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Arañazos

[Foto: Inés Valencia]

LOS TRECE ESCALONES, VI: ARAÑAZOS

Como cada mañana, la leche hirvió y se salió de las tazas, dejando el microondas mojado y pringoso. Intenté secarlo con una bayeta, mientras cargaba con Claudia apoyada en la cadera y sujetaba el teléfono con el hombro. La niña estaba enferma, resultaba obvio. Tenía fiebre y lloriqueaba. Traté de explicarle a mi madre que no tenía tiempo para charlar, pero ella seguía y seguía al otro lado de la línea, exponiéndome todas sus insólitas teorías sobre cómo curar los resfriados. Y entonces, cuando estaba convencida de que nada podía complicarse más, mi hijo mayor, Marcos, me tironeó de la bata.
-No, mamá, no ha vomitado. Espera un segundo, ¿quieres?
Aparté el auricular. La vocecita de mi madre continuó, implacable.
-¿Qué quieres, cariño?
-Mami, hay un animal que quiere salir.
Me enredé con el cable del teléfono y estuve a punto de caer con Claudia.
-¡Por el amor de…! Lo siento, cielo, ¿qué decías? ¿Un animal? ¿Dónde? ¿En el desván? Habrá entrado un pájaro…
-Está en mi cuarto, mami.
Le miré fijamente. Sabía muy bien cuándo Marcos fantaseaba o mentía con descaro. Esta vez parecía muy serio.
-¿En tu cuarto? ¿Lo has visto? ¿Qué es, cariño, un ratón?
-No le he visto, mami. Me da miedo. Creo que es muy grande, está dentro del armario. Por las noches araña la puerta…
Lo que me faltaba para redondear aquella mañana. Sonreí a mi hijo y le acaricié el pelo.
-Bueno, Marcos, no debes tener miedo. Esta noche papá y yo iremos a echar a ese animal de tu armario, ¿vale?
Se quedó más tranquilo. Lo hablé con mi marido. Mostró bastante interés, lo cual es digno de elogio en él, que pasa más de la mitad de su vida dedicado a un trabajo agotador que, dicho sea de paso, nos permite vivir muy bien. Supongo que por eso no suelo quejarme de sus habituales “faltas de atención”. Por eso y porque le quiero, naturalmente. Aquella vez escuchó sin interrupciones, me pidió detalles, se asombró de la fabulosa imaginación de nuestro hijo, me preguntó si no sería una forma de reclamar más atención, quizá por celos hacia Claudia… Vamos, resultó todo un despliegue de psicopedagogía paterna. Y me encantó.

Por la noche, ambos representamos la comedia. Golpeamos el armario, amenazamos al monstruo y le exigimos que se fuera de nuestra casa. Marcos nos miraba atentamente. Raúl, mi marido, pareció entusiasmarse con la experiencia y tomó la voz cantante, en su papel de padre de familia.
-Escúchame bien, bestia asquerosa –exclamó con voz lúgubre-. Te has equivocado por completo si creías que podías entrar en nuestros armarios y quedarte tan tranquila. No nos das ningún miedo y no puedes hacernos daño. Así que vuelve al apestoso lugar de donde hayas salido y púdrete. ¿Entendido? ¡No nos das miedo!
En ese momento, mi hijo Marcos parecía lleno de orgullo hacia su padre. Yo, en cambio, sentí un escalofrío que me dejó helada. Tapé bien a mi hijo, Raúl y yo le besamos deseándole las buenas noches y volvimos a nuestra habitación.
-¿Qué te pasa, cielo? Estás pálida.
-Creo que has sido demasiado duro con el animal. Quizá le hayas molestado, y una bestia herida es peligrosa…
Raúl reía a carcajadas.
-¡Cariño! ¿Te has vuelto loca? ¡Es el monstruo del armario! Todos los niños hemos tenido el nuestro. No existe. ¿Es que voy a tener que repetir el sainete en nuestro empotrado?
Reí con él, pero seguía intranquila.

Al día siguiente, mi hijo estaba pálido, ojeroso y demacrado. Creí que se había contagiado del resfriado de Claudia. Le pedí que no fuera al colegio, que se quedara en la cama. Se negó. Me encogí de hombros. Caprichos de niños. Marcos ya se vestía solo, pero aún pedía ayuda para bañarse. Por eso aquella noche vi los arañazos.

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