Foto de portada: Enrique Martínez Bueso
Miguel Ángel Hernández escribe las novelas con el formato de la editorial donde habrá de publicarlas. Ha configurado su procesador de textos con la misma tipografía, el mismo tamaño de letra, el mismo interlineado y los mismos márgenes que los habituales en el diseño de la colección Narrativas Hispánicas de Anagrama, de tal manera que el manuscrito que sale de su ordenador sólo se diferencia de la versión que luego llega a las librerías en la portada y la encuadernación. El resto es igualito. De hecho, no se entiende que en Casa Herralde no lo contraten como maquetador. Fijo que lo haría la mar de bien.
Sin embargo, en la teoría estética elaborada por Miguel Ángel Hernández sobre la importancia del impacto visual de la obra en la disposición receptiva del lector hay más cosas de las que se ven. Y una de ellas es que a este escritor murciano le encanta trastear en su ordenador. Es un auténtico fanático de las posibilidades que éste ofrece para ejercer su oficio y no duda en incorporar cualquier novedad informática a su método de trabajo. De hecho, desde hace casi una década encabeza la lista de defensores a ultranza de Scrivener, el procesador de textos diseñado ex profeso para satisfacer las necesidades de escritores, guionistas, académicos y demás artista del tecleo.
Scrivener es como el Word, pero con un sistema integrado de administración de documentos y metadatos al que el usuario puede acceder de un modo directo. Por así decirlo, es como tener la libreta de notas junto al monitor y disponer del contenido de la misma sin rebuscar entre sus páginas. Evidentemente, esto tiene una enorme utilidad para aquellos autores que realizan grandes investigaciones y que necesitan ordenar el material recabado de un modo sencillo. Y parece que el programa funciona a las mil maravillas, porque en los últimos años ha ganado tantos adeptos que, si antiguamente preguntábamos a los escritores si eran de mapa o de brújula, ahora podemos preguntarles si son de Scrivener o de Word, sacando exactamente las mismas conclusiones según la respuesta obtenida. Y es que el tiempo pasa, queridos lectores, y si nuestros abuelos evocan el arte de la estilográfica y nuestros padres el de la máquina de escribir, ahora hay toda una generación que rememora la época en que los literatos se manejaban con el Office de Microsoft.
De cualquier modo, echando un vistazo al despacho en el que Miguel Ángel Hernández se encierra cada mañana, en concreto de 06,00 a 09,00 AM, para construir sus novelas, comprobamos no sin poca satisfacción que, por más tecnologías de la escritura que inunden nuestras vidas, hay ciertos elementos que nunca desaparecen. Tras la mesa de trabajo, destaca un panel de corcho en el que ha clavado algunas de esas tarjetas de cartulina que antiguamente se almacenaban en archivadores de color verde; una pared de pizarra con los nombres de sus maestros, entre los que cabe destacar Sebald, Vila-Matas y Auster; y dos plumas, una Pilot y otra Delta, que emplea para los trabajos académicos en el primer caso y para los literarios en el segundo. Y toda esta decoración demuestra que, al final, el mundo sigue siendo el mismo que ayer: un cuaderno de papel y un archivo de Scrivener 3.0, una caja de chinchetas y un MacBook Pro de 8 núcleos, una barra de tiza y una aplicación de la DRAE, un sacapuntas con polvillo de grafito y una lista de Spotify con música de concentración… Cambian los útiles de trabajo y, en el fondo, todo sigue igual.
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La última novela de Miguel Ángel Hernández es Anoxia (Anagrama).
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