“La más innovadora de mis novelas”, llamaba Ramón Gómez de la Serna a El incongruente (1922), escrita unos años antes de que fuera dado a conocer “Kafka y su kafkismo”. Partiendo del hecho de que Ramón es innovador por una especial aristocracia de pensamiento, por una suerte de derecho de nacimiento —cosa que, citando sus palabras, supone formar parte “del santoral de los precursores”—, no sé hasta qué punto se puede establecer una equivalencia de contenidos entre una novela como El incongruente y las obras de Kafka. En lo que a mí respecta, nunca he visto nada lejanamente incongruente en Kafka. Un hombre se transforma durante la noche en un bicho: de acuerdo, ¿y? Todo lo que sucede después es perfectamente normal dentro del nuevo contexto que supone para un hombre despertar convertido en un “escarabajo pelotero” (para Nabokov, más bien, “un escarabajo marrón, convexo, del tamaño de un perro”, que ignora la existencia de sus alas) tendido panza arriba. O bien, un hombre es detenido por un par de matones burocráticos y el resto de su vida se tiene que enfrentar a un laberíntico proceso: de acuerdo, ¿y? Esto, que pocos años después de la muerte de Kafka se iba a convertir en un suceso pavorosamente habitual, resulta cada vez menos kafkiano. Quizá lo que no sea del todo habitual es despertarnos convertidos en un abombado coleóptero, pero todo depende, por un lado, de lo que entendamos por coleóptero —un hombre que decide un buen día perderse carretera abajo y hacerse una cabaña en el bosque en vez de acudir a su lugar de trabajo es un coleóptero; un hombre que descubre repentinamente que todos los ocupantes de los sillones del Congreso son extraterrestres o vampiros pero sobre todo que no son seres de este mundo es otro coleóptero— y, por otro, de la profundidad y de la capacidad persuasiva de nuestros sueños, de la fuerza con la que pueden llegar a colorear los relieves del (así llamado) mundo real.
Sin duda, El incongruente es una novela innovadora, como lo es también El novelista, mis dos novelas preferidas entre todas las que he leído de Gómez de la Serna. Pero no son precisamente sus novelas más conocidas, de modo que su menor alcance (y eso que Ramón tuvo lectores y traductores enormemente influyentes, como Valéry Larbaud) llevó a que inevitablemente se resintiera su innegable condición de precursoras. Sin embargo, e igual que existe una aristocracia de pensamiento, también existe una aristocracia de lector, que nos lleva a sentir una debilidad especial por las obras que, a lo largo de una carrera de escritor, se quedan como perdidas, como animalitos sueltos, en la cuneta abierta a cada lado de un camino mucho más vistoso: los sobrinos de Wittgenstein, los chinos del dolor o los árboles mágicos a los que se presta una menor atención por haberse desprendido en algún momento del canon panorámico. A veces ocurre que es como si todos esos libros, todos los que están en el mundo como un cabo suelto de rota continuidad, los que andan buscando un compañero, un continuador, una aproximación, como la trompa del destino, como los sutiles tentáculos de esos animales gelatinosos y transparentes que se mueven constantemente buscando al incongruente que por allí pase (todo esto es una larga cita robada a Ramón), acudieran un día hasta usted, o usted, lectores nacidos con los galones de la aristocracia de lector; todos esos libros vienen tanteando por el aire, buscándoles a ustedes, y por eso se les ciñen tanto cuando entienden que les han encontrado (esto también). Pero en lo que respecta a mi particular aristocracia de Ramón, siempre había pensado que mi incongruencia era un caso bastante inusual y posiblemente irrepetible, un caso ni siquiera de esos de uno entre un millón, sino algo estadísticamente más improbable todavía, como coger fiebres tropicales en pleno Ártico. Imaginen por tanto mi sorpresa al descubrir, un día de esos que se parecen a otro día cualquiera, que El incongruente ya había sido adoptado tiernamente por otra sensitiva cuidadora de descarriados, una temblorosa alma gemela en medio de los hielos, y que, no contenta con sacarlo de la cuneta y llevárselo en brazos, con un maravilloso talento para hacer suya una ternura tan especial como la de Ramón, había convertido esta novela en una fabulosa adaptación al cómic.
Más me sorprendió comprobar que todo lo que ella había imaginado como escenario para los ires y venires de Gustavo el Incongruente en un mundo de encantadoras incongruencias tenía un aspecto muy similar a como durante mis numerosas lecturas a lo largo de los años lo había imaginado yo. Las calles adoquinadas, las farolas suspendidas y rodeadas por un halo de luz, las señoritas con sus peinados anticuados, los ojos como platos de Gustavo, su expresión de permanente alucinado: todo eso lo había visto yo antes, no sé si en mis sueños o en los sueños de aquella talentosa dibujante que por lo visto había seguido mis huellas por la cuneta de Ramón, o yo las suyas, o mi sombra a su sombra. Miré la cubierta del libro: “El incongruente. Adaptación de la novela de Ramón Gómez de la Serna”, y luego un nombre: Rocío Gómez Mazuecos. Pero yo no conocía de nada a esa señorita. El único rocío que conocía era el que comían los conejos empapando la hierba, en las montañas que rodean mi casita en el bosque. Ahora, sin embargo, después de haber leído con los mismos ojos alucinados de Gustavo su libro de arriba abajo, creo conocerla muy bien. Rocío debe de tener los ojos verdes, porque durante las horas que ha pasado miniando cada viñeta ha dejado caer sobre ellas una tintura misteriosa como de lámpara maravillosa o daguerrotipo antiguo. Tiene que apretar los labios cuando pinta, no sé por qué. Tiene que pestañear muy poco, tampoco sé por qué. Tiene que ser muy blanca, puesto que todo su libro irradia una sensación como flotante y una adorable transparencia. Y tiene que estar muy loca o poseer un talento muy particular para haber concebido un libro como una sucesión de grabados y que, cosa que para cualquier otro hubiera sido de esperar, el resultado no se le haya escapado de las manos.
Recoger el mundo de Gustavo el Incongruente en dibujos, y creo yo que en las imágenes del cinematógrafo (por usar un término anticuado y absolutamente ramoniano), es, posiblemente, una de las tareas más difíciles de llevar a cabo dentro del género o subgénero de las obras adaptadas. En realidad, cualquier obra de Ramón sólo parece que puede existir en el medio en el que fue creada, como si allí existiera un oxígeno único que hiciera respirable el mundo para sus gaseosos habitantes. De hecho, cualquier lector de Ramón conoce de sobra el miedo a mantener las páginas de sus novelas abiertas durante demasiado tiempo, por temor a que el irrespirable oxígeno de este lado del libro sulfate esa realidad ingenua, como de pompas de jabón, que sólo es posible encontrar en ellas. Pero la adaptación de El incongruente es la mejor demostración de que con imaginación y talento se puede llevar a cabo hasta la dificilísima tarea de adaptar a Ramón. No es sencillo comprender y apropiarse de Gustavo y su mundo, pero Rocío ha llegado aún más lejos que eso. Ha sabido ver que la única alteración que este “ceñidor de cabos sueltos” siente al despertar es la que concierne a la intensidad de los colores que revisten el mundo, no a su degradación ni a su pérdida. Para Gustavo, el lugar en el que despierta cada mañana es siempre infinitamente más maravilloso y encantador que el de la mañana anterior, y eso mismo sucede en las páginas ilustradas por Rocío: cada capítulo es más maravilloso y encantador que el que hemos dejado atrás. La sensación de nostalgia, de cosa extrañamente intemporal, que produce el tono del grabado (algo también absolutamente ramoniano, pues a veces da la impresión de que él escribía así: en grabados) nos transporta a un mundo también intemporal y que por ello, a diferencia del habitado por Kafka, todavía no ha llegado a cumplirse. Está encapsulado en sí mismo, como el pueblo de la alegría que Gustavo visitó tras “cortar el monte por lo más inesperado”, un pueblo que por sus farolitos de colores parecía japonés, que “muy feliz debía de ser para estar tan rematado de cigüeñas” y en el que todas las contribuciones se recaudaban para pagar la alegría. Pero Rocío también ha acertado a percibir que, incluso en la manera de sentir la alegría, todos somos un poco como Gustavo y sabemos que nuestro destino se encuentra en las ciudades tristes, no en un mundo embelesado en su propio vivir. Es verdad que la naturaleza humana parece atender a la extraña advertencia de Grillparzer: cuidado con los peligros de la alegría desbordante, del concierto disonante. En el pueblo de Felicísimo, en el que insisto porque es uno de los pasajes más encantadores del libro de Ramón y de los más maravillosamente recreados por Rocío, había dos bandas de música, para que una se pusiera a tocar en cuanto la otra dejara de hacerlo “por temor al mayor atentado contra la alegría: el silencio súbito”. Hay otro tipo de silencio que es el que se asienta de pronto en medio de los días, un tiempo como carente de hechos, donde todo parece caerse de las manos o vivir bajo la misma gravedad de los brazos derrengados. Este fabuloso homenaje a Ramón que todo buen lector, sea ramoniano o no, debería leer, es por sí mismo un atronador atentado contra esa clase de silencios y contra esa clase de días. Dicho en otras palabras: “Aquello había supuesto una aventura, que le había dejado con unas ansias feroces de echar a vivir y seguir viviendo.”
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Autora: Rocío Gómez Mazuecos. Título: El incongruente. Editorial: Dolmen. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Muchísimas gracias por cada una de tus palabras y por una valoración tan sensible, Lorenzo, me ha emocionado mucho como has expuesto la conexión que ha creado este libro(tanto el original como mi adaptación)entre dos desconocidos como nosotros, Lo cierto es que cuando “adopté” El Incongruente, aquel libro polvoriento, huérfano y a la espera( quizás desde hacía ya décadas) de unas manos que lo acogieran, y como bien dice Ramón, se me ciñó por completo al saberse encontrado. Desde ese momento no pude sentir más que el deseo y el deber incondicional de sacar fuera todas aquellas imágenes que este libro me evocaba, pues efectivamente sentía como si Ramón no lo hubiese escrito en palabras sino en imágenes(o grabados, pues no podía imaginar otro modo de plasmarlo).
También me ha sorprendido como la descripción que has hecho de mí se acerca bastante a la realidad, quizás los dibujantes tengamos esa tendencia a quedar estampados en nuestras imágenes tras pasar tanto tiempo «cara a cara» con ellas. Y quizás también sea cierta esa locura al escoger una técnica como el grabado para realizar un cómic, pues lanzarme a un trabajo tan vertiginoso no fue fácil al sentirme “ sola en medio de los hielos” pues ni una triste alma que supiera algo de Gustavo asomaba por allí, y ante la incomprensión ajena de mi cabezonería por Ramón y su Incongruente, yo y Gustavo hicimos el camino solos y en la penumbra, sin pausa, pero a trompicones entre historias absurdas y mágicas, hasta que logró exponerse a la luz y reencontrarse con aquellas almas que quizás ya le conocían por haberlo imaginado o soñado en alguna ocasión.