Ardieron las colinas de Hollywood, esa necrópolis de buena parte de nuestras mitologías últimas. Todos los incendios suponen una tragedia, pero este ha traído consigo aires de metáfora. Los hombres somos herederos de nuestras admiraciones, creadas o recibidas, y, esos montes pelados, es obligado citar aquí a Músorgski, que su aquelarre musical articula bien con las llamas que hemos visto en Los Ángeles, son un vestigio de nuestra memoria visual. Por esas colinas y adyacentes discurrieron los hechos de L.A. Confidential y la acción de Mulholland Drive, de Lynch, ese mago de Oz del surrealismo. Más allá queda Sunset Boulevard, esa avenida que Billy Wilder convirtió en tumba cinematográfica de los dioses del cine mudo en el Crepúsculo de los dioses, y que ha quedado arrasada.
Queda la impresión de que el discurrir de la historia es un sucesivo entierro de mitos: los prehistóricos, los sumerios, los persas, los griegos, los romanos y ahora estamos afanados en abrir una sepultura para el cristianismo, que comenzó como religión, se afirmó como una especie de superstición del más allá y ahora está en un corolario donde no se sabe afinar demasiado bien por dónde queda su horizonte. El pensamiento nos ha ido independizando de los credos, pero lo que nos ha ido impregnando el alma de esta moral nuestra tan siglo XX, que todavía empleamos algunos, ha sido el cine. Cristo estaba en la iglesia, sí, pero Humphrey Bogart estaba en el salón de casa hablándonos desde de la tele.
Aquí ya ha habido muchas generaciones que se han educado en el bien y el mal, no por el sacerdote, sino por la moral de personajes muy Dashiell Hammett y Raymond Chandler. No hemos recibido la ética de Aristóteles, sino de Frank Capra, John Ford, William Wyler o El Padrino, que nos ha explicado qué es la familia mejor que ningún sermón. Ahora ha ardido esa ciudad/meca que engendró la mitad de los sueños de la pasada centuria, igual que ardieron los decorados de Lo que el viento se llevó, porque David Selznick quería una escena dramática y se le ocurrió quemar el cartón piedra que quedaba en los viejos estudios para simular un incendio en Atlanta. Así que contrató a un parque de bomberos y luego llevó el queroseno para prender la fogata. Nadie podrá acusarlo jamás de no tener cierto sentido del espectáculo.
Los Ángeles ha ardido ahora y las llamas se han llevado consigo los recuerdos que los actores acumulaban en sus casas, como le sucedía al descuidado protagonista de The Artist, con todas sus cajas de recuerdos de pelis. Ese almacén propio que con el tiempo termina en las subastas y enriqueciendo las vitrinas de los museos dedicados a la cosa del celuloide. También se han ido algunos escenarios que modelaron la plástica audiovisual de nuestra juventud, como el Palisades Charter High School, donde se rodó esa fantasía de Carrie que hizo temblar a nuestras primas pequeñas y el Topanga Ranch Motel, que levantó ese imperio de noticiarios llamado William Randolph Hearst que, vale, no es cine, pero es que él siempre ha sido muy de película, como intuyó ya Orson Welles.
Quizá todo esto tiene su punto alegórico y no suceda por casualidad. A lo mejor ocurre que hay un mundo que va quedándose atrás y que se nos viene uno nuevo encima. Igual que Selznik quemó lo que quedaba de los orígenes del cine para rubricar la gran escena del nuevo cine moderno, ahora esta quema tiene también una lectura que nos viene a decir que tipos como el John Wayne de El hombre que mató a Liberty Valance, el Rick de Casablanca, el Gregory Peck de Matar a un ruiseñor, el Henry Fonda de Doce hombres sin piedad o el James Stewart de Anatomía de un asesinato ya no se llevan, son una vieja guardia caducada, un trampantojo de una moral que en realidad no importa que arda junto a sus justificaciones de principios y valores. Y, como la historia es una gran tejedora de alegorías, nos lo anuncia antes de un nuevo relevo en la Casa Blanca y, como siempre ha hecho, con un gran incendio, como ocurrió hace muchos siglos en la Roma de Nerón.
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