Cassandrita mi amor,
Escribo estas palabras unas horas después de que te fuiste. Aún tengo aquí tu aliento, como un fantasma amigo que insiste en evocar tu dulzura infinita para quitarme un poco de esta aflicción áspera y desdichada que, estoy seguro, no te representa. Disto de proponerme traerte a ti ni a nadie a mi tristeza, sino encontrar asilo en la extensa ternura de tu recuerdo. No sé ni cuántas lágrimas me falten para llegar al final de esta carta, pero sí que le escribo a mi gran proveedora de alegría y eso al menos tendría que hacernos sonreír.
Soy sólo un homo sapiens, Cassandrita, y sé que más de uno entre mis congéneres dirá, pobre infeliz, que tú eras “sólo un perro”. Afortunadamente no espero que me entiendan, eso lo hiciste tú mejor que nadie y nos consta que es más que suficiente. Tampoco es mi intención pasar por buena gente, pero sería justo decir que tu bondad solía transmitirse por contagio, y que difícilmente soy la misma persona después de estos once años de vivir a tu lado. Ay, mi Nena, tenías que ser mujer.
Desde el principio te apodamos La Nena. ¿Recuerdas cuántos libros destrozaste, a lo largo de tu alocada infancia? Conservamos aún los ejemplares, algunos literalmente en pedazos, de la que bautizamos como La Biblioteca de Cassandra. Un día le confesé a Mario Vargas Llosa que te habías comido la mitad de Conversación en La Catedral y él comentó, entre risas, que cuando menos tenías buen gusto. ¡Cuán tierna y adorable te hallaríamos, que hasta tus travesuras celebrábamos!
Escribimos tu nombre con S porque habías nacido en California. Manejé de Los Ángeles hasta Tijuana con una sola mano para seguir rascándote la pancita, procurando evitarte el desconcierto de la travesía, pero pronto entendí que me habías adoptado sin más gestión que una simple mirada. No menos inmediato resultó apoderarte del corazón de Boris, nuestro otro gigante de los Pirineos cuyo últimos dos años de vida te encargaste sin pausa de endulzar.
Y así llegó Gerónimo, con quien fuiste otra vez una niña traviesa, además de niñera irreemplazable. Jugaban día y noche, a toda hora, para gran regocijo de Adriana y mío, que vivíamos espiándolos tras cada recoveco de esa casa que ustedes dos hicieron un hogar. Hasta que nos casamos: primero tú y Gerónimo, unos meses después Adriana y yo.
Tuvimos que volvernos carpinteros efímeros para construir la cuna de 1.80 por 1.20 donde vendrían al mundo tus siete cachorros, delante de los cuatro ojos atónitos de quienes nunca antes vimos nacer a nadie y una tarde de enero —quizá la más luminosa de nuestras vidas— nos miramos a cargo de aquellas entrañables miniaturas chillonas que en unos pocos meses se volvieron perrazos espectaculares. Nos quedamos con tres y tú te convertiste en La Matriarca.
Los seis te respetábamos como a una autoridad indiscutible: la dueña del hogar. O, como te llamaba nuestra Adriana, Guapa de Guapas y Reina de Todo. Sabías distinguir entre la buena gente y la miseria humana: te quedabas dormida sobre las piernas de unos y huías a esconderte de los otros. Nunca llegó a fallarte el detector, hasta el último instante tu divina intuición nos alumbró el camino y la existencia. Y, por cierto, tampoco te falló la alegría. Entre tus numerosas coqueterías perrunas, no hay una que recuerde mejor que tu sonrisa. ¿Sabes que la dejaste tatuada en mis entrañas?
Verdad es que a los dos nos maravilló, aunque sin extrañarnos, ver a Gerónimo transformado en tu escolta desde que te cayó la enfermedad. ¿Y cómo no, si eras su Mary Poppins? No te dejaba ni para comer. Cuando uno de tus hijos se acercaba, lo alejaba a gruñidos para no importunarte. Y así te fuiste, Nena, rodeada del querúbico cariño que tú misma creaste y repartiste. Perdona tantas lágrimas a la hora de enterrarte, y gracias infinitas por hacerlas tan dulces, aun en la tristeza. Te quedamos debiendo, mi linda Nenibueni, un montón de sonrisas… Ya llegará la hora de hacértelas llegar, dondequiera que estés.
Lo más difícil de estos momentos es cuando tienes que «disimular» tu tristeza, porque nadie al que no se le haya muerto una mascota, lo puede llegar a entender. Solo aquellos que han pasado por esa pérdida lo comprenden y tú mendigas su consuelo, porque sabes que es sincero.
Precioso, no tengo palabra.