Foto de portada: Lisbeth Salas.
A Pilar Adón no le gusta ir de escritora por la vida. De pequeña se envolvía en un chal de su abuela, se montaba en unos zapatos de su madre y paseaba por la casa diciendo que era Mary Shelley o Virginia Woolf. Pero los años han pasado y ahora lleva la profesión de un modo más discreto. Por ejemplo, si está cenando con unos amigos y de repente le sobreviene una idea, no interrumpe la conversación para sacar la libreta y apuntar la ocurrencia, sino que se excusa un momento, se dirige al lavabo y, ya entre paredes embaldosadas y asientos de porcelana, anota la imagen en el primer papelucho que encuentra. Y si actúa de este modo es principalmente por tres motivos: porque tiene la suficiente dignidad como para evitar dárselas de persona creativa, porque considera una falta de educación aislarse del entorno en el que uno se encuentra, y porque concibe el acto de imaginar como algo lo suficientemente importante como para hacerlo en la intimidad, y no en mitad de un encuentro de amigos.
Pero esta mujer no sólo recicla papel, sino también tiempo. Se levanta muy temprano, entre las 05:00 y las 06:00 AM, y trabaja en su nueva novela hasta que, a partir de las 09:00, las notificaciones y los avisos se cuelan en el sistema. Son los mensajes que le envían sus compañeros de Impedimenta, la editorial que codirige desde hace más de una década con su pareja, Enrique Redel, y son también los correos con los que los colaboradores externos atiborran su bandeja de entrada. Y es que Pilar Adón tiene en la actualidad tres oficios, el de escritora, el de editora y el de traductora, y en vez de vivir ese pluriempleo como un tormento ha encontrado la fórmula para sacarle provecho: la flexibilidad. Antes, cuando era más joven, le parecía inconcebible que un escritor trabajara con interrupciones, pero los años también han pasado a este respecto, y ahora puede avanzar en su novela, detenerse para revisar una portada y traducir un par de páginas en una misma mañana. De hecho, eso es lo que hace el 99 por ciento de los escritores: adaptarse a la realidad y a la economía, para evitar de este modo vivir amargado hasta el fin de los días.
Con todo, hay dos cosas que el devenir de los años no ha conseguido que Pilar Adón acepte: las llamadas telefónicas y la curiosidad de los amigos. No rechista cuando sus compañeros de editorial o sus colaboradores externos atiborran su ordenador de mensajes, pero la melodía del móvil la saca de sus casillas, y aunque al descolgar siempre parece que está sonriendo, en verdad se está mordiendo los labios y apretando los puños. Respecto a lo otro, a lo de la curiosidad de los amigos, Adón entiende que los seres queridos se interesen por lo que está escribiendo, pero cada vez que se preguntan de qué va su nueva novela, ella se ve obligada a responder de un modo impreciso, casi a no decir nada, a soltar dos frases confusas y zanjar rápidamente el tema. El problema aquí es que la gente no entiende que los escritores no son cuentacuentos. Lo suyo es la palabra escrita, no la oratoria, y cuando hablan públicamente de sus libros los argumentos se hacen aburridos, las historias se convierten en tonterías y, en general, el trabajo realizado en silencio parece una auténtica pérdida de tiempo. Por eso es mejor que los narradores no hablen nunca de lo que tienen entre manos y, ya de paso, que les dejen tranquilos. Y es que ya va siendo hora de que la gente asuma que, igual que no pedimos a los actores que escriban libros, no debemos pedir a los escritores que reciten textos.
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La última novela de Pilar Adón es De bestias y aves (Galaxia Gutenberg).
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