El hotel Le Méridien Ra se levanta a orillas de la playa de San Salvador, en el término municipal de El Vendrell. Lo primero que llama la atención son las hechuras del propio edificio. Lo preside un torreón con hechuras de campanario que se asoma sobre los tejados del pueblo y en su interior, tras el vestíbulo, una gran sala recuerda por sus dimensiones y su planta y sus bóvedas la planta de una iglesia. El desconcierto halla explicación cuando a la noche Miquel Molina nos cuenta que el inmueble fue un antiguo sanatorio y que lleva ya unos cuantos lustros dedicado a usos hoteleros tras muchas décadas de abandono. Miquel pasó en esta playa los veranos de su infancia y nos habla del miedo que le daba la imponente silueta del viejo caserón desvencijado. Husmeando por Internet, me entero de que durante la guerra civil fusilaron a dieciséis religiosos que se ocupaban de cuidar aquí a niños enfermos. En la mesa en la que nos hemos reunido los participantes en esta tercera edición de Transversal, las jornadas que con su entusiasmo legendario organiza José Luis Espina, bromeo con la posibilidad de que en esta primera noche recibamos en nuestra habitación la visita de algún fantasma. Con extraordinaria lucidez, alguien contesta: «Los únicos fantasmas que hay aquí somos nosotros».
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Ángeles González-Sinde reflexiona sobre el envejecimiento de los públicos. Lo hace tras contarnos cómo una semanas atrás, al asistir a un pase en un cine madrileño, comprobó que todos los allí presentes peinaban canas. Álvaro Colomer, recién llegado del spa, añade que apenas se ve a gente joven en los eventos literarios. Sobrevuela por la reunión cierto temor a que éste sea el fin de una época y nosotros unos imitadores de la orquesta del Titanic, aquélla cuyos músicos no dejaban de tocar mientras el barco se iba hundiendo.
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Sólo hay que caminar unos pocos pasos por el paseo marítimo para encontrarse con la casa que el poeta y editor Carlos Barral tuvo en Calafell y que constituye un espacio mítico para la literatura en lengua española, gracias a quienes por allí pasaron y dejaron, de una u otra manera, su impronta. En esa pequeña vivienda de pescadores pasaron unas cuantas horas de sus vidas Gabriel García Márquez, Juan Marsé, Jorge Edwards o Mario Vargas Llosa. También fue el escenario de cierto desencanto que padeció Carmen Laforet tras hacerse con el Nadal. Comenzamos a hablar del boom latinoamericano y aparecen las inevitables Cien años de soledad y La ciudad y los perros, pero Iván de la Nuez, Víctor Amela y yo mismo nos constituimos en lobby para proclamar, con toda la solemnidad que permite la relajación de la sobremesa, que, si existe una gran novela latinoamericana, ésa es El siglo de las luces, de Alejo Carpentier. Como nadie se atreve a rebatirnos —no sé si porque nuestros argumentos son irrebatibles o porque, a lo tonto, nos hemos venido muy arriba—, entendemos que el veredicto es inapelable.
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Mónica Ojeda, refiriéndose a su novela Nefando: «Me interesa desmontar esa idea de que todos somos siempre buenas personas».
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Laura Fernández, que fungió durante algunos meses en la Superpop, desvela interioridades de aquella revista que se especializó en levantar realidades paralelas en la que se instaló toda una generación de púberes. La redacción la conformaban tres periodistas, mujeres, bajo la supervisión semanal de un jefe sexagenario. «Como no había Internet y tampoco disponíamos de servicio de documentación, nos lo inventábamos todo». De vez en cuando se abrían grietas en el sistema: una vez recibieron una carta de una lectora que, muy enfadada, descubrió que cierto actor al que la revista siempre presentaba como un cotizado soltero se encontraba en realidad felizmente casado y contaba con una extensa prole. ¿Conclusión? Hay que tomarse con precaución lo que cuentan los papeles. Laura lo resume con sabiduría: «Si estás preocupado por el mundo, cambia de periódico».
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Toni Hill, a propósito de su novela Tigres de cristal: «He visto a muchos padres preocupados por la posibilidad de que sus hijos sean víctimas de acoso, pero no he visto a ningún padre preocupado por la posibilidad de que su hijo sea un acosador».
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Vuelta a la casa de Barral. Ignacio Martínez de Pisón, recién llegado a El Vendrell, nos cuenta que en su juventud, cuando empezó a veranear en la Costa Daurada, se acercaba discretamente por La Espineta —el bar que abrió el propio Barral para recibir tranquilamente a los amigos sin exponerse a riñas conyugales— para coincidir con el editor y sus ilustres veraneantes. Una tarde encontró a Barral y Juan Marsé sentados en una terraza y él ocupó la mesa contigua para estar muy atento de su conversación. Con la inocencia de sus diecinueve años, pensaba que de la charla de dos intelectuales de ese calibre sólo podrían extraerse lecciones valiosas. «Se tiraron toda la tarde», nos cuenta hoy entre carcajadas, «discutiendo acerca de cuánta distancia podía alcanzar el chorro de la meada de un tigre».
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Marcos Ordóñez, a propósito de la literatura y la vida en general: «Cuando hay verdad y hay cierto talento, lo único que hay que hacer es sentarse a la mesa de póker y ganar».
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Manuel Araujo, el director de Le Méridien Ra, viene a hacernos compañía a la terraza apartada en la que nos hemos hecho fuertes en esta última noche. Está entusiasmado con las jornadas que hoy concluyen y nos ratifica su compromiso con el impulso a un ecosistema cultural que no siempre está todo lo despierto que merecen sus posibilidades. José Luis Espina hace recuento de festivales pasados y comparte algunos planes para los futuros, y David Castillo recrea las conversaciones que mantuvo con Pepín Bello para alumbrar el maravilloso libro en el que dio cuenta de la vida del más excepcional testigo de la Generación del 27. El cuerpo perdido de Federico García Lorca se enlaza con el enigma de la tumba de Durruti y con la próxima exhumación de Franco («Paco, calienta que sales») mientras las horas de la madrugada van cayendo y el relente nos obliga a buscar el cobijo de unas mantas que el personal del hotel nos presta amablemente. Ignacio Martínez de Pisón comienza a hacer recuento de todos los escritores que en las últimas décadas han tenido o tienen casa por los alrededores —él mismo veranea aquí— y salen tantos que Víctor Amela y yo nos preguntamos si para ser escritor no será obligatorio empadronarse en El Vendrell. Por si acaso, nos prometemos ir mirando cómo andan los alquileres por la zona.
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