Yo veía a los dos hombres. El vagón no estaba muy lleno, todos los asientos ocupados y algunas personas de pie. Presencié toda la escena. Un hombre mayor, de unos sesenta años, con un abrigo oscuro, hacía gestos raros a un joven que llevaba una guitarra. Le guiñaba el ojo y lo provocaba. Incluso le hacía gestos con los dedos en forma de pistola, como si le disparara.
La cosa no parecía que iba a pasar de ahí, pero el joven tomó la iniciativa y le dijo en voz alta, tanto que se pudo oír en todo el vagón: “¡Y tú qué miras, tío, qué haces, a qué aspiras…!”. Y ahí se montó el follón. El viejo sacó una pistola de verdad, como de ésas que lleva Harry el Sucio en las películas, apuntó al joven con cuidado, recreándose en ello, y le disparó una, dos, tres veces.
El joven cayó como un saco delante de todos nosotros, y nos quedamos helados.
Pero a mí no se me ocurrió otra cosa que lanzarme sobre el tío para quitarle la pistola. Me pareció que aquello era tan canalla… Y fue cuando el tío me disparó. Una vez, dos… y luego me perdí.
Ahora tengo los ojos muy abiertos y veo una luz muy blanca, muy intensa encima de mí. Y oigo unas voces que gritan: “Lo estamos perdiendo. Lo estamos perdiendo. Se nos va. Se nos va…”.
Yo no sé adónde me voy, y tampoco tengo fuerza para preguntarlo, pero noto una sensación muy agradable, como de abandono.
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