Tengo una doble vida: estoy en el nivel 3803 del Toon Blast. Cuenten desde este instante con mi envidia malsana quienes aún no sepan de lo que hablo. Diría que es un pasatiempo insignificante que apenas me arrebata diez o quince minutos cada día, pero ocurre que al fin de la semana recibo un antipático reporte donde increíblemente se me acusa de invertir numerosas horas semanales en este vicio idiota. No pidan, por favor, que diga cuántas.
“Es que calma los nervios”, me justifico en ciertas ocasiones, sobre todo si nadie me lo pide. Que es justamente el truco del vicioso para hacer que sus íntimas alarmas suenen a bossa nova. “Me hace más bien que mal”, razono a ratos con mi fuero interno, que es una suerte de funcionario corrupto a quien vendo cualquier bazofia de argumento a precio de alta epistemología. ¿Qué más iba a decir, si llevo ya dos años, tal vez más, haciendo esto supuestamente porque quiero?
—Hay muchos jugadores activos a estas horas —le comento sin más a mi correclusa, como si no saberlo le quitara el sueño.
—¡Pues claro, si son niños y mañana no hay clases! —se pitorrea ella, desde la superioridad intelectual que le confiere estar leyendo un libro que haría ver ligero a un viejo directorio telefónico. En dos tomos, también.
He pensado en borrar este juego maldito del teléfono, pero luego recuerdo el tiempo que hace falta para llegar hasta donde ahora estoy y experimento titubeos similares a cuando se me ocurre dar de baja mi cuenta de Twitter (que también por su parte hace más bien que mal, o eso quiere pensar mi cerebro tramposo). Cabe añadir que cada quince días la aplicación ofrece medio centenar de nuevos niveles, al final de los cuales asciende uno a la Liga de Campeones. ¿Está mal que lo diga con alguna ufanía?
En auténtico bien del género humano, el Toon Blast —un juego cuasiestólido que consiste en reunir cuadritos de colores y hacerlos reventar interminablemente— concede “vidas” o turnos gratuitos aproximadamente cada veinte minutos, de modo que al gastárselos tiene uno dos opciones: volver a sus quehaceres regulares o echar mano de la tarjeta de crédito para comprarse turnos sucesivos, con la inercia de un tahúr en picada. Prohibición, esta última, que me he impuesto como un precepto religioso. “Ni un centavo al Toon Blast”, es la consigna. Un vicio sólo acaba de poseerte cuando inviertes tu tiempo y tu dinero en él, y eso no ha de pasar ni en cuarentena.
El Toon Blast tiene un chat que opera como red antisocial. Los miembros de tu equipo se comunican ahí por medio de mensajes más o menos insulsos, entre los cuales suelen destacarse aquellos con la peor ortografía. “¿Serán deveras niños?”, llegué incluso a dudar, hasta que me invitaron al grupo de WhatsApp. Una hora después de dar mi número, tenía 473 nuevos mensajes. Sonó mi alarma íntima, no exactamente a ritmo de Bebel Gilberto: ya era tiempo de entrar en razón. Con el mayor sigilo, dejé el grupo de WhatsApp y me cambié de equipo.
Y que conste que lo hago para calmar los nervios.
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