Fotografía: Lola del Castillo
Pedro Juan Gutiérrez discute a grito pelado con sus personajes. No puede evitarlo. Los protagonistas de sus historias hacen lo que les da la gana, y así no hay quien escriba una novela. Cuando alguna de sus ficciones abandona el guion y sale por la tangente, el autor lanza un improperio, golpea la mesa y a veces incluso rompe los folios. Pero lo peor de todo no es eso. Lo peor de todo es que sus antihéroes encima van y le plantan cara. Cuando el creador suelta un alarido, sus creaciones replican con un aullido, y en el despacho de este cubano se montan unas escandaleras de tal calibre que, claro, la gente anda por ahí diciendo que ese escritor no ha perdido únicamente un tornillo, sino la caja de herramientas entera. Y es precisamente por esto por lo que Pedro Juan Gutiérrez, a quienes muchos recordarán por su Trilogía sucia de La Habana, se ha instalado en el rincón más aislado de su propio domicilio. Para que nadie le vea gesticulando, para que nadie oiga sus berridos, en definitiva para que nadie piense que ha enloquecido.
Así pues, Pedro Juan Gutiérrez es un médium que abronca a los espíritus que le visitan durante las sesiones de cuatro horas que invierte cada mañana en esto de la escritura. Lo hace con el estómago vacío porque “sólo se puede escribir con hambre” y también lo hace con la ventana abierta porque le gusta contemplar el mar del Caribe, que en verano es de color esmeralda y en invierno, gris-negro furioso. Escribe a razón de siete u ocho, a veces hasta nueve cuartillas al día, más o menos de unas trescientas cincuenta palabras cada una, y después se va a nadar o a charlar con los amigos.
Sólo hubo una época en la que cambió su ritmo de trabajo. Ocurrió en julio y agosto de 1998, cuando escribió de un tirón El rey de La Habana: 218 páginas en 57 días. Durante dos meses, vivió a base de café y aspirinas, y no se duchó ni se afeitó hasta que completó el manuscrito. Se levantaba por las mañanas, leía lo que había creado la víspera y avanzaba por el texto como si fuera el mismísimo diablo quien le dictara las palabras. Sobre las 13,00 h. se iba a dar un paseo, normalmente al Mercado de Cuatro Caminos, y se sentaba en la acera durante horas. Charlaba con la gente del barrio, sonreía a las chicas, contemplaba a los turistas. Cuando ya atardecía, compraba una botella de ron, a veces dos, y regresaba a casa. Mientras rellenaba una vez tras otra el vaso, pasaba a máquina todo lo que había escrito por la mañana y al día siguiente, a empezar de nuevo. Terminó la novela, que fue un éxito de crítica, pero no por ello abandonó la costumbre de pimplarse una botella entera. Lo hizo durante casi una década: alcohol, mujeres, tabaco y amigos. Es un milagro que hoy siga vivo.
Pedro Juan Gutiérrez ha dedicado su obra a “correr la frontera del silencio”, que es la forma que él tiene de decir que ha escrito sobre el lado oscuro de la sociedad. Efectivamente, es de los pocos autores que se han atrevido a cruzar la línea que separa lo decente de su contrario, a escudriñar hasta la más irrelevante de las miserias del alma humana, a aceptar el pacto que, según dice, todos los escritores auténticos firman con el diablo. En sus novelas hay sexo, traición, dolor, pobreza y suciedad, mucha suciedad, tanta suciedad que, cuando publicó su trilogía, lo echaron del periódico en el que trabajaba. Se convirtió en un apestado y sus antiguos colegas ni siquiera le saludaban por la calle. Su libro era un escupitajo contra el sistema y el sistema se vengó mandándolo al paro, dejándolo sin dinero, convirtiéndolo en uno de esos cubanos a los que los turistas hacen fotos, de tan exóticos como parecen allá sentados sin hacer nada. En una ocasión, Pedro Juan Gutiérrez estuvo a punto de golpear a un fotógrafo profesional, a uno de esos reporteros gráficos que dicen que están concienciados socialmente pero que en realidad sólo buscan aprovecharse de la miseria ajena para hacerse famosos. No lo hizo; es una lástima.
Pero entonces su Trilogía sucia de La Habana se convirtió en un éxito de crítica y hoy se estudia en las academias de medio mundo. De ahí que, en Diálogo con mi sombra, Pedro Juan Gutiérrez diga una verdad como un templo: tus libros sólo serán obscenos si no se venden. Y es que todo es una gran comedia: las normas morales, el contrato social, la corrección política… Todo es palabrería que sólo se aplica cuando, a menudo de un modo totalmente injusto, la suerte no llama a tu puerta. Bukowski lo sabía, Nabokov lo sabía, Némirovsky lo sabía, Pedro Juan Gutiérrez lo sabe… y nosotros, seamos sinceros, también lo sabemos.
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