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Aquello que nos está reservado solo a nosotras

Aquello que nos está reservado solo a nosotras

Mientras leía la última carta de Miguel, tomé la decisión de tener un hijo suyo. Ese era el momento. Aquí y ahora. «Adquirir esa sabiduría que solo poseen las madres de verdad, esa facultad de proteger heredada desde tiempos inmemoriales, y que solo nos está reservada a nosotras las mujeres», decía mi madre. Chorradas. Para ser madre no se necesita de ninguna sabiduría, y esas palabras vacías no hacían más que demostrarlo: mi madre no fue ninguna sabia ni necesitó protegerme. Lo que yo deseaba era un hijo de Miguel y formar una familia, nada del otro mundo.

Mi decisión coincidió con la llegada del barco de Miguel. La tarde avanzaba calurosa y decidí esperarlo bajo los árboles del parque. Me había puesto mi mejor vestido y los afeites más caros, todo como a él le gustaba. Además de su último mensaje, llevaba conmigo un abrecartas, una pequeña daga de plata filosísima que las abría de un solo tajo, regalo suyo enviado desde lejanas tierras de ultramar. Entonces un rumor desde el muelle llegó hasta a mí en forma de algarabía y fiesta:

«¡Son los que vienen de México, de la Nueva España!».

Allí en lontananza, vislumbré la flota de galeones y corbetas con su velamen reflejando las lanzas doradas del sol. Las naves, silenciosas primero, se deslizaron sobre la bahía, formando pequeñas olas que recalaban en los inmensos muros de piedra. Los estallidos de alegría de sus marinos a bordo contagiaron a los muelles, y hombres y mujeres ondearon sus sombreros al unísono.

Guardé la carta y la pequeña daga en el corsé, y sin importarme los tacones y el vestido, corrí, con la imagen persistente en mi cabeza de un lindo bebé sonrosado y feliz, uno que seguro empezaríamos a hacer ese mismo día; tales eran mis ganas, que crecían con cada zancada que me acercaba al muelle.

Los grumetes empezaron a tender cabos y a sumergir áncoras. Curtidos de sol, algunos agradecían de rodillas a la Virgen. Amplias sonrisas daban cuenta de buenas nuevas, plata mexicana y objetos misteriosos traídos del otro lado del océano. Cuando alcancé el atracadero, los funcionarios recibían a la tripulación. Agitada, pregunté insistente por Miguel. Negaciones con la cabeza me condujeron a diferentes marineros, hasta que reconocí a uno al que le decían El Rengo. Me vio de reojo, pero volvió la cara rehuyéndome. Cuando se apartaba con la cojera que de sobra le conocía, lo alcancé y le canté las tres veces que Miguel le había salvado el pellejo en altamar (y que con detalle me había contado en sus cartas junto a ciertas “fechorías de ese desgraciado”). El Rengo esbozó una mueca burlona. «Voto a Dios, mujer, que no le debo nada a ese, pero quizá tú termines debiéndome unos cuantos reales por las veces que he salvado al mochuelo».

«Qué mochuelo», le pregunté. La mueca del cojo se ensanchó.

Sin decir nada más, empezó a bajar las escaleras del barco, las que suponía daban a las bodegas o los zulos donde dormía la tripulación. Me había quedado pasmada, con los tacones clavados en la cubierta. Entonces, de reojo y con un gruñido, reconocí la invitación a bajar con él. Iba a negarme cuando preguntó, sin volverse «¿No quieres verlo?».

El bullicio en la nave era tal que nadie se percató cuando me deslicé a tientas por la escalera. La humedad y las sombras gobernaban las entrañas del barco. El olor a putrefacción que insinuaba animales muertos y desechos humanos me dio una idea de lo que había pasado Miguel todos esos años, y sentí un estremecimiento en el pecho. En ese momento fui consciente de la oscuridad, del apenas perceptible bamboleo de la nave atracada. Me invadió un miedo atroz, arrepentida de haber bajado sola con El Rengo a ese lugar. Lo único que me aliviaba era la tenue punzada del abrecartas entre en el corsé, junto a la carta de mi amado.

El Rengo dio otro gruñido, y el silencio que dominaba los submundos del barco se cortó de repente. De las sombras fue emergiendo una pequeña figura, aquello que El Rengo había invocado. Imaginé diablos y todo tipo de seres terribles que habitaban esos lejanos continentes que Miguel narraba en sus cartas. Entre las pocas luces que se filtraban en la bodega reconocí a un niño moreno, de rasgos amerindios y ojos tan oscuros como la inmundicia de donde había salido. Tendría unos cinco años. Estaba completamente desnudo a excepción de un calzón roto y mugriento. Entre remolinos de sombras y pasmos de mi cuerpo, descubrí que el chiquillo abrazaba un sobre.

El Rengo lanzó otro gruñido y el niño se acercó Que no me toque, por Dios santo, y a dos pasos de mí, me extendió el sobre.

«¡Cógelo, mujer, que no tiene la lepra!», escuché la voz divertida de El Rengo como si viniera de muy lejos, desde la oscuridad de puertos sin nombre y enmarañados de jungla. Lo cogí, y otro espasmo me sacudió mientras reconocía las facciones oscuras del pequeño, surgido de lodazales cuyo olor amargo transpiraba y minaba ese espacio cerrado. La hediondez me lastimaba la nariz.

Me saqué el abrecartas de entre mis ropas, rasgué el sobre y extraje los folios. La carta contenía la temblorosa letra de Miguel, su reconocible caligrafía que había memorizado en la larga espera abrazada a esa extensión suya. Justo como aquel niño estrechaba esos papeles, como si fueran su único enlace con el mundo de los vivos.

Leí y volví a leer lo que no quería aceptar: ese chaval era hijo suyo y me lo encargaba «sobre su tumba», una tumba que debía hallarse a miles de leguas, hundida en un lugar donde ya no podía alcanzarle ningún reproche mío. Sentí vértigo. Miré al chaval a los ojos solo para confirmar que en la oscuridad de esas pozas negras yacían trozos de esa tumba.

Los últimos párrafos discurrían plagados de alucinaciones e incoherencias; demonios y santos condenaban a Miguel a los fuegos infernales. Lo último cuerdo que había escrito era para ese niño, y ninguna palabra más para mí.

Retorcí los pliegos, señal suficiente para que El Rengo empezara a reír. La cabeza me latía, y sentí la sangre agolpándose en mis sienes. Respiré aquel miasma que ya me había poseído, cubriendo todos mis afeites. Entonces vi que el niño tenía los brazos heridos, tatuados con huellas de tortura que apenas se disfrazaban con la suciedad y su color de piel. El Rengo iba a hablar con su voz de gorrino, pero esta vez me adelanté y alcé la voz, una voz que no parecía mía, llena de un coraje que no había sentido nunca. Señalé aquellas bestiales marcas que se acentuaban con la luz colándose por las rendijas. Por fin, el marino me miró de frente y cambió aquel semblante burlón por uno que —quería creer— ofrecía a un igual, es decir, a un hombre.

«Llévatelo por treinta reales, y aquí no ha pasado nada», dijo El Rengo.

Yo temblaba de furia, empuñando el abrecartas. «No te voy a dar nada…». Contuve el insulto, y al contenerlo, El Rengo, con una agilidad que nunca esperé de un cojo, se abalanzó sobre mí.

Forcejeamos y terminamos rodando por el suelo; sentí el aliento pútrido del grumete, los olores de incontables días de altamar y de tormentas alojadas en su jubón, de quemaduras de sol en la renegrida piel. El Rengo fue veloz: mientras nos revolvíamos en el suelo, sus manazas rompieron parte de mi vestido y logró golpearme en la mejilla. Me oprimió la muñeca hasta que solté el abrecartas, que cayó a un costado. Vi motas de colores que estallaron en la oscuridad, sentí una boca babeante reptando en mi cuello y en mi pecho; unos dedos escamosos recorrieron mis piernas. Susurró que si cooperaba, nos olvidábamos de los treinta reales.

De repente, El Rengo disminuyó la presión que ejercía sobre mí. Entre los estallidos de luces descubrí que el niño lo había golpeado con algo; el cojo gruñó, le dijo «Quita coño» y entonces el niño chilló. No solo fue un chillido, fue un alarido estremecedor que nos dejó pasmados (El Rengo estaba tan asombrado como yo), era un lamento que provenía desde los confines más oscuros del planeta. No lo pensé más, y logré quitarme un zapato. Con toda la fuerza que me fue posible, le aticé con el tacón en la cabeza al grumete. Se derrumbó, maldiciendo. Le di otra vez, buscando la sien, y volvió a maldecir. El niño siguió atacando con patadas, mordidas y puñetazos. «¡Os voy a matar a los dos, hijos de…!». El Rengo iba a incorporarse, entonces di con la daga. A horcajadas, logré clavársela en el pecho sin ninguna contemplación. Más gritos, insultos y manoteos del marinero. El chico me miró, y unió sus dos manos a la mía. Como si una fuerza invisible nos guiara, empujamos la hoja del abrecartas hasta el fondo, hasta que la empuñadura topó con la carne. El hombre dejó de moverse. Soltamos el arma, que quedó prendida al Rengo como una banderilla.

Me aparté del cojo; pensé que iba a vomitar, pero logré contenerme. Resoplaba, temblando sin control. Mi cabeza era una revoltura de ideas. Esa revoltura tomó la forma del niño moreno que no dejaba de mirarme. Solo dijo:

«Omá».

¿Sabiduría? ¿De qué sabiduría hablabas, madre? ¿De la que se esconde en el grito, en la daga dentro del pecho, en la sangre bañando nuestra piel? ¿En la palabra de un niño lleno de mierda hasta las orejas? A su modo, aquello me había encontrado y no me había permitido dudar. Me acomodé el vestido y cogí al chiquillo de la mano; él se dejó guiar en silencio. Mientras subíamos de regreso a la superficie, en mi cabeza retumbaba el pensamiento de aquello que estaba reservado solo a nosotras.

No era más que un aquí y ahora.

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