Dicen los que saben de estas cosas que, allá en un pasado muy remoto, puede que incluso tan remoto como la mismísima noche de los tiempos, un hombre reparó en que había huellas en la orilla de una charca. Y comprendió aquel antepasado común que todas y cada una de esas pisadas correspondía a un animal distinto —las pequeñas al pájaro, las medianas al zorro, las grandes a alguna bestia que tal vez hoy ya no exista—, y se le ocurrió a continuación a ese desconocido que los sonidos que los humanos emitimos también podrían tener una huella que los representara. Fue así como aseguran los expertos que nació la escritura, a partir de las marcas que los animales dejaban en el barro, y desde entonces los mortales hemos garabateado tantas palabras como estrellas hay en el Universo más profundo, sin por ello olvidar jamás que, cada vez que trazamos una letra sobre el papel, estamos reproduciendo el saltito que dio un pájaro sobre el lodo de una ciénaga. Así pues, no estamos realmente escribiendo, sino recreando la realidad. O, lo que es lo mismo, pintando.
Bonet sabe que su argumento de autoridad, aquello por lo que la gente se acerca a su trabajo, es la pintura, pero considera que su obra no puede ser aprehendida sin las narraciones que la acompañan. Es más, ella misma reconoce que la literatura ha mejorado sus cuadros, y que, desde que escribe, sus representaciones pictóricas han adquirido una nueva dimensión, se han llenado de significados, han ganado más de una connotación. Incluso se puede ir más allá afirmando que la escritura, y sobre todo la lectura, ha transformado su vida. Porque antes, cuando se centraba solo en las artes plásticas, tenía que ordenar su taller por la noche para poder así trabajar por la mañana, pero ahora que su mente está ordenada, ya no le importa el caos exterior.
La artista odia las rutinas porque su infancia estuvo delimitada por los horarios estrictos, las actividades extraescolares y los calendarios de trabajo. En casa se cenaba a las ocho en punto, y a las diez los niños a la cama. Lo mismo ocurría en verano; incluso la diversión tenía una disciplina. De ahí que, tan pronto como se independizó, asumiera el caos como forma de vida. Efectivamente, Paula Bonet no tiene un horario para pintar, otro para escribir y un tercero para leer, sino que lo hace todo a la vez, dejándose llevar por las exigencias de la obra, concibiendo su trabajo como un magma inseparable, un estofado que hace chup-chup en el caldero de la abuela, una piñata que no separa los caramelos por sabores. Y, por más que ha tratado de poner orden en ese sindiós laboral, siempre vuelve a la mezclarlo todo. Hace poco, por poner un ejemplo, convirtió una de las habitaciones de su casa en un despacho pensado única y exclusivamente para propiciar la escritura. Se compró un ordenador potente y una pantalla grande, puso lamparitas sobre la mesa, colocó una butaca junto a la ventana… y dos meses después ya había recuperado el portátil y volvía a escribir en su taller de pintura, junto a los lienzos a medio terminar, los pinceles resecos y los botes de aguarrás que tanto la embriagan.
Pero hay un detalle que, en cierta medida, sí que permite diferenciar una disciplina de otra. Y es que, según asegura la artista, la escritura la deja mucho más exhausta que la pintura. Es algo extraño, sobre todo si se valora que Paula Bonet no pinta con los dedos, ni tampoco con las manos ni los brazos, sino con el cuerpo entero, lo cual es obviamente una actividad física que tiene sus repercusiones, en especial cuando se han rebasado los cuarenta y la energía ha perdido su potencia. Y, aun así, escribir durante diez, once o doce horas seguidas, casi siempre de las seis de la tarde a las cinco de la mañana, la deja más agotada que pintar durante el mismo periodo de tiempo.
Ah, y ya que nos hemos metido en el tema de la edad, me permitirán que dé una última pincelada: en la actualidad, Bonet no tiene las ansias de producir que antes le dominaban. En el momento en que se realizó esta entrevista, la artista se encontraba en Santiago de Chile, impartiendo los talleres de las becas Roser Bru, y no tuvo reparos a la hora de reconocer que, si hasta hace poco se encerraba a trabajar y no pisaba la calle durante días enteros, ahora siente la necesidad de pasear, de subir a un cerro y de contemplar la belleza la cordillera andina. Y a nosotros nos da la impresión de que esta repentina búsqueda de paz interior, de que esta asunción de que el artista también trabaja cuando no trabaja, de que esta necesidad de un silencio reparador es algo que todos los artistas, ya sean pintores o escritores, tienen en común, al menos cuando han alcanzado la serenidad de quien confía en sí mismo.
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La última novela de Paula Bonet es La anguila (Anagrama, 2021).
Es uno de los pocos artículos dentro de esta sección «Aprender a escribir con… » que encuentro realmente gratificante y original. Delicioso el inicio con el origen de la escritura. Deliciosa la unión entre estas dos artes, escritura y pintura; que se lo digan a los orientales en los que la caligrafía es un arte pictórico que nosotros ya hemos perdido. Si comparamos este artículo con otros, por ejemplo el que glorificaba la masturbación sin lavarse las manos antes de ponerse a escribir… Esas intimidades, si las practicas, deben quedar para uno mismo a no ser que quieras crear morbo para vender más. Pero un buen escritor, o pintor, como la escritora del presente artículo, no necesita recurrir a esos artilugios tan zafios. Estos artículos deberían ser, en sí mismos, intrínsecamente, clases de escritura tal como lo es este.