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Aquiles redimido

Desde la torre que protege las Puertas Esceas, el venerable Príamo asiste a la muerte del más amado de sus descendientes. Al ultraje de su cadáver por el malhadado Aquiles. Que los inmortales lo maldigan en el Tártaro. Ha perdido ya a varios en esa funesta guerra, bastantes a manos de ese bastardo de bucles dorados semejantes al sol cuando está en su cénit. Mas la degollina de Héctor le deja el alma en llaga viva. Era el primogénito del matrimonio con Hécuba, su segunda esposa. Era el más sensato de sus 50 vástagos. No tenía cabeza de chorlito como Paris, que tanta desolación trajo a su patria (incluida la muerte de sus hermanos) con su capricho de raptar a esa ramera de Helena de Esparta.

Ay, Paris, si los dioses no lo hubieran dispuesto de otra forma debería estar muerto desde que, advertidos por la profecía, lo abandonaron en aquel bosque repleto de fieras. Nadie conoce a ciencia cierta los designios de los olímpicos (ni siquiera ellos mismos). Si decretaron que Paris se salvara fue para procurar por medio de él la ruina de Ilión. Troya debía purgar las culpas por haber ofendido a Heracles generaciones atrás. Si su hermana Hesíone no lo hubiera salvado a él, Príamo, cuando aún se llamaba Podarkés, de la cólera homicida del héroe. Heracles acabó con casi toda la familia real troyana. El anciano prefería mil veces estar muerto a sentirse desgarrado por la aflicción ante la injuria de su primogénito.

"El anciano divisa en una atalaya vecina a su esposa arrojando el velo blanco que la cubría y mesándose los canos cabellos. Plañe a su hijo al igual que una perra llora la pérdida de sus cachorros"

Héctor era el bastión de Troya, su más valioso paladín, pero también el más amoroso. Para él, lo primero Ilión, luego su familia y sus súbditos. Su lema, que no paraba de repetir cuando se dejaba llevar por el entusiasmo de Dionisos o en las celebraciones íntimas: “Por Ilión y la familia, hasta el último aliento. Sin ellas, ni honor ni futuro”. Siempre se dejaba a sí mismo para lo último. No merecía un final tan despiadado, pero mucho menos esa afrenta a sus restos. El infame mirmidón lo veja arrastrándolo por campos y veredas. Seguro que lo pretende dejar como pasto para perros y cuervos. Atenta contra las leyes divinas: su niño merece ser llorado por los suyos, que se cumplan los ritos prescritos y ser incinerado, con una moneda bajo la lengua para Caronte. Sólo así podrá atravesar la Estigia y penetrar en las moradas de Hades. Príamo no comprende por qué el tonante Zeus no ha fulminado aún al blasfemo que vilipendia de esa guisa a su heredero. Aunque, en lo más hondo, por mucho que no quiera ni pensarlo, barrunta que los dioses han dejado a su suerte a su amada patria.

El anciano divisa en una atalaya vecina a su esposa arrojando el velo blanco que la cubría y mesándose los canos cabellos. Plañe a su hijo al igual que una perra llora la pérdida de sus cachorros. Sus aullidos taladran al rey. Mira hacia las estancias de Héctor: su nuera no sabe aún nada. Se retiró allí a prepararle el baño para cuando volviera de la batalla. Desdichada Andrómaca… La ve asomarse al balcón, atraída por los gritos de Hécuba. Contempla a su esposo envilecido por su asesino. Se desvanece en brazos de sus esclavas. Dichosa ella: al menos el Hado le concede el bálsamo de la inconsciencia.

Príamo no puede aguantar más. Baja de la torre y se dirige a las Puertas Esceas. Ordena que se las abran. Necesita ir a hablar con el Pelida para que le restituya a su niño. Los guardianes se miran entre sí, azorados. No obedecen. El wanax los conmina a abrir. Los soldados, pálidos como la muerte, vacilan. Miran a los príncipes que acompañan al anciano, a sus consejeros. Éstos dicen que no con la cabeza. El monarca se arroja al lodazal que hay ante la puerta. Con la cara y los cabellos cubiertos de fango y boñigas implora que lo dejen salir. En torno a él, un silencio denso como la parca, roto tan sólo por los aullidos de Hécuba y Andrómaca.

"Aquiles quiso abrazarlo, pero su alma se disolvió como el humo, tragada por la negra tierra, lanzando un gañido medroso. Se alzó de la yacija con el alma prendida de la garganta al igual que un pañuelo se engancha en una mata de aliagas"

Aquiles animó a sus mirmidones a acompañarlo a la tienda donde reposaba el cuerpo de Patroclo. Dieron con los carros tres vueltas alrededor de él sin dejar de arrastrar a Héctor. Lo lloraron con verdadera aflicción. Sus lágrimas fueron semejantes a una lluvia copiosa. Luego dejaron los restos al pie de Patroclo y cenaron sin cesar de entonar trenos.

Los reyes lo invitaron a la nave de Agamenón, pastor de hombres. Al llegar le ofrecieron una jofaina de agua caliente para asearse, pues estaba cubierto de sangre y polvo. Se negó a lavarse hasta que Patroclo no hubiera sido incinerado. Conminó a Agamenón a disponer la mejor pira para la mañana siguiente.

Se retiró con sus mirmidones ante el mar de ondosas aguas con la intención de velar al amigo. Pero el sueño, que disuelve todas las tribulaciones, acabó venciendo sus miembros. En este estado lo visitó el espíritu del bienamado. Empezó recriminándolo por haberse dormido. Luego le pidió que lo incinerara cuanto antes para poder penetrar en el reino de Hades. Le profetizó que moriría en no mucho tiempo ante los muros de Ilión. Le suplicó que aprestara que los huesos de ambos fueran depositados en la misma vasija de oro que la diosa Tetis le regaló.

Aquiles quiso abrazarlo, pero su alma se disolvió como el humo, tragada por la negra tierra, lanzando un gañido medroso. Se alzó de la yacija con el alma prendida de la garganta, al igual que un pañuelo se engancha en una mata de aliagas. Lamentó al compañero que conoció en los tiempos felices de su mocedad, en los que el centauro Quirón y Fénix los adiestraban en la Guerra, que era la Vida misma. Recordó las veces que lo había curado de las heridas sufridas: Quirón era un excelente maestro de medicina. Suspiró ante el recuerdo de su primer beso y sus iniciales escarceos amorosos aquella tórrida tarde de estío en la cascada del Tío Cleto. Todo lo que Eros podía ofrendar a la estirpe humana lo atesoraba Patroclo.

"El héroe tenía bien sabido que moriría en Ilión: se lo habían dicho tanto un Héctor agonizante como el espíritu de Patroclo"

Llorando descubrió a los mirmidones el alba de azafranado velo. Agamenón mandó una comitiva a cortar encinas en los bosques del Ida, así como muchos matorrales aromáticos. Llevaron la carga a un lugar lamido por las olas del mar, en el cual Aquiles había ordenado levantar el túmulo que los acogiera a Patroclo y a él.

Cuando la pira estuvo dispuesta, el Pelida hizo desfilar a sus guerreros en carros, a caballo y a pie según su condición. Cerraba la pompa fúnebre él mismo, abrazando en un carro el cuerpo de su amado: no se hacía a la idea de estar encaminando al Hades de no retorno a su compañero de vida, a su hermano de sangre. A su erómenos.

Erigieron una pira de cien pies de lado. Antes de subir a ella el cadáver, Aquiles se cortó su leonina cabellera. Su padre, Peleo, había prometido entregársela al río Esperqueo, en su patria, en agradecimiento por haberle devuelto vivo a su hijo. El héroe tenía bien sabido que moriría en Ilión: se lo habían dicho tanto un Héctor agonizante como el espíritu de Patroclo. El mejor acto de amor ante su adorado fue entregarle la cabellera que aquel tanto admiraba y tanto acarició, ponerla en sus manos y que con ella cruzara las riberas del Aqueronte. Conmovidos por el gesto, los asistentes redoblaron sus plañidos.

El Pelida observó una vez más el rostro de su erómenos. Algún dios lo había embellecido. Aún más, si fuese posible. En vez de mancillado por la Keres desatada por el perro Héctor, parecía acicalado por Hipnos, hermano de Thanatos, la muerte dulce. Le besó los labios, los ojos y las manos. Descendió de la plataforma y se dirigió hacia el lugar donde yacía su homicida. Le escupió, le echó arena en la cara y volvió a orinarse en él. Pero, ¡por todas las furias del Hades!: el cuerpo no sufría esos mancillamientos. Era como si algún dios velara para que los restos no fueran infamados. Uno de sus sacerdotes juraba que había intuido a Apolo y a Afrodita adecentando el cadáver.

"Cuando se dispusieron sus despojos en torno a las parihuelas, prendieron fuego a la pira. Ordenó a los vientos que soplaran para avivarla. Aclamó varias veces al caído y le prometió que entregaría a Héctor a los perros"

Por petición de Aquiles, Agamenón, rey de reyes, despidió al grueso de la tropa. Sólo se quedaron los caudillos y los mirmidones. El de pies ligeros decretó sacrificar infinidad de ovejas y bueyes. Tras desollarlas, él mismo arrancó la grasa de las víctimas y con ella cubrió el cuerpo de Patroclo. Vertió sobre él dos ánforas de miel y otras dos de aceite. Hizo traer dos hermosos corceles de brioso cuello y los degolló cuidando que su sangre cayera sobre su amigo. Dispuso sus restos en torno a él.

Por último sacrificó a doce jóvenes de entre los más apuestos de los rehenes troyanos, de ambos sexos. Los fue yugulando sin piedad. Acabó cubierto de sangre hasta su otrora trigueña cabellera. Parecía Ares Enyalio: al igual que un lobo, saciada su hambre después de decapitar a centenares de ovejas, sigue mordiéndoles la garganta con saña a otras, así obraba Aquiles.

Cuando se dispusieron sus despojos en torno a las parihuelas, prendieron fuego a la pira. Ordenó a los vientos que soplaran para avivarla. Aclamó varias veces al caído y le prometió que entregaría a Héctor a los perros. Mas ninguno se acercó: Afrodita los espantaba.

Avivada por los vientos, la pira ardió durante toda la noche sin que Aquiles dejara de lamentarse. Al alba apagaron los rescoldos con vino, recogieron entre sollozos los blancos huesos, los protegieron con grasa y miel y los dispusieron en una urna de oro (la misma que esperaba al Pelida). La llevaron a un pabellón y sobre ella echaron un velo, con varios mirmidones rindiéndole honores.

"Sucumbía de nuevo a su ira. Agarraba el cadáver de Héctor y daba tres vueltas en torno al túmulo sin parar de maldecirlo. Apolo lo protegía con la égida para que no fuera lacerado"

Sólo entonces el hijo de Tetis consintió asearse. Primero se bañó en la mar, tiñéndola de sangre. Luego se dirigió a su tienda y se metió en una tina que cuatro esclavas y dos esclavos habían preparado con agua tibia. Lo masajearon con aceites y otros bálsamos, usando raspadores y sus manos. De los seis gozó. Tal era el fuego que incendiaba sus entrañas.

Sobre el perímetro de la pira, hicieron un círculo, dispusieron los cimientos y levantaron el túmulo que guardaría eterna memoria de Patroclo y Aquiles.

El héroe hizo traer animales, esclavas de cimbreantes cinturas, vasijas, armas y joyas. Organizó unos juegos en honor al caído y dispuso que todo esto fuera entregado como premio a los vencedores en cada prueba. Las competiciones fueron memorables. Generaciones después aún se comentaban algunos lances. Tal era el amor que el Pelida profesaba por Patroclo.

Luego se retiraron a sus naves a cenar y se dejaron raptar por Hipnos, el sueño que todo lo vence. Mas Aquiles no consintió abandonarse a él. Ni siquiera lo embargaba el dulce sopor que envuelve a los amantes tras la cópula. Cuando se cansaba de dar vueltas en el lecho, se iba a la orilla del mar. No paraba de plañir al hijo de Menecio: “Patroclo” oía de sus labios Eos al teñir la aurora con sus dedos rosáceos, “Patroclo” escuchaba Hésperis cuando dejaba caer el ocaso sobre todas las criaturas. Sucumbía de nuevo a su ira. Agarraba el cadáver de Héctor y daba tres vueltas en torno al túmulo sin parar de maldecirlo. Apolo lo protegía con la égida para que no fuera lacerado.

"La nereida se presentó ante él y le rogó que pidiera un rescate por el cadáver y que lo devolviera. Aquiles, conociendo que eran los designios de Zeus, consintió"

Doce días se repitieron las mismas escenas. Zeus, sembrador de truenos, lo observaba con el ceño fruncido desde su trono criselefantino en la cúspide más alta del Olimpo. Varias veces estuvo a punto de abatir con uno de sus rayos al impío. Si algo castigaban los olímpicos, era la hybris, la soberbia, la desmesura. El Pelida había dado sobradas muestras de la misma. Por intercesión de su hija Atenea, la de glauca mirada, y de su esposa Hera, la de ojos de novilla, perdonó al blasfemo. Mas hizo venir a Tetis y la conminó a convencer a su hijo de que depusiera esta actitud. La nereida se presentó ante él y le rogó que pidiera un rescate por el cadáver y que lo devolviera. Aquiles, conociendo que eran los designios de Zeus, consintió.

Iris, la mensajera de los inmortales, fue enviada a traer a Príamo y a un cochero aún más viejo para que guiara el carro. El mismo Hermes tomó el aspecto de un servidor de Aquiles y los condujo sanos y salvos, durmiendo a todos los guardianes que hallaron al paso.

Aquiles acababa de cenar servido por dos compañeros. Príamo entró sin ser visto, se arrodilló, le abrazó las rodillas y besó las manos homicidas bañándolas con sus lágrimas.

“Acuérdate de tu padre, oh Aquiles, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado a los funestos umbrales de la vejez. Quizás los vecinos circunstantes le oprimen y no hay quien le salve del infortunio y la ruina; pero al menos aquél, sabiendo que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su hijo, llegado de Troya. Mas yo, desdichadísimo, después que engendré hijos valientes en la espaciosa Ilión, puedo decir que de ellos ninguno me queda. Cincuenta tenía cuando vinieron los aqueos: diez y nueve eran de una misma madre; a los restantes diferentes mujeres los dieron a luz en el palacio. a los más, el furibundo Ares les quebró las rodillas; y el que era único para mí y defendía la ciudad y a sus habitantes, a éste tú lo mataste poco ha mientras combatía por la patria, a Héctor; por quien vengo ahora a las naves de los aqueos, con un cuantioso rescate, a fin de redimir su cadáver. Respeta a los dioses, Aquiles, y apiádate de mí, acordándote de tu padre; yo soy aún más digno de compasión que él, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de la tierra: a llevar a mis labios la mano del hombre matador de mis hijos”.

El Pelida sintió una gran opresión, que del hígado le subía a la cabeza a la vez que iba notando que la menis, la cual se había enseñoreado de sus vísceras, empezaba a diluirse. Semejante a un kylix que lo colman de vino negro y éste empieza a desbordarse, así sintió que le iba rebosando la ira hasta evaporarse.

El uno añorando a su anciano padre, Peleo, y a su difunto amigo, el otro sollozando por el hijo abatido, abrazado a las rodillas de su homicida y besando sus manos, ambos plañeron.

"Zeus desciñó al fin el ceño. No le perdonó a Aquiles sus nefandas acciones. Se mostró inflexible cuando Tetis se postró ante su trono mesándole las barbas y suplicándole que dejara volver vivo a su cachorro"

Cuando ya no quedaron humores que derramar, Aquiles ayudó a incorporarse al viejo, le besó sus sienes del color de la plata, ordenó a las esclavas que le trajeran una jofaina y que sacrificaran una oveja para agasajarlo. Le rogó que lo esperara allí. Él salió con otras sirvientas a fin de que lavaran y ungieran a Héctor. Cenaron en silencio, vertiendo suspiros de cuando en vez. Dispuso dos lechos para Príamo y su heraldo, a resguardo de miradas indiscretas.

Recibido el pingüe rescate que el rey le había traído, acordaron una tregua de doce días para que el príncipe fuera honrado según su alcurnia. Protegidos por los dioses, los dos ancianos llevaron los restos a la ciudadela de Ilión, donde el domador de caballos fue llorado como su valor, su piedad y su hombría de bien merecían.

Zeus desciñó al fin el ceño. No le perdonó a Aquiles sus nefandas acciones. Se mostró inflexible cuando Tetis se postró ante su trono mesándole las barbas y suplicándole que dejara volver vivo a su cachorro. “Ni siquiera los dioses pueden cambiar lo escrito por las Moiras en el libro del Destino”.

“Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosados dedos, congregóse el pueblo en torno de la pira del ilustre Héctor. Y cuando todos se hubieron reunido, apagaron con negro vino la parte de la pira a que la llama había alcanzado; y seguidamente los hermanos y los amigos, gimiendo y corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, amontonaron la tierra y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para vigilar si los aqueos, de hermosas grebas, los atacaban. Levantado el túmulo, volviéronse: y reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus, celebraron el espléndido banquete fúnebre. Así celebraron las honras de Héctor, domador de caballos”.

Ilíada, XXIV

Homero se enjuga los ojos. Ha conseguido domar a su musa y tallar en hexámetros las emociones que las nueve diosas hijas de Zeus le susurraron. Se plantea continuar con la historia de la destrucción de Ilión: la aniquilación de Aquiles a manos del cobarde Paris, la de éste por el defenestrado Filoctetes, la invención del caballo por el taimado Odiseo… Decide que no: es mejor acabar su Ilíada así. En esas veinticuatro rapsodias ha logrado cantar todo lo que las divinidades quieren sembrar en los hombres. Ya vendrán otros que continúen con el ciclo troyano. O, tal vez, si Calíope lo sigue favoreciendo, él mismo volverá a invocarla para loar a cualquier otro héroe. Quizás a uno polýtropos, fecundo en ardides, cuya astucia y resiliencia lo saquen de todas las angosturas que los dioses le hagan pasar. Incluso de la muerte misma.

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luis
luis
4 meses hace

Brillante como siempre