Arletty, la amante de un nazi

Arletty, la amante de un nazi

El 14 de abril de 1958, el fotógrafo francés Luc Fournol —destacado retratista de los notables de aquellos años, y de los de buena parte de los días venideros— documentó una visita de Arletty —la otrora musa del ya olvidado realismo poético francés, la pantalla más hermosa del cine de los años 30— a Louis-Ferdinand Céline en su casa de Meudon, un suburbio parisino. Hablamos de toda una serie de instantáneas secuenciadas. Se abre con ella llamando al escritor a través de los cristales y acaba con los dos riéndose del lorito que el autor de Viaje al fin de la noche (1932), tan amante de los animales como todos los misántropos, tenía en casa.

Sin embargo, no creo que las simpatías por los seres irracionales de uno u otra fueran el argumento de aquellas fotos que nos los muestran desvencijados por la edad y sin contemplaciones. Arletty —nacida en 1898 con el nombre de Léonie Bathiat— ya no era aquella joven, antigua vecina de Coco Chanel, que perdió a su primer novio en las trincheras de la Gran Guerra y, desde entonces, parecía haber jurado amar a despecho de la fatalidad. Con el armisticio, se codeó con Modigliani y con Picasso. Antes que actriz fue, de hecho, modelo de artistas y una lectora del gran Guy de Maupassant que debutó como cantante de music hall antes que en el cine. Toda una bohemia. Tiendo a pensar que el motivo de aquellas fotografías era la reunión de dos antiguas vergüenzas nacionales de Francia en el otoño de sus días.

"Sostenía que es entonces cuando los desdichados han de saber que sus supuestos redentores se disponen a convertirles en carne de cañón para la batalla"

Céline, paradigma del escritor maldito en el siglo XX, porque su antisemitismo durante la ocupación alemana de Francia le hizo cómplice de la Gestapo, tras el desembarco de Normandía decidió huir. Primero Alemania, después Dinamarca, donde fue detenido y preso por orden del gobierno francés, mientras su casa —su biblioteca— era asaltada y desvalijada por las masas en un ejercicio similar a las quemas de libros por sus amigos del Reich que iba a durar mil años. Las masas siempre son temibles e inquietantes. El maldito habría de dar cuenta de todo ello en una trilogía de novelas autobiográficas: De un castillo a otro (1957), Norte (1960) y la ya póstuma Rigodón (1967). Seguramente, para el perdón que se le concedió en 1950, cuando fue amnistiado, contó más el heroísmo del escritor en la Gran Guerra que su gloria literaria.

Pero para William S. Burroughs y el resto de los autores heterodoxos que por aquellos años acudían a rendirle tributo, el Céline que contaba era el que había dado una oralidad a la literatura —en todos los idiomas, no sólo en el de Baudelaire— desconocida con anterioridad a Viaje al fin de la noche. Por así decirlo, en opinión de esos colegas, que como Arletty le visitaban, Céline fue el primero en escribir sin contemplaciones retóricas: más aún, Céline fue el primero en escribir como cuando se habla en plata. Y, con independencia de su antisemitismo, en sus páginas lanzaba advertencias tan poco fascistas como aquella, referida a los infelices, sobre el cuidado que han de tener con los grandes del mundo cuando les prometen amores. Sostenía que es entonces cuando los desdichados han de saber que sus supuestos redentores se disponen a convertirles en carne de cañón para la batalla. Él lo fue de Francia en la Gran Guerra. Gravemente herido en Ypres, arrastró las consecuencias de por vida. Acusaba las secuelas de las heridas luchando por la patria, cuando, médico de profesión como era, Céline practicaba abortos gratuitamente a las mujeres pobres y atendía por altruismo, empero su misantropía, a los menesterosos. Y aun sufría esas secuelas de la Gran Guerra cuando Francia le maldijo por su colaboración con el invasor cuando el país fue ocupado. Incluso después de muerto, sigue vivo el estigma de Céline. Maldición que, sin embargo, no contó para un afrancesado notabilísimo y absolutamente libre de la mácula fascista: Jack Kerouac. Juro por estas líneas que uno de los más aplicados lectores españoles del estadounidense descubrió al singular misántropo francés en sus páginas.

"El fascismo es un estigma que acompaña de por vida a quien perteneció a alguna de sus organizaciones juveniles en la adolescencia"

Una de las pocas cosas ciertas que dicen quienes deciden lo que es verdad, lo que es progreso y lo que es la España federal que se acerca, es que no hay equidistancia que valga entre el fascismo y el antifascismo. El fascismo es un estigma que acompaña de por vida a quien perteneció a alguna de sus organizaciones juveniles en la adolescencia. Muy por el contrario, un comisariado político del estalinismo puede pasarse por alto si se es un buen poeta, aunque entre líneas se haya dado instrucciones a los torturadores de la NKVD para llevar al suplicio a los disidentes. No hay equidistancia, por supuesto: con el tiempo, y las dotes debidas para la creación artística o literaria, el estalinismo suele quedar impune; el fascismo nunca, o raramente. El antisemitismo de derechas es racismo puro y duro, el antisemitismo de izquierdas: superioridad moral. Claro que no. ¡No hay equidistancia!

Cuando Fournol retrató a Céline y Arletty, Francia ya les había perdonado sus crímenes durante la ocupación; el común de los franceses no tanto. De hecho, ella no llegó a enmendar su filmografía. Puesta de actualidad estos días con la publicación de La ciudad sin luz (Espasa), la nueva novela de Juan Manuel de Prada, la Francia de 1941 en la que Arletty amó al oficial alemán Hans Jürgen Soehring —teniente coronel de la Luftwaffe, antiguo asesor legal de la Legión Cóndor en España y siempre hombre de confianza de Hermann Göring—, no era tan gaullista como ahora parece. Empezaba a serlo entonces, a raíz de que, en junio de aquel año, Alemania invadiese Rusia y la Unión Soviética se uniese a los aliados.

"Ante el juez, con otras palabras más sonoras, dijo que su corazón era francés, pero que su sexo estaba inspirado por un sentimiento más universal. Y aquella era la hora de las purgas"

Fue entonces cuando Stalin dio orden a los comunistas franceses de empezar con sus campañas de sabotajes y atentados, y la resistencia francesa empezó a ser ese auténtico ejército de las sombras contra los alemanes del que nos habla Jean-Pierre Melville en la película homónima. Como no hay nada más revolucionario que la verdad, cumple reconocer que fueron los comunistas —tanto o más que los gaullistas— quienes capitalizaron la resistencia francesa. Y los anarquistas españoles los mayores integrantes de la Nueve, la heroica 9ª compañía de la 2ª División Blindada de la Francia Libre, primera unidad de aquel ejército glorioso que entró en París el 20 de agosto del 44.

Sobre el propio Melville —autor, ya digo, de la cinta más bella que haya inspirado la resistencia francesa—, se acabó proyectando la sombra de la duda de la colaboración. Sobre Arletty no hubo lugar a dudas. Ajena a esa heroica lucha de quienes morían —a menudo en medio de horribles suplicios— a manos de los invasores de su país, amó a Soehring como si no fuera uno de los grandes enemigos de la patria. En consecuencia, en el 44, tras la liberación, fue detenida. Ante el juez, con otras palabras más sonoras, dijo que su corazón era francés, pero que su sexo estaba inspirado por un sentimiento más universal. Y aquella era la hora de las purgas.

Sí señor, había llegado la hora de la venganza de aquellos canallas “que se creían de una raza superior / cuando, en realidad, sólo eran la peor raza que jamás pisó la tierra” (José Agustín Goytisolo). Rapados de cabeza, escarnio público… En Hiroshima mon amour (1959), Alain Resnais —entonces próximo al PCF— y Marguerite Duras nos cuentan la suerte que aguardaba a las muchachas que habían tenido amores con los ocupantes, aunque dichos afectos hubieran sido para llevar comida a sus casas. Puede que solo las comprendieran las que se prostituyeron con ellos, frecuentemente, también, por la comida de casa. Arletty fue enviada al campo de concentración de Drancy, que hasta unos meses antes fue el lugar de reclusión de los hebreos previo a su deportación a los campos de exterminio nazis. Sus admiradores en Hôtel du Nord (1938), la más próxima al Frente Popular —francés, naturalmente— de las obras maestras de Marcel Carné, en la que Arletty incorporaba a una singular prostituta, querían olvidarla.

"De pronto, todos los franceses habían sido gaullistas desde el primer momento"

De pronto, todos los franceses habían sido gaullistas desde el primer momento. El gobierno de Vichy, y todo el equipo humano que lo mantuvo, esa Francia que no acudió rauda a la llamada de la patria, como ordena La Marsellesa, y se dejó ocupar sin oponer toda la resistencia que opuso a partir de 1941, cuando Stalin ordenó que los comunistas tomasen cartas en el asunto, como recuerda Prada, parecía querer purgar aquella culpa —que habría de agobiarles hasta épocas aún recientes, si es que ha dejado de hacerlo— culpando a Arletty, a Céline y al resto de los colaboracionistas más notables, de una vergüenza en la que había participado tanta gente que asustaba a quienes verdaderamente eran conscientes de las dimensiones del caso.

Arletty llegó al cine de la mano de René Hervil en La dulzura de amar (1930). Trabajó con varios de los mejores realizadores franceses de aquella década: Marc Allégret —Aventure à Paris (1936)—, Sacha Guitry —Las perlas de la corona (1937), Desire (1937)— sin olvidar al belga Jacques Feyder: Pensión mimosas (1938). Pero fue el gran Marcel Carné quien dirigió a la futura mujer maldita en su paquete de obras maestras: Le jour se lève (1939), Los visitantes de la noche (1942), Los niños del paraíso (1945). Esta última había sido rodada antes de la liberación y de que la falta de patriotismo de la actriz ante sus apetitos sexuales —o su cinismo al comentarlo al ser juzgada— la condenase al desprecio de sus compatriotas.

A partir del 46, la filmografía de Arletty prosiguió hasta su muerte en el 68 con más pena que gloria. Abundó en obras menores, básicamente en filmes de Marcel Carné —también dudoso por haber seguido trabajando durante la ocupación—. Por lo demás todo fueron producciones menores. Por más cortos que fueran los papeles, para los más observadores empezó a hacerse patente que la actriz estaba perdiendo la vista.

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Raoul
Raoul
30 ddís hace

Aparte de tener un amante alemán, ¿qué más crímenes cometió Arletty durante la ocupación? En cuanto a la hora de las purgas, la venganza, el escarnio público y los rapados de cabeza, hay abundantes imágenes de linchamientos en el centro de París (en uno de ellos, un miserable golpea a una mujer tirada encima de un cadalso, luego la cuelgan por los pies y cortan la cuerda, y tras caer de cabeza contra los adoquines los espectadores la rematan a patadas) realmente escalofriantes, pero no verlas sería ignorar algo importante de la vida y de los seres humanos. De ese período oscuro de la historia de Francia dejaron constancia con admirable realismo y calidad literaria, entre otros, Marguerite Duras, Jose Giovanni, Joseph Kessel y Claude Seignolle en los libros La douleur, Mon ami le traître, L’armée des ombres (en el que se basó la película de Melville) y Les loups verts (mucho más interesantes, por cierto, que el último ladrillo de de Prada). Es muy recomendable también Tondues en 44, un magnífico y valiente documental de Jean-Pierre Carlon sobre las represalias a mujeres francesas acusadas de haber tenido relaciones con soldados alemanes.