«Las ideas nunca mueren, dormitan a veces, pero se despiertan más fuertes que antes de adormecer».
—Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo.
Las primeras ideas nos abordan de forma aparentemente casual, disfrazadas de una feliz coincidencia o de una curiosa anécdota que nos invita a tirar del hilo para ver qué se esconde al final. A veces las dejamos de lado, pero al final acabamos admitiendo que su fuerza es imparable, nos rendimos ante la evidencia y seguimos tirando del hilo, convencidos de que vale la pena lo que nos espera.
La misión que me he impuesto es buscar la arquitectura entre las páginas de sus novelas y la literatura entre cada edificio que ha llegado hasta nuestros días. Con ese objetivo recorro hoy las calles del mismo modo que hizo Dumas en su momento, analizando cada construcción, estudiando su historia, desvelando las pistas escondidas por el olvido, poniéndome en la piel de los personajes y entendiendo cómo el espacio organiza cada escena. Comprendiendo, en definitiva, los argumentos que impulsaron a Dumas a proyectar como si fuera un arquitecto más. Y todo ello para volver a esas calles con la mochila llena y verlas conociendo lo sucedido en ellas, identificando lo que todavía queda de ese mundo que nunca existió, pero en el que vivimos inolvidables momentos que nos marcaron para siempre.
Para orientarse en este contexto hacen falta ciertas nociones de la arquitectura de cada época. Un mínimo conocimiento de lo que es, por ejemplo, un hôtel particulier, que no es un hotel particular, sino el domicilio urbano de una familia burguesa, que equivaldría a un palacete: un suntuoso edificio situado “entre cour et jardin”, como versa la expresión francesa, es decir, entre una cour d’honneur, o patio adoquinado que separa la prestigiosa construcción de la vulgar calle y recibe dignamente a los residentes o a sus invitados, y un gran jardín que trae la naturaleza a la ciudad. En el interior del hôtel particulier los pasillos no existen y el espacio queda definido por una sucesión de salas, que encajan unas junto a otras, como si formaran parte de un preciso mecanismo de relojería. Así, las importantes antecámaras se convierten en los distribuidores que dirigen el recorrido de residentes y forasteros.
Dumas se sirve de dichos elementos arquitectónicos para ensalzar el dramatismo de cada escena, moviendo a sus personajes por un decorado diseñado ad hoc, como el excelente titiritero que es. Las puertas secretas, escondidas por tapices o bibliotecas, aportan inesperados giros a la acción. Como el pasadizo que utiliza la reina Ana de Austria para recibir al duque de Buckingham en Los tres mosqueteros, o del que se sirve el conde de Montecristo para socorrer a Valentine de Villefort. Sin olvidar la importancia de las escaleras, como la que protagoniza la magistral escena de El conde de Montecristo que hace coincidir a Mercedes y a su hijo con la baronesa Danglars y su amante. “Casualmente” alojados en el mismo hotel de París, la forma en que bajan por las escaleras (evidente metáfora de la decadencia a la que la venganza del conde las ha expuesto) delata su personalidad. Mercedes conserva la dignidad de una gran señora, incluso tras haber perdido toda su riqueza, mientras que la baronesa Danglars, que conserva una buena fortuna a pesar del desprestigio sufrido, desciende con la precipitación del pusilánime que no acepta su nueva condición.
Son solo algunos ejemplos de lo que esconde la bibliografía del maestro Dumas, que ahora recorro literalmente, orientándome entre sus páginas, pero también entre los lugares marcados por su pluma. Y en estos tiempos pandémicos en los que casi todo se puede hacer a distancia, reivindico la importancia del trabajo de campo por encima de la inmediata búsqueda en Google. Porque nos proyecta más allá de limitaciones impuestas, nos permite contrastar las primeras ideas, interpretar el mundo (real o imaginado) en que vivimos y dar sentido a nuestra encerrada existencia.
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