Foto de portada: Pedro Timón
El nombre de Arantza Margolles (Gijón, 1982) es de sobra conocido por cualquiera de sus paisanos, pero quizá más de uno se sorprendería si pudiera leer su currículum. Esta prolífica mujer (historiadora; escritora y divulgadora; colaboradora habitual en prensa, radio y televisión asturiana; políglota; enamorada y profesional de la investigación genealógica; auténtica navegante de archivos y hemerotecas), se maneja en muchos campos, y en todos ellos con idéntica maestría. Su última aventura, aún en curso, la ha puesto al timón de A Quemarropa, decano de la prensa negra mundial: el periódico que, cada día, mantiene informados a los muchos visitantes de la Semana Negra de Gijón de cuanto se gesta y se cuece en esta cita literaria y cultural. Este festival, que celebró su XXXVII edición, es ya por derecho propio referente y tradición imperdible en el verano gijonés, desde su creación en 1987.
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—¿Dudaste en algún momento cuando te plantearon dirigir A Quemarropa (AQ)? Cuéntame cómo fue y cómo recibiste la propuesta.
—Ni un segundo. Si Miguel Barrero me dice ven, lo dejo todo. (Risas) No, pero ahora en serio: llevaba ya unos años colaborando en el decano de la prensa gracias a Pablo Batalla, el anterior director, con el que había hecho series de pequeños artículos sobre crímenes, historia de género o historia en general. A principios de año, Pablo tuvo que dejar la dirección y entre él y Miguel pergeñaron varios nombres; inexplicablemente, entre ellos estaba el mío. Me lo propuso y no dudé. Por varias razones: porque era un curro que me gustaba, que giraba, como la Semana Negra, entre libros, cultura y reivindicación (y con gofrerías a un paso), por la admiración que tengo por Pablo y, en general, por todos los miembros del equipo que conocía entonces de la SN. Básicamente: porque sabía que me lo iba a pasar bien y, como dice Barrero que le dijo una vez Taibo II, porque me iban a sonreír más que en ningún otro sitio. Y no me equivoqué.
—¿Se podría decir que es “un sueño cumplido”, aunque nos acusen de cursilería? ¿Está siendo como imaginabas?
—Siempre lo cuento: cuando el AQ se publicaba en papel, yo era joven, inexperta y, sobre todo, tímida. Muy tímida. Me daba palo acercarme a los repartidores, así que iba robando A Quemarropas abandonados. Me apasionaba el diseño, las nuevas lecturas que se descubrían, ese titular breve, fuerte, dictando sentencia. A mi siempre se me ha dado muy mal titular; en mi experiencia en El Comercio, por ejemplo (Miguel Rojo puede dar fe de ello), me he encontrado con que a veces echaba más tiempo buscando el titular que redactando mis historias. Supongo que eso es lo que diferencia a una juntaletras como yo y a un periodista. Así que asumir la dirección de AQ, que viene siendo hacer, entre otras cosas, la portada, era un reto. Y a mí me molan los retos cuando son para bien y consensuados. No diría que dirigir AQ sea exactamente un sueño cumplido, pero sí que es una de esas cosas que te enorgullecen, que te hacen crecer. Y no sólo el AQ en sí, sino vivir esta experiencia desde dentro; ver las entrañas de la Semana Negra, formar parte de ese engranaje perfecto que es el equipo que lleva detrás. No te miento: dirigir AQ es mucho más curro del que me esperaba. Y eso que tanto Barrero como Batalla me lo advirtieron desde el primer momento: intenta no compaginar esos días más curros, porque puedes reventar. Por supuesto, no les hice caso. Hacer el AQ, ahora que es digital, no tiene nada que ver con los tutes que se pegaban Ángel de la Calle y ellos cuando era impreso y tenía que entrar, sí o sí, a imprenta a una hora determinada, con los textos perfectamente ajustados, pero vive Dios que sigue siendo duro. Yo he querido dar visibilidad a todas las presentaciones, al menos a la mayoría, no sólo a las de las y los autores más consagrados sino también a las de quienes empiezan, y eso implica tener que andar de aquí para allá, entrando y saliendo de tres presentaciones a la vez, toda la tarde. Luego hay que llegar a casa, coger el ordenador, editar fotos, maquetar (aunque gran parte del trabajo ya está hecho por Óscar, nuestro informático, al que le debo no sé si la vida, pero al menos sí parte de mi salud mental), corregir textos, hacer la sinopsis de presentaciones a las que no hayas podido llegar… Siempre se acaba a las cuatro, a las cinco de la mañana. Pero la sarna con gusto no pica.
—La Semana Negra empezó cuando eras (éramos) niñas. ¿Qué recuerdos tienes de ella? ¿Y de AQ? ¿Eras de las que atesoraban cada número y lo revisaba de principio a fin?
—Mis primeros recuerdos de la SN son de aquellas de El Musel, o eso creo recordar. A veces en la memoria se nos instalan recuerdos falsos y es posible que esa imagen de un certamen literario al lado del mar, con la oscuridad cayendo sobre las furgonetas de los feriantes, la haya construido mi cabeza y no mi memoria, pero ahí está. Sí tengo muy vívidas aquellas Semanas Negras del Molinón, que coincidieron con los años en los que empecé a salir, o de cuando se trasladó al Arbeyal y prácticamente me instalé allí, porque me quedaba al lado de casa… Por entonces, no lo voy a negar, la Semana Negra para mí era casi todo fiesta, feria, lujuria y tren de la bruja, pero si echo la vista atrás, el recuerdo al que guardo más cariño es a la firma de libros de La generación más guapa, que aún conservo. Ahí estaban Maroto, Carlos Giménez, Ventura, que se murió hace unos meses… Con sus historias había construido mi vida, mi personalidad; había cogido el lápiz por primera vez y, por fin, ahí estaban. Ante mis narices. Lo recuerdo como si fuera magia. Soy de las que no es capaz de comprender ni Gijón, ni la vida, sin la Semana Negra. De las que se cabrea como si le fuera la vida en ello cuando dicen que en la Semana Negra no hay nada. Más de 200 autores, casi 250, en esta edición. ¿Cómo te quedas? ¿Cómo se puede decir que no hay nada? Me quedo muerta, de verdad.
—¿Qué te apetecía cambiar? ¿Había algo que quisieras incluir o descartar respecto a anteriores ediciones, algún enfoque particular que te interesara especialmente? ¿O primaba más “mantener la esencia”?
—Para mí, Pablo había sido (y sigue siendo, porque para mí es el «emérito») un director magnífico, tanto en selección de contenidos como en trato a los colaboradores, así que no quise cambiar ni una coma de lo que él había hecho. Sobre todo porque, además, no es lo mismo abordar la redacción del diario en su integridad que hacer una breve columna. Hay que pillar el tono semanero, esa mezcla entre cultureta y macarrilla de buen corazón. Ese escribir de barrio ilustrado. Ni me veía capacitada para cambiar muchas cosas ni tampoco quería, porque estaban perfectas. Sí tenía claro qué quería incluir: más mujeres escribiendo, una pata que siempre había estado coja, desde los orígenes mismos de la SN (sobre esto os recomiendo leer el artículo de Dulce Gallego en el número 8 del AQ), y algún contenido en asturiano, algo que ya había intentado hacer Pablo otras ediciones, para acabar de firmar la pipa de la paz con un movimiento que en sus días, hace ya mucho tiempo, tuvo sus más y sus menos con la SN, y que no deja de ser una reivindicación de los derechos humanos, timón principal del festival. Quise también incluir ilustraciones, volver a los tiempos en que en el AQ no sólo se publicaban textos, sino también dibujos, pero en eso me comió el tiempo y la vergüenza: no se por qué, me cuesta más pedir que me hagan un texto gratis que un dibujo. Para otros años, con más experiencia y con más tiempo, se intentará. Por lo demás, la esencia del AQ sigue intacta. Porque así ha de ser.
—¿Cuesta encontrar colaboradores que se impliquen en AQ? ¿O más bien saltamos todos con el mismo “sí” rotundo?
—De todo hay en la viña del señor. Pero la mayoría de respuestas son positivas, y eso ha sido una de las experiencias más gratas de esta primera andadura. Mandarle un email a grandes como Carlos Salem, Elia Barceló o Anna Tortajada y que se muestren encantados, y agradecidos, de colaborar en AQ, esa es una muestra del peso que tiene la SN fuera de nuestras fronteras, del respeto que hay en el mundo literario hacia este festival. Sí cuesta más encontrar temas nuevos que tratar. Este año quise hacer una serie dedicada a cómo habían llegado quienes se dedican a ello a escribir desde un pasado lector, y otra en la que los colaboradores nos contasen la Semana Negra de su vida. Me encontré con que ya había habido secciones semejantes otros años, pero ya era tarde para cambiar. Entono el mea culpa. Pero sí, en general suele resultar bien. Es que si al decano de la prensa negra no le salen bien los atracos a mano armada «a quemarropa», ¡ya me dirás!
—Parece que el género noir se sigue considerado esencialmente masculino, incluso a pesar de la existencia de escritoras tan conocidas y fértiles como Christie, Highsmith, Anna K. Green, Donna Leon, Lourdes Ortiz, Alicia Giménez Bartlett, Ribas, Montero, Redondo… La novela negra está en auge, no hay más que ver el éxito que tienen las historias policíacas made in Spain, o el scandinoir, con autoras como Läckberg, Larsson y tantas otras. En AQ hay una más que notable participación femenina. ¿Hubo que hacer arqueología para convocar a señoras amantes del crimen, o andaban bien a la vista?
—A las mujeres escritoras de novela negra les pasa como, en general, nos ha pasado a las mujeres toda la vida: que siempre hemos estado, pero no se nos ve. Fíjate en el palmarés de premios de este año: la mayoría han sido mujeres, y mujeres que, además, han revisado el género y dado una vuelta a la tortilla volviendo al negro a una historia como la de Empar Fernández, sobre la pérdida de un niño autista y el sufrimiento de su madre. Ahí tenemos a Mercedes Rosende con su Úrsula López, cúmulo toda ella de traumas. Pero es que también tenía traumas, y no pocos precisamente, el Bruce Robertson del Escoria de Irvine Welsh y nadie le tosía al autor. Quienes siguen defendiendo que el noir es cosa de hombres, si es que aún queda alguien, son los mismos que dicen que en la Semana Negra no hay nada: gente que no lee, pero que opina. En esta Semana Negra nos hemos tirado de los pelos sobre si abolir el género (literario) o no, ahí está el melón, pero a nadie le ha extrañado que haya una mayoría de mujeres presentando novela negra. Es que, en general, somos mayoría, es pura estadística. Entre quienes saben, ni hay debate ni necesidad de rascar para que salga una mujer novelista. Son y están.
—Cuando empezó la Semana Negra se podía contar con unos 70.000 visitantes y en torno a los 60 autores invitados. A día de hoy, estamos hablando de 250 invitados y no es raro que el número de asistentes pase del millón. ¿Crees que los padres fundadores de este evento imaginaban que algo así sería posible?
—Yo creo que sí. Creo que en el interim siempre ha estado claro que la Semana Negra era una apuesta segura. Siempre se cuenta que Gijón le «robó» la Semana Negra a Barcelona, que era donde Taibo II iba a organizar un primer germen de certamen con Vázquez Montalbán, pero al final, afortunadamente, se quedó aquí. Tini Areces tuvo mucho que ver, porque este tipo de certámenes no pueden llegar a nada sin apoyo institucional, y ahí lo tienes: un certamen que configura la personalidad de una ciudad, que se incrusta en el imaginario de la gente. Yo soy de letras, no de números, casi no sé contar. Pero lo que ha conseguido la Semana Negra en nuestras vidas, en la de las gijonesas y sobre todo en la de todos quienes alguna vez se dejan caer por aquí, era precisamente parte del plan. Transformar la ciudad, enriquecer las mentes. Se consiguió, se está consiguiendo y se seguirá consiguiendo. Por más que nos quieran matar.
—A la Semana Negra se la ha acusado desde diversos frentes de ser una mezcolanza absurda de “libros y churros”. En esta edición se rinde homenaje a Onetti, Cortázar, Machado, Muñoz y Baudoin; y sí, hemos tenido en concierto a Pancho Varona, Pedro Guerra y Pauline en la Playa; hay ritmos caribeños, noria, coches de choque y churros. Ya desde los inicios defendía Taibo esta amalgama, como la defiende Miguel Barrero (actual director del sarao), y también tú desde AQ. ¿Qué tienen algunos contra los churros? ¿Qué puede tener de malo mezclar la cultura con la juerga? ¿Qué cree Arantza Margolles que ofende de esta simbiosis, y por qué?
—Pero es que, ¿a quién no le gustan los churros, por el amor de Dios? Mira, ese soniquete se ha repetido hasta la extenuación desde el origen mismo del festival: que cultura y juerga no pueden ir unidas. Nunca le ha encontrado explicación plausible. Hay una minoría de puristas, de peña que quizás entienda la literatura, o la cultura en general, desde el aburrimiento. Pasa en el campo de la Historia: hay quien mira por encima del hombro a quienes nos ganamos la vida honradamente divulgando, porque parece que si no redactas sesudos opúsculos ininteligibles eres menos profesional. Pero esa es una especie en peligro de extinción, también en la literatura. El resto no tengo ni la menor idea de dónde vienen, y me gustaría saberlo, la verdad. Es cierto que quizás hubo épocas en las que el crecimiento de la Semana Negra fue muy rápido, ambos mundos (el de la fiesta y el de la cultura) y hubo problemas de espacio. ¿A quién no le pasa? No es fácil organizar un evento así, es imposible hacerlo siempre a la perfección. Pero también eso se solucionó. La Semana Negra ha ido adaptándose a los tiempos, a las circunstancias, a los presupuestos, y lo ha hecho siempre razonablemente bien. En los tiempos de Taibo, en los de Ángel y, ahora, en los de Miguel. El visitante sólo tiene que hacer una cosa: venir con la mente abierta, dejarse llevar y disfrutar. Supongo que lo que falla es el primero de esos tres puntos. Yo te puedo asegurar que el otro día, al terminar la jornada, el pasarme por la feria a pegar unos tiros en las casetas y cenar un churrasco de pollo con una cervecita fría no me quitó ni un ápice de comprensión lectora ni de capacidad cultural. Es que esas ya se llevan puestas. Los churros lo único que hacen es alimentar el cuerpo sobre el que se sostiene la cabeza.
—¿Qué les decimos entonces a los renuentes, o a los que aún no conocen la Semana Negra? ¿Por qué deberían acercarse y dejarse abrazar por este caos?
—A la Semana Negra hay que venir. Hay que vagar, como decía Miguel Barrero hace unas semanas, por las carpas, descubrir nuevas lecturas. Mucho mejor dejarse guiar por un autor, o una autora, sobre el escenario, que por la portada de un libro. Hay que tomar por asalto el «Súper» con libros buenísimos a precio de ganga (este año yo me he especializado en Chester Himes a 2,95 el ejemplar) y pasarse por el pasillo de las librerías, que traen gloria, cosas a veces inéditas. Hay que ver, como yo he visto este año, cómo un grupo de adolescentes se acerca a una de las carpas y se quedan con la boca abierta al escuchar, por casualidad, a Pilar Sánchez Vicente o a Carlota Suárez vivir la cultura como también se ha de vivir la vida: con ilusión. Y todo eso con un cucurucho de torreznos en la mano, por qué no. Es que es difícil explicarlo. A la Semana Negra hay que venir, digo. Hay que venir y hay que vivirla. Sin prejuicios en la cabeza, sin ideas preconcebidas. ¿El mejor argumento? Todos los que critican la Semana Negra se han pasado o se van a pasar alguna vez por allí y, os lo prometo, a todos ellos yo les he visto reír.
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