Hay algo de Wertheimer en todos los periodistas culturales. Wertheimer es, por si no lo recuerdan, uno de los personajes de El malogrado, de Thomas Bernhard. En concreto, el pianista que, consciente de que nunca alcanzará el virtuosismo de Glenn Gould, abandona toda pretensión de convertirse en un gran músico y se entrega a un abandono vital que, lógicamente, desemboca en el suicidio. A lo largo del relato, narrador y lector asisten al proceso de autodestrucción de ese hombre no solo estupefactos, sino también rabiosos ante la certidumbre de que Wertheimer podría haber devenido en un gran pianista si no hubiera cometido el error, por otra parte frecuente, de compararse únicamente con los mejores. Y es que, ¡ay, amigos!, no hay mayor verdad en el mundo de las artes y las letras que esa que dice que la creatividad de los demás puede aplastar de un manotazo la nuestra.
La primera de esas causas podría ser lo que aquí llamamos Complejo Wertheimer, ya explicado en el arranque de este artículo, pero matizado en la siguiente frase: los periodistas culturales leen libros tan elevados que, siempre o casi siempre, se convencen a sí mismos de que, si se pusieran a escribir ficción, no aportarían ni una sola coma a la Historia de la Literatura. Es más, puede que incluso aportaran alguna falta de ortografía. Se equivocan, por supuesto, pero tantos años entrevistando a grandes autores, reseñando libros que integran el canon contemporáneo a poco de salir de imprenta, y redactando reportajes sobre las nuevas corrientes literarias hacen que cale en ellos el convencimiento de la inutilidad de emprender su propia empresa narrativa. Y si a esto le sumamos el temor a que, habiéndose pasado la vida haciendo crítica sobre la obra de los demás, ahora sean ellos el objeto de la crítica, tenemos la combinación perfecta para que repriman sus ansias de probar suerte con la ficción.
El segundo motivo podríamos encontrarlo en la satisfacción que les produce la creación literaria de corto recorrido. Al periodista cultural, como le ocurrió a Munárriz, se le suele ofrecer más tarde o más temprano alguna columna de opinión que, por norma general, acostumbra a convertir en una mezcla de información y narrativa. Y estas pequeñas piezas acaban conformando, de un modo u otro, su auténtica obra literaria. Tal vez dichos artículos no lleguen a verse compilados en un libro y se pierdan en la noche del periodismo, pero su autor siempre tendrá la satisfacción de saber que, si bien jamás deleitó a los lectores con una novela de largo recorrido, sí que les proporcionó unos minutos de felicidad a través de sus textos efímeros. En el caso de Munárriz, por ejemplo, los modelos en los que se basa para ejercer esta labor son los de Francisco Umbral, Julio Camba y, entre otros, Manuel Vicent, todos autores que, si no hubieran publicado ficción, habrían pasado igualmente a los anales de la Literatura.
Y la tercera y última causa de esa evitación del arte novelístico por parte de algunos periodistas culturales es el convencimiento de que, en verdad, la novela perfecta siempre es aquella que no hemos escrito. Mientras la historia permanece en nuestra mente, mientras no materializamos el argumento, mientras no volcamos la imaginación sobre el papel, nuestra ficción es una obra que nadie puede poner en duda. Pero, si damos el salto de fe y la transformamos en un texto, bueno, en ese caso descubriremos que tenían razón quienes aseguraban que las novelas nunca acaban siendo como sus autores esperaban. La insatisfacción con el resultado obtenido es, empero, algo normal en el oficio. Es absolutamente imposible encontrar a un solo narrador que diga que la idea inicial de su ficción corresponde con el resultado final, siendo lo habitual que entreguen el manuscrito a sus editores no por estar realmente terminado, sino por resultarles imposible continuar trabajando en él. Y de todo esto se puede deducir que la única diferencia entre los autores que publican libros y los periodistas que se bloquean a sí mismos es que los primeros aceptan que las novelas siempre son una decepción, mientras que los segundos viven aterrados ante la posibilidad de decepcionar a los demás.
Así pues, aprovechamos aquí la ocasión para animar a todos los periodistas culturales, Miguel Munárriz incluido, a que maten al Wertheimer que llevan dentro y se pongan a escribir esa novela que tantos años llevan cargando sobre los hombros. Total, lo peor que puede ocurrir es que nada cambie y sigan siendo maestros en su oficio.
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El último libro de Miguel Munárriz es La escritura contra el tiempo (Luna de Abajo, 2021). Prólogo: Ricardo Labra. Fotografías: Daniel Mordzinski. Venta: en la página web de la editorial.
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