas.
Es evidente que no tenemos el mismo empuje cuando somos jóvenes que cuando asoman las canas. La escritora argentina se dio cuenta de esto cuando todavía estaba a tiempo y lo primero que hizo al notar que la mocedad se escapaba fue adaptar sus horarios a las exigencias del cuerpo. Reparó en que ya no rendía lo mismo que cuando trabajaba a destajo y estableció un horario para la literatura y otro para el periodismo.
Es cierto que añora los años del caos porque siente que era más creativa en aquel entonces, pero ha aceptado que la vida tiene sus normas y que una de ellas es la disciplina. Ahora sólo escribe narrativa durante cuatro horas al día y siempre por las mañanas, y lo hace de un modo estricto, evitando cualquier distracción, sin salir de su estudio ni siquiera para servirse un vaso de agua. Es una escritora de clausura a tiempo parcial, pero saca tanto partido a ese periodo que ahora publica con más frecuencia que antes.
Y así es como se ha convertido en una autora de prestigio: dejando atrás el caos de la juventud, adaptando los horarios laborales a las exigencias de su cuerpo y limitando el periodismo a los ratos muertos. Porque hay otro detalle que conviene saber: Mariana Enríquez ha renunciado al columnismo. Ha llegado a la conclusión de que las redes sociales han vencido al periodismo de opinión y de que es en esas plataformas donde, entre la morralla y los insultos, brillan ahora las reflexiones de hondo calado. Esto ha hecho que haya abandonado un tipo de periodismo que ejerció durante muchos años y que haya vuelto a las raíces del oficio: la entrevista, la reseña, el perfil… Es decir, ha retomado un reporterismo que presta más atención a la labor de los otros que a la de uno mismo, lo cual le ha liberado de un ejercicio mental que le restaba demasiada energía. Porque hay una verdad que todos sabemos: quienes tienen que ser ingeniosos en sus columnas semanales o diarias pierden ingenio en sus propias novelas. Y esto es algo que podemos comprobar comparando las obras de ciertos autores antes y después de devenir en tertulianos televisivos, opinadores radiofónicos o, simplemente, columnistas de prensa tradicional.
Así pues, adapten sus horas de trabajo a la edad que tienen y verán como la falta de saturación les hará más productivos.
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El último libro de Mariana Enríquez es Alguien camina sobre tu tumba (Anagrama).
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