Cualquier intento de responder a la pregunta de cuáles son los pilares más básicos de la existencia de los humanos debería tener en cuenta lo que necesitamos para sobrevivir: comida y capacidad de protegernos ante situaciones climáticas que nuestro cuerpo no puede soportar a la intemperie. Sobre el segundo punto cabe decir que, básicamente, toma dos formas: disponer de materiales con los que cubrirnos, y algún tipo de resguardo. Esto último los humanos lo han ido perfeccionando a lo largo de la historia en función de los escenarios geográficos que iban colonizando; no era lo mismo habitar en la ancestral África que en algunos de los fríos territorios del continente europeo. De vivir al cielo raso, o en cuevas, hemos terminado habitando en sofisticadas estructuras, dominadas por materiales como hormigón, acero y cristal.
En el discurso que Renzo Piano pronunció al recibir en 1998 el prestigioso Premio Pritzker —algo así como el Nobel de Arquitectura— hizo referencia a algunos aspectos de ese mestizaje (reproducido en Premios Pritzker: Discursos de aceptación, 1979-2015, Fundación Arquia, 2015): “En la arquitectura todo tiene cabida: la historia y la geografía, la antropología y el medio ambiente, la ciencia y la sociedad. E inevitablemente es un reflejo de todas ellas […]. La arquitectura es sociedad porque no tiene sentido sin las personas, sin sus esperanzas, aspiraciones y entusiasmo […]. La arquitectura es un arte. Utiliza la técnica para generar una emoción y lo hace con un lenguaje propio, compuesto de espacio, proporciones, luz y materiales”.
Como yo soy más prosaico, y no arquitecto, no puedo celebrar de igual manera otra de las frases que Piano dijo entonces: “La arquitectura es ciencia. Para ser un científico, el arquitecto debe ser un explorador y no temer a la aventura. Tiene que enfrentarse a lo que le rodea con curiosidad y valor para comprenderlo y cambiarlo”. Tendrá su valor metafórico para el arquitecto, pero yo me contento con el hecho de que las obras arquitectónicas, desde las más modestas a las más grandiosas, deben tener muy en cuenta lo que enseñan y facilitan la ciencia y la técnica. Esto, creo, implica lo que en similar ocasión a la de Piano, pero diez años antes, manifestó otro ilustre de la arquitectura, Oscar Niemeyer (1907-2012): “Al principio estaban los gruesos muros de piedra, los arcos, luego las cúpulas y bóvedas, pues el arquitecto buscaba espacios cada vez más amplios. Hoy, el hormigón armado da rienda suelta a la imaginación, con vanos inmensos e inusuales voladizos. La arquitectura se ha integrado en ese material, así que puede prescindir de las previsibles conclusiones del racionalismo, tan monótonas y repetitivas”.
Los ejemplos relativos a la relación ciencia-arquitectura son numerosos: el uso de la física y la matemática para cálculos estructurales y de resistencia de materiales; la necesidad de conocimientos químicos para producir materiales adecuados; la inspiración recibida de la geometría y las relaciones numéricas que se manifiestan en construcciones tan diferentes como la simetría ornamental de frisos árabes, la simetría octogonal del interior (al exterior se multiplica por dos) de la iglesia de Santa María de los Ángeles de Florencia, diseñada por Brunelleschi, o en la cúpula geodésica ideada por el ingeniero canadiense Richard Buckminster Fuller, basada en poliedros generados a partir de un icosaedro o un dodecaedro… Igualmente conocido es que en la fachada del Partenón de Atenas se manifiesta la célebre “relación áurea”; esto es, la serie de Fibonacci, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144…, en la que cada término es suma de los dos anteriores (también aparece, por ejemplo, en el Palazzo della Signoria de Florencia).
A quienes deseen profundizar tanto en la relación de la arquitectura con la ciencia como en la dimensión social de aquella, en el caso concreto de España entre 1976 y 1992, ese período tan esperanzador y cívico ahora denigrado por algunos, les recomiendo la lectura del conjunto de escritos del catedrático de Proyectos de la Escuela de Arquitectura de la Universidad Politécnica de Madrid y académico de Bellas Artes Luis Fernández-Galiano, que ha reunido dos volúmenes profusamente ilustrados, Empeños sostenibles: Las grandes esperanzas, 1976-1984 y Fracturas y ficciones: Las grandes esperanzas, 1985-1992 (Arquitectura Viva, 2020), continuación de otros dos anteriores (2018): La edad del espectáculo y Tiempo de incertidumbre, ambos subtitulados “Años alejandrinos”(1993-1999 y 2000-2006). Admiro a este arquitecto —un auténtico “intelectual”, en el más noble sentido de esta demasiado utilizada palabra— no sólo por su sensibilidad hacia la ciencia, sino también por sus perspectivas socio-históricas y la hermosura de su prosa.
De su interés por la ciencia ya dio fe hace muchos años, con un libro que, recuerdo, me sorprendió: El fuego y la memoria: Sobre arquitectura y energía (Alianza, 1991), una idiosincrásica visión de la relación de la termodinámica con la arquitectura, de la que también se puede encontrar huella en Las grandes esperanzas, 1976-1984; en concreto en el artículo “Elegía duinesa”, que dedica a uno de mis héroes de la física (fue también un avezado filósofo), el austriaco Ludwig Boltzmann (1844-1906), un personaje trágico: se suicidó, dicen, frustrado porque otros físicos muy influyentes rechazaban la idea de que existiesen los átomos, unidades discretas de la materia, idea que finalmente, como bien sabemos, se impuso.
Decía al principio que alimentos y viviendas constituyen necesidades primarias de los humanos. Pues bien, un libro reciente, Ciudades hambrientas (Capitán Swing, 2020), de Carolyn Steel, explora la relación que existe entre el suministro de alimentos y la historia y diseño de las ciudades. Es de agradecer la publicación de obras innovadoras como esta, que se alejan de perspectivas mil y una veces repetidas.
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Artículo publicado en El Cultural.
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