Como quien camina sobre una cuerda floja, arte y literatura no pueden existir sin el riesgo de caída, pero también contienen la promesa de cruzar a la otra orilla, ese lugar que por comodidad o cobardía nos resulta inaccesible en la vida cotidiana. Una obra de arte dócil, que no produce algún tipo de tensión o vértigo, es un mero entretenimiento que se complace en el aplauso de las personas monolíticas. La vocación del arte es más violenta que pacífica, saca a bailar nuestras secretas paradojas, esas que ocultamos por temor, pero que conviven con nosotros, acechándonos silenciosamente.
Esta obra de Harwicz se compone en su mayoría de un conjunto de breves ensayos aforísticos que denuncian los males de nuestra cultura, donde el arte y la literatura adoptan la voz del “qué dirán”. La corrección política anestesia el poder emancipador de la obra de arte, tornándolo epidérmico e indoloro. Harwicz lo denomina el síndrome de Sally Rooney: para vender más, para estar del lado del Bien (aunque haya que apoyar a criminales, sobre todo con las mujeres, y acentuar la judeofobia), se adhiere a las causas políticas con buena prensa.
Las modas artísticas y literarias insufladas de lo políticamente correcto, cuyo objetivo se reduce a los beneficios de mercado o electorales, parecen obsesionadas por la atomización del ser humano a su condición genital, la identidad de género, el color de la piel, etc. Harwicz nos recuerda que este tipo de preocupaciones también alimentaron los idearios de los regímenes fascistas y totalitarios. Uno de los éxitos del pensamiento único o de las dictaduras es moldear lo accidental como si fuese esencial, convirtiendo los prejuicios en juicios dominantes.
La mercadotecnia se sirve de esta obsesión por la identidad para obtener beneficios a través de la instrumentalización de las minorías: cuando periodistas, presentadores y editores de cada festival y encuentro literario de diversos países ponen el acento en que somos “escritoras mujeres + nacidas en los setenta + latinoamericanas”, lo que buscan es alienarnos. Lo que en principio pudo ser un fenómeno de visibilización, hoy puede convertirse en la propagación de un ángulo muerto que desprecia la aparición de las discrepancias, nutriente fundamental de la literatura y el arte.
El autoritarismo ya no proviene de una figura reconocible que castiga y condena, los fenómenos inquisitivos son vaporosos y el poder vive bajo nuestra piel como un policía escrupulosamente efectivo. La cultura artística siempre ha ironizado y reducido la sombra del poder moral que circula socialmente, ahora es más difícil, pues se complace en vigorizarlo a través de tweets o consignas instagrameables de bajo consumo mental. La producción cultural busca la simpatía de los seguidores, traducidos en monetización. Las redes sociales y el fenómeno de la viralización ha puesto de relieve un gregarismo que se convierte en enemigo del pensamiento disidente. El arte y la literatura se han convertido en cómplices de los espacios habitados por la mediocridad, donde abundan etiquetas que nos individualizan en superficie, pero que ignoran la profundidad de las raíces que nos vuelven semejantes, repletos de aristas y ambigüedades.
La profundidad requiere silencio. En El ruido de una época también encontramos un epistolario entre Ariana Harwicz y Adan Kovacsics donde intercambian ideas acerca del necesario silencio que requiere la escritura para alcanzar una voz propia que si bien dialoga con el mundo, no puede reducirse a él: la gran tarea de hoy es aferrar las briznas de la palabra auténtica en medio de la avalancha de lenguajes periodísticos y administrativos, todos coercitivos, todos espantosamente limitadores, todos enemigos de la poesía, de la profecía.
Se crea o se acude al arte porque buscamos algo que explique el malestar producido por la imposibilidad de habitar una vida unívoca, clara y segura en sus fundamentos. Para vengarse en el arte, hay que ser enemigo de uno mismo. La historia del arte y de la literatura retrata nuestras contrariedades, la fluctuación del péndulo estético que oscila entre lo bello y lo siniestro, con su correlato moral: hay maldad en el bondadoso y ternura en el malvado, del mismo modo que el amor oculta secretamente un anhelo de sometimiento y crueldad. Literatura y arte son los templos donde se rinde culto a las paradojas del deseo, si se intimidan, entonces nuestra capacidad creativa disminuye, y con ella la libertad de representarnos bifrontes, es decir, humanos.
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Autora: Ariana Harwicz. Título: El ruido de una época. Editorial: Gatopardo. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Foto: Carolina Vargas.
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