Desde tiempos inmemoriales, a ojos de la vecina Europa, África fue un continente misterioso, mezcla romántica de aventura y riesgo sobre la que volcar una condescendencia bastante cutre. Algunos autores no perdieron la oportunidad de volcar esa visión paternalista del continente en su obra, y nos hubieran valido varios ejemplos para ilustrar la escena cultural con la que cada jueves abrimos esta sección. Podría haber elegido a Ernest Hemingway oteando el horizonte y comprendiendo, ya lo decía Vila Matas, que la muerte, como la nieve sobre la cumbre del Kilimanjaro, está ahí siempre intocable, fría, estable. O a Joseph Conrad trabajando a bordo del barco de vapor Roi des Belges por el río Congo, horrorizado por la brutalidad con la que los europeos actuaban en aquellas riberas. O a la gran Isak Dinesen dirigiendo la plantación de café en Kenia tras el divorcio, e ideando el superventas que vendría más tarde con Memorias de África.
Sin embargo, no ha mucho tiempo que esta visión se ha deformado, como los personajes de Valle-Inclán en el callejón del Gato. Ahora Occidente envía a idiotas con cámara en el móvil al mismo lugar donde un día enviaba a intrépidos autores con buena pluma. Se les reconoce fácilmente: rellenan su dosis anual de ego con visita vacacional al poblado subsahariano de turno, fotito con el niño sonriente, «uploading photo» a Instagram o derivados, likes y falsa condescendencia moral entre seguidores: ay, qué bueno eres; ay, qué solidario; ay, qué maravilloso. De vuelta al hotel, los reconocerás también por la rapidez con la que prenden el aire acondicionado, descorchan el Dom Pérignon mientras ahí afuera el sol de Kenia abrasa los campos. Nadie se acuerda del niño horas antes abrazado en esa suit hotelera cuando los vapores del alcohol endulzan la mente y el solomillo Wellington ennoblece el alma. Antes de dormir, último paso por redes: vamos por cinco mil «me gusta», cariño, tenemos la renovación del contrato con la marca asegurado.
En la era de la imagen, seamos conscientes de que somos nosotros quienes enviamos a estos idiotas a poblar África. Son nuestras interacciones, nuestros corazoncitos, ese TikTok que pasas por WhatsApp al colega para que le eche un ojo, esa noticia del Marca a la que entras y que te enlaza el Instagram de no sé qué influencer. Alimentamos con nuestra curiosidad un narcisismo monstruoso, que se hincha con cada filtro que le colocan a la foto para darle a la realidad el mismo tono cartón piedra con el que falsean su ética de sofá. Los verdaderos ejemplos de solidaridad se llevan a cabo en silencio, probablemente las masas nunca serán conscientes de que se han producido. Y qué decir de los verdaderos actos de revolución moral, esos que te ayudan a soportarte cada día: se producen interiormente, y de lo último que viven es de la aprobación externa. Así que no me vendan, idiotas por África, compromisos altruistas que no son tal. Para exhibiciones paternalistas en el continente ya tenemos a Hemingway y compañía, que al menos sabían escribir.
Lleva usted razón, sr. Mayoral, en lo de los idiotas enviados a África. Quizás, opino yo, es que, en las sociedades actuales occidentales, predominan los idiotas y no podemos mandar a África otra cosa. Efectivamente, el verdadero altruismo, la verdadera ayuda siempre ha sido anónima. Las fotos son puro marketing y autopromoción personal. Siempre desconfío de la foto étnica con el perdonajillo occidental y el fondo con la cabaña indígena. Topicazos manidos, multirrepetidos.